Cuaderno escolar de Luis Montiel, 1931.- ARCHIVO FAMILIAR Cuaderno escolar de Luis Montiel, 1931.- ARCHIVO FAMILIAR

El hijo de la maestra

En 1933, la maestra de la escuela de Molinar se llamaba Blasa López, había nacido en Tolosa (Gipuzkoa), tenía cuatro...

Jonathan Martínez37 años

En 1933, la maestra de la escuela de Molinar se llamaba Blasa López, había nacido en Tolosa (Gipuzkoa), tenía cuatro hijos y acababa de enviudar. Me contaron que, en 1936, el mayor de los tres hijos varones de la maestra marchó al frente. Se llamaba Emilio. Nunca se supo en qué cuneta lo arrojaron. Me contaron también que el tercer hijo de Blasa López tenía entonces 15 años, se llamaba Luis y era tan corpulento que los milicianos quisieron llevarlo a combatir a la trinchera. Dicen que la maestra, viuda y escarmentada por haber entregado un hijo a la guerra, se negó a perder dos hijos. Y dicen que escondió al joven Luis en las cuevas de Ventalaperra con la esperanza de librarlo de las armas. Luis era mi abuelo. Por eso yo estoy vivo.

Molinar es un pequeño barrio del valle vizcaíno de Carranza –Karrantza, en euskera– bien conocido por sus aguas termales. En el balneario de los padres Palotinos se alojó el escritor Azorín en 1905. En 1910, el expresidente del Consejo de Ministros Antonio Maura ofreció allí un mitin a sus correligionarios de Bilbao y Santander. En 1944, Molinar acogió a 500 aduaneros de la Alemania nazi inmediatamente después del desembarco aliado en Niza. Karrantza fue, junto a Lanestosa, el último territorio vasco que permaneció leal a la República durante la guerra. A pocos kilómetros de allí, en Trucios –Turtzioz–, el Gobierno vasco del lehendakari Aguirre resistió hasta el 1 de julio de 1938.

Todo esto lo he sabido mucho más tarde, no mientras tuve la oportunidad de preguntárselo a mi abuelo sino después, cuando ya había muerto y empezaron a aflorar las historias. O incluso antes, cuando él estaba a punto de morir y era consciente y me regaló una caja polvorienta donde guardaba unas pocas fotografías junto a sus cuadernos escolares. Yo tenía entonces 20 años y estaba leyendo textos desconocidos de Miguel Hernández mientras acompañaba los últimos días de mi abuelo. En una de aquellas prosas menores, el escritor alicantino relataba su experiencia misionera en un pueblo minúsculo de Salamanca. ¿Pero qué clase de misión puede emprender un poeta?

Rosario González y Luis Montiel en Donostia (1946).- ARCHIVO FAMILIAR
Rosario González y Luis Montiel en Donostia (1946).- ARCHIVO FAMILIAR

A la II República hay que reconocerle su vocación alfabetizadora y un esfuerzo tenaz por extender la producción cultural a las clases populares. El 29 de mayo de 1931, el gobierno provisional de Niceto Alcalá-Zamora crea por decreto el Patronato de Misiones Pedagógicas con el propósito de “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares”. En esta empresa evangelizadora, los misioneros republicanos instalarán bibliotecas, proyectarán cine, ofrecerán espectáculos musicales y distribuirán exposiciones de arte por todo el territorio. Entre los educadores nómadas aparecen María Zambrano, Luis Cernuda o Alejandro Casona.

No recuerdo en qué momento leí por primera vez los cuadernos escolares de mi abuelo. Quizá en sus días finales, cuando ya había caído en la demencia. O tal vez después, cuando lo enterramos junto a mi abuela y sentí la urgencia de descubrir los pormenores más insignificantes de la historia de mi familia. Es 1933 y el niño Luis tiene 12 años. Entre redacciones infantiles y dibujos coloridos, mi abuelo enumera los placeres de la vida rural. Dar de comer a los animales. Tenderse sobre la hierba. Otros niños del pueblo firman junto a mi abuelo. Porque uno de los cuadernos no es un cuaderno sino un periódico, El mensajero escolar, un diario donde los alumnos de Molinar escriben e ilustran noticias de sucesos que han leído o que han visto o que les han contado.

Leo la noticia de un mitin agrario. De una corrida de toros arruinada por la lluvia. De un artista ambulante que ofrece un espectáculo con un mono amaestrado. Bajo la mirada alucinada de los niños, unos hombres cargan varios rollos de celuloide sobre el lomo de unos burros y proyectan el cine en la pared de una cueva. Un chico de diez años escribe contra el señorito que vive a costa de los obreros. Leo que los niños saludan a los hinchas del Racing de Santander, que asoman sus banderas por las ventanas del tren camino de San Mamés. Leo que dos hermanos nacionalistas han intentado disparar a un cabo de la Guardia Civil y que el suboficial ha terminado matando a uno de ellos y apresando al otro.

Pero entre todas las noticias, hay una que despierta mi atención. En la ilustración, varias personas lanzan cohetes desde una camioneta. En los arcenes, la gente aguarda con banderas tricolores de la República. Así es como recuerda mi abuelo la llegada de las Misiones Pedagógicas. Los misioneros traen el cine y el fonógrafo. Los niños cantan y viajan por los barrios en la furgoneta misionera. El 24 de junio de 1933, El Liberal de Bilbao recoge el episodio en una nota de prensa y anuncia el paso de cinco educadores por las “aldeas perdidas” de Karrantza. El propósito no es otro, dice el diario bilbaíno, que reivindicar la vida rural y liberar a los campesinos del cepo del caciquismo.

Días después, los estudiantes de Molinar explican en el El mensajero escolar la honda impresión que las misiones han dejado en el pueblo. Cuenta el niño Pablo Prado que un prohombre de Karrantza llamado Victoriano Olazábal ha donado media docena de tablas a la escuela para que los alumnos almacenen los libros que les ha regalado el Patronato. El pequeño Pablo está entusiasmado porque los misioneros han entregado también un fonógrafo y varios discos. Aquella fue la única misión que alcanzó a Bizkaia. Al pueblo de mi abuelo, a mi pueblo, llegó el escritor Enrique Azcoaga, compañero generacional y amigo de Miguel Hernández. Tres años después iban a compartir una misión en tierras manchegas. Era marzo de 1936. Faltaban cuatro meses para la guerra.

El ascenso al poder del gobierno radical-cedista en 1933 ya había tendido toda clase de zancadillas a las reformas de progreso. La Guerra Civil terminó de arruinar el proyecto civilizador de la República y frustró una empresa pedagógica que hundía sus raíces en la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos. El 8 de noviembre de 1936, el nuevo gobierno golpista ordenó mediante el Decreto 66 la purga de las instituciones académicas. Francisco Franco depuró a 60.000 maestros y maestras. Miles de docentes fueron expulsados o inhabilitados o condenados a traslados forzosos. Contaba mi bisabuela que tuvo que impartir clases bajo la supervisión censora de los chivatos del franquismo.

El pasado mes de octubre, mientras la familia Franco exhibía con honores los huesos del dictador, he recordado los últimos días de mi abuelo Luis. Las fotografías de mi bisabuela Blasa. La historia que me robaron entre silencios avergonzados o doloridos o simplemente discretos. Hay preguntas que ya nunca podré formularle a mi abuelo. Nunca sabré en qué fosa se amontonan los huesos de su hermano. Pero tengo memoria y tengo voz. Y tengo una historia que no es mía, que es de otros, pero que también me pertenece. Y por mucho que duela, nunca voy a dejar de contarla.

El abuelo del autor, Luis, junto a sus compañeros de escuela- ARCHIVO FAMILIAR