La otra victoria de los excombatientes: empleo y dinero en un país hambriento
El franquismo se empleó a fondo para implantar en el país una nueva estructura socioeconómica tras la Guerra Civil mediante privilegios, ayudas y prebendas para afectos y soldados ‘nacionales’, y posiciones de dominio para los industriales y financieros que apoyaron la sublevación, mientras los republicanos veían esfumarse sus patrimonios a base de incautaciones
“El franquismo no les falló. Los excombatientes, mutilados y viudas de guerra fueron premiados con medallas y honores, puestos en la Administración del Estado, viviendas y privilegios económicos”, cuenta Claudio Hernández en su tesis doctoral de la Universidad de Granada sobre Las bases sociales de la dictadura y las actitudes ciudadanas durante el régimen de Franco.
Esa decisión provocó importantes cambios en la estructura socioeconómica del país, en el que la represión a base de incautaciones de patrimonio, negocios y tierras a los derrotados, centralizada ya desde 1937 por la Comisión Central de Bienes Incautados, y también de multas, destierros y otras sanciones, convivió con el reparto de privilegios entre los vencedores. La mecánica encaja en la definición que la RAE hace de la palabra “botín”: “Despojo que se concedía a los soldados, como premio de conquista, en los campos o plazas enemigas”. Despojo: “presa o botín del vencedor”.
Unas parte de quienes formaron parte de las tropas sublevadas, “en general, todos aquellos que de algún modo habían ayudado al triunfo de la causa de Franco esperaban que, terminada la guerra, se les recompensara por el esfuerzo realizado”, narra el historiador, que matiza que no es que todos los que colaboraron con la sublevación “lo hicieran impulsados por un móvil económico, sino que consideraron que su sacrificio, sufrimiento o colaboración merecía cualquier beneficio económico que se derivara de la victoria”.
Otros, no obstante, “aterrados por lo que habían visto y hecho en el frente, decidieron volver a su casa y tratar de olvidar su experiencia en las trincheras”. Sin embargo, las reclamaciones de compensaciones por parte de los primeros fueron una constante en los años de las posguerra. Y el régimen las atendió.
Excombatientes colocados por decreto
La primera recompensa fueron los cargos políticos. El artículo 16 del Fuero del Trabajo reservaba, ya desde marzo de 1938, a “la juventud combatiente” los “puestos de trabajo, de honor o de mando” a “los que tienen derecho como españoles y han conquistado como héroes”.
Y cuatro meses después de terminar la guerra, un decreto obligaba a las empresas privadas a cubrir el 80% de sus vacantes con excombatientes, algo que achicaba notablemente las posibilidades de empleo de los desafectos. Mientras tanto, los puestos de alguacil en los juzgados, o los de sereno, pasaban a ser premios para los afines y los ayuntamientos elaboraban censos de excombatientes para armar sus plantillas.
Las pensiones para mutilados y familias de fallecidos, que salían de la venta de tabaco, café y perfumes y de la venta de entradas a los espectáculos (se llevaban un 10%) se sumó al reparto de viviendas y la reconstrucción, a cuenta del Estado, de negocios dañados.
“Los premios recibidos por los vencedores en forma de pagas, viviendas, subsidios y cargos les ayudaron a evitar la miseria en la posguerra”, señala Hernández. Más adelante vendría la concesión de negocios vinculados a los monopolios estatales, como estancos de Tabacalera, gasolineras de Campsa o despachos de Lotería y quinielas.
“Su condición de vencedores les garantizó la supervivencia en la posguerra y motivó su apoyo decidido al régimen”, añade. Ahí estaba el germen de las clases medias sobre las que, junto con las elites económicas y con la existencia de amplios sectores sociales desmovilizados tras la experiencia traumática de casi tres años de guerra y con un presente y un futuro de hambre y escasez, se asentó el franquismo.
“Todo era bastante arbitrario”
“Todo era bastante arbitrario y la corrupción también jugó un papel muy importante”, señala Elena Martínez, profesora de Historia de la Economía en la Universidad de Alcalá, que anota que “obtener o no un determinado privilegio dependía de la cercanía con el régimen y no se correspondía con un plan premeditado de beneficiar a determinados sectores sociales o económicos, más allá de que, obviamente, los que apoyaron el régimen para no perder sus privilegios, no los perdieron”.
En ese sentido, destaca la contrarreforma agraria, “que no solo revirtió todo lo hecho durante la República y la Guerra, sino que incluso expropió, incautó o directamente robó, propiedades que llevaban generaciones” en manos de familias afines a la República. Parte de ellas alumbraron nuevos latifundistas, otras fueron a manos de pequeños agricultores.
No obstante, insiste en que “no hubo una regulación que avalase la expropiación o incautación de ningún tipo concreto de empresa, en ningún sector determinado o en ningún tipo de negocio en especial”.
Con todo, añade, “evidentemente, la situación de vulnerabilidad e indefensión de los republicanos hizo posible que fueran obligados a vender, a dejar o a que les arrebataran bienes, empresas y negocios”, aunque “no creo que hubiera un plan preestablecido, ni me parece que se pueda a día de hoy establecer si hubo alguna pauta general de comportamiento”.
Esa sistematización sí se dio con la prensa, cuyas incautaciones dieron lugar a la creación de la cadena de Medios de Comunicación Social del Estado, privatizada en los años 70 por los gobiernos de UCD, y con el patrimonio de partidos políticos y sindicatos, cuya devolución parcial y arbitraria coleaba hasta hace poco por los tribunales ante casos sangrantes como el de CNT, el principal sindicato del país a mediados de los años 30, que vio cómo la transición avalaba el expolio mientras otras organizaciones, como CCOO y algunas patronales, obténían propiedades del Patrimonio Sindical (edificios, básicamente) con los que nunca habían tenido relación.
Tampoco la CGT tuvo éxito en esas demandas, mientras partidos como el PNV siguen reclamando parte de los símbolos que le fueron incautados en la guerra civil y el franquismo.
“El dinero estuvo al lado de la sublevación”
Junto con los cambios en la estructura socioeconómica del país, la posguerra, y especialmente el periodo de la autarquía, provocaron el asentamiento de una elite empresarial cuyas cúpulas sirvieron de cantera para los primeros gobiernos de la transición y cuyos linajes continúan, en muchos casos, en los consejos de administración de los principales emporios españoles.
“El dinero estuvo del lado de la sublevación y contribuyó, de manera eficaz, a la destrucción de la democracia republicana”. Es la ”triste conclusión” a la que llegan los historiadores Alberto Sabio, de la Universidad de Zaragoza, y Nicolas Sartorius tras “el estudio del comportamiento empresarial antes, durante y después de nuestra contienda civil” que plasmaron en El dinero y sus tribulaciones.
Hubo varios motivos para esa toma de posición, aunque los fundamentales fueron dos: el temor a las consecuencias de la reforma agraria impulsada por la Segunda República y la merma de las expectativas extractivas que conllevaba la fuerza de las organizaciones sindicales. Ese cuadro se fraguó en un momento económicamente depresivo, tras el ‘crash’ de 1929 en la escena internacional y, en la local, después del catastrófico final de la dictadura de Primo de Rivera.
De hecho, la actividad empresarial se ralentizó en el quinquenio democrático. “El temor era tan acusado que impulsaría a sectores relevantes del empresariado a conspirar contra la República casi desde su advenimiento”, señalan. Sin embargo, anotan, “recién acabada la guerra civil, se apoderaría del empresariado una súbita e inusitada fiebre patriótica en apoyo del nuevo Estado” en la que “ampliaciones de capital e inversiones que habían estado retenidas durante el periodo republicano se pusieron en marcha”.
Un precursor del bananero ‘capitalismo de amigotes’
Y, como ocurrió con los afectos de la tropa, “la fortuna les sonrió sin desmayo”, ya que, tras haber financiado “el golpe de los generales, se enriquecieron como nunca lo habían conseguido en el pasado y dominaron la vida económica y, en buena parte, la política del país durante cuarenta años”.
Aunque no todos los ‘señores del dinero’, obviamente, jugaron el mismo papel desestabilizador. La naviera Sota y Aznar fue una de las escasas empresas vascas incautadas por el franquismo tras la guerra. No porque su propietario, Ramón de la Sota, que tuvo que exiliarse, fuera de izquierdas, sino todo lo contrario. Su lealtad al gobierno autonómico del PNV le situó lejos de otros que, como el conde de Cadagua, presidente de General Eléctrica, alardeaban de cómo “para dar la máxima ayuda al ejército salvador nuestras máquinas y herramientas trabajaron día y noche”.
Las obras públicas, las licencias de exportación de cereales y de importación de otros bienes y las ayudas del SNT (Servicio Nacional del Trigo) se convirtieron en un filón y, a la vez, en un precedente del bananero ‘capitalismo de amigotes’ que décadas después acabaría incrustándose en el país. Esos ámbitos, entre otros, “resultaron terreno abonado para abusos y enriquecimiento personal” y “sobre todo, sentaron las bases de sus posiciones dominantes en el mercado” en un país cuyo PIB únicamente había avanzado seis puntos entre 1929 y 1950.
La banca no quedó al margen. La Ley de Ordenación Bancaria de 1946, a la que Sabio y Sartorius se refieren como “el botín de guerra que el nuevo Estado entregó al sector financiero”, generó un oligopolio al vetar la entrada de entidades extranjeras y la creación de otras nuevas y, por otro lado, establecer “la pignoración automática de la deuda pública en el Banco de España”, un paquete de medidas que “acrecentaría sus beneficios hasta límites desconocidos”.
“Como puede comprobarse, durante la autarquía no le fue tan mal a todo el mundo, pues, además de los beneficios extraordinarios que obtendrían la banca, las eléctricas, los terratenientes, los constructores o los grandes de la minería o el metal, a su calor se amasaron sustanciosas fortunas”, concluyen los historiadores, que destacan cómo “los empresarios valoraban, en general, la contención de los salarios y la ausencia de conflictos laborales, la restricción de la competencia y la laxitud de las autoridades hacia ciertas prácticas más o menos fraudulentas como era, entre otras, la generalizada evasión fiscal”.