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Aún pasaría otro siglo y pico antes de que aprendiésemos a volar con máquinas más pesadas que el aire, lo que veremos en una próxima entrada. El caso es que hoy dividimos las aeronaves en dos grandes tipos: los aerostatos y los aerodinos. Los aerostatos son los globos y dirigibles, que alcanzan la sustentación convirtiéndose en máquinas más ligeras que el aire mediante el principio de Arquímedes. Los aerodinos, aquellas que lo consiguen desplazando sus alas a través del aire, bien sean fijas (aviones, veleros planeadores, ekranoplanos, cometas, alas delta…) o giratorias (helicópteros, autogiros, convertiplanos…), a través de los principios de la aerodinámica. Además tenemos algunas cosas un poquito raras, como los aerodeslizadores u hovercrafts, generalmente considerados aerodinos. Y luego están los cohetes, que juegan en su propia liga a pura fuerza de motor.
Aerostatos y aerodinos para un nuevo mundo.
Es difícil decir hasta qué extremo la capacidad de volar ha cambiado nuestro mundo, nuestras posibilidades y hasta nuestra manera de pensar. Comencé esta entrada con una experiencia personal, cosa que no suelo hacer casi nunca. Muerto por una, muerto por dos; así que permíteme que la termine con otra. Hace no mucho tiempo embarqué en otro avión de Iberia, pero esta vez era un moderno Airbus A340, para un larguísimo vuelo intercontinental. A mí no me sobra el dinero, así que cuando vuelo como pasajero, suelo hacerlo en la clase Y más griega; o sea, turista del montón. Esto es, excepto que alguien pague algo mejor. Y en esta ocasión, alguien pagó un estupendo pasaje en business, como si fuera un señor de verdad. La gente, que tiene unas cosas muy raras.
Para acabar de redondearme el vuelo, me tocó al lado de una muchacha muy joven y guapa de rasgos medio orientales que viajaba sola. Hay días, pocos pero los hay, en que todo parece salir bien. 😛 Ya me había llamado la atención antes de partir, y no pienses mal (o bueno, sí, pero no fue sólo eso.) Mi compañera de viaje se identificó para embarcar con un pasaporte diplomático de cierto riquísimo territorio asiático, y un servidor, que iba detrás, se fija en esos detalles. El caso es que entre unas cosas y otras quedaba todo como muy enigmático y tal. 😉
Doce horas y pico de vuelo son muchas horas de vuelo, así que acabamos entablando palique en nuestras distintas variantes de eso que llaman inglés internacional, o sea cualquier cosa mutuamente inteligible basada más o menos en algún dialecto anglosajón. El mío es de mil padres y pelín barriobajero; a veces, por el acento y la pronunciación me preguntan si soy serbio o checo. El suyo tenía pedigree, con madre medio nativa y padre centroeuropeo, perfeccionado en algún colegio de esos que cuestan tanto como un buen coche por curso.
No entraré en detalles que puedan identificarla, pero resultó que efectivamente era hija de asiática y europeo, miembros del cuerpo diplomático. Se había criado a caballo entre Europa, Asia y América, casi a razón de un país por año. No se reconocía en ninguna nación en particular, en ninguna religión en particular, en ninguna cultura en particular y en todas a la vez. Era un caso casi paradigmático de third culture kid, ciudadana del mundo de cuna y postín, y por cierto estudiante de biología con afán de hacerse bióloga molecular. Como te contaba al principio, yo ha habido temporadas en que he pasado más tiempo arriba que abajo. Pero lo suyo, entre eso y que sus padres estaban divorciados, con la familia repartida por tres continentes y pico, era exagerado. Si mi guapísima –y simpatiquísima– compañera de viaje tenía alguna patria, entendida como alguna clase de hilo conductor existencial que interconectase toda su vida desde chiquitina, esa patria era un avión (y por supuesto su smartphone, que la mantenía en contacto con todos en tiempo real… aunque en esos momentos, todavía no a gran altitud sobre el océano.) La nacionalidad de su pasaporte diplomático era meramente accidental (y de hecho, tenía dos más, no diplomáticos pero igualmente legales, sumando tres nacionalidades perfectamente accidentales.)
Pensé que en un planeta cada vez más globalizado, personas como mi compañera de viaje son el futuro. Por su formación, por su experiencia vital, por sus contactos e influencias globales, por su dominio de idiomas, culturas y relaciones interculturales, todo ello mamado desde bebés, me dije que son los nodos humanos de la red que cada día más es nuestro mundo incluso aunque no sean totalmente conscientes del hecho. Sin los aviones, sin la normalidad, cotidianeidad y seguridad del transporte aéreo internacional hasta el punto de que para mi compañera de viaje era como estar en la salita de su casa, esas personas no existirían. Para bien o para mal, sin la aviación este nuevo mundo del Tercer Milenio sería muy distinto, o no sería. Esas decenas de miles de aviones que surcan a cada momento los cielos globalizan tanto como las grandes redes de telecomunicaciones, tipo Internet, o el comercio y las finanzas internacionales. Al menos, eso vislumbré yo.
Como te decía, adoro estar allá arriba, a la luz extraña de los atardeceres estratosféricos. Aquella tarde, además de adorarlo, creí ver un mundo futuro. Dentro de cien años, o de mil, qué se yo. Un mundo de nuevos nómadas, porque ya no tenga sentido permanecer atados a ningún trozo de suelo en particular. Un mundo en el que, como para mi compañera de viaje, casa sea un avión o lo que venga detrás de los aviones, que vendrá. No sé si eso será mejor o peor que lo que conocemos desde que nos sedentarizamos allá por el Neolítico, hace unos diez o doce mil años. Pero a lo mejor resulta que ese modelo neolítico se agota ya y poco a poco, sin que nos demos mucha cuenta, llega un mundo nuevo por las redes globales y sobre las alas de un avión. Digo yo, ¿eh? 😉
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