Las portadoras hacen cola para transportar paquetes a través de la frontera de El Tarajal que separa Marruecos y Ceuta. AFP PHOTO / JORGE GUERRERO

Mujer trabajadora: el capital o la vida

Shirley Sandy llegó de Bolivia a Barcelona hace trece años. Época precrisis. El tren pasó de largo de Barcelona y...

Anna Pacheco

Shirley Sandy llegó de Bolivia a Barcelona hace trece años. Época precrisis. El tren pasó de largo de Barcelona y cayó casi por casualidad en Vilafranca del Penedés. La noche en la que llegó no conocía a nadie, no tenía claro dónde estaba o a qué se iba a dedicar. Su primer trabajo fue como empleada doméstica 24/7 cuidando de una madre e hija dependientes. 1.200 euros.

“Un sueldo buenísimo”, cuenta a Público por teléfono. Sandy fue saltando de un trabajo a otro —siempre como empleada doméstica, siempre sin contrato, siempre sin cotizar—. Un trabajo invisible prolongado durante casi una década. Hace cuatro años que Sandy obtuvo, por fin, la residencia y un contrato legal.

Mujer, migrante y madre soltera. Sandy reúne tres de los principales factores de riesgo de pobreza en España, según el informe de Intermón Oxfam Voces contra la precariedad: mujeres y pobreza laboral en Europa de 2018. La feminización de la pobreza se ha cronificado en los últimos años. Y el último informe publicado por el INE, con datos de 2016, sitúa una brecha salarial de más del 22% entre hombres y mujeres.

Cuando la hija de Sandy cumplió cinco años, su madre decidió enviarla a Bolivia ante la incapacidad de mantenerla. El trabajo de empleada doméstica le hacía imposible la conciliación —casi en ninguno de los trabajos le dejaban traer a la niña—; y el sueldo precario tampoco le posibilitaba pagar por los cuidados a otra persona, que casi seguro acabaría siendo otra mujer.

“Mi hija tiene 12 años y quiere venir, pero sabe que no podré atenderla”, explica. Sandy gana 800 euros netos limpiando y atendiendo a personas dependientes, 450 euros los destina para pagar el alquiler. “El hecho de que las tareas domésticas y de cuidados no remunerados recaigan asimétricamente sobre las mujeres redunda en que ellas tienen que hacer malabarismo para equilibrar su vida laboral con la familiar”, explica Mercedes d’Alessandro, economista feminista argentina e impulsora del portal Economía Femini(s)ta.

D’Alessandro actualiza en su libro las tesis que ya reforzaron en los 70 las feministas marxistas italianas: la importancia crucial que tiene el trabajo doméstico en relación al capital. Esta economía invisible es la que hace que posible el mantenimiento del actual sistema socioeconómico.

Las trampas del mercado

La feminista y crítica teórica estadounidense Nancy Fraser desarrolla en profundidad esta idea en el ensayo De cómo cierto feminismo se convirtió en criada del capitalismo. Y la manera de rectificarlo. Fraser analiza las consecuencias del movimiento emancipatorio de las mujeres promulgada durante la segunda ola feminista: en vez de conseguir la igualdad de género, las mujeres sucumbieron ante las trampas del sistema neoliberal convirtiéndose en las criadas del mismo.

Tras la Segunda Guerra Mundial se dibujaron dos posibles escenarios: el primero prefiguraba un mundo feminista basado en la democracia participativa y la solidaridad social. En el segundo, se prometía una nueva forma de liberalismo que promovía el individualismo y la maximización de beneficios con la complicidad de las mujeres. Para Fraser parece claro que nos encontramos en el segundo. Los cuidados invisibles se mantienen como cómplices ocultos del capitalismo y no solo no se ha puesto el foco en su valor; sino que siguen estigmatizados.

“El trabajo doméstico se presenta como una ocupación servil y degradante que embrutece y apropiado para mujeres sin inquietudes intelectuales o ambición”, explica Paula (nombre ficticio). Paula tiene 31 años y vive en Suiza donde ejerce de empleada doméstica cuidando de dos niños y limpiando una casa. Emigró de España en el 2016 tras años postcrisis en los que tuvo que dejar sus estudios universitarios a medias. Su primer trabajo fuera de España fue de aupair en Holanda con uno de esos programas internacionales.

“Pasé meses diciendo que no tenía un trabajo de verdad, que ‘sólo era aupair’. El trabajo doméstico y de cuidados se presenta así como una diversión ligera, apropiada para jovencitas con ganas de vivir aventuras exóticas en un entorno estimulante”, denuncia. Lo cierto es que la mayor parte de compañeras de este programa eran chicas jóvenes menores de 25 años.

Algunas huían espantadas, cuenta, al descubrir que se trataba de un trabajo de verdad. La experiencia de Paula es sintomática de una sociedad en la que el trabajo doméstico y de cuidados todavía no se entiende como un trabajo real. O se devalúa hasta el punto de convertirlo en ‘experiencia juvenil’; o, cuando la mujer alcanza una edad, se asume que es el trabajo que le corresponde.

Paula es muy activa en redes sociales donde hace pedagogía sobre el desprestigio diario que viven las cuidadoras. “Cuando cuento la cantidad de horas que echo en la casa, me preguntan: ‘¿Pero esos niños no tienen madre?’ Bueno, claro que la tienen. Está fuera, trabajando para ganar toneladas de billetes y poder pagarme a mí”, argumenta a Público. Paula tiene claro que, si se hiciera una huelga real de cuidadoras y empleadas domésticas en toda Europa, el mercado colapsaría. De ahí nace precisamente la idea de que por segundo año consecutivo los movimientos feministas llamen a la importancia de parar este 8 de marzo.

Las últimas investigaciones coinciden en señalar algo de forma clara: la brecha salarial son los hijos. Según datos mundiales de la Organización Internacional del Trabajo, la brecha crece un 10% a partir de los 30 años, fecha clave para muchas mujeres que deciden tener hijos. A los 40, las mujeres ya cobran un 15% menos. Antes de esta edad, los sueldos de mujeres y hombres aún están más igualados.

“Mi marido no llegaba a casa hasta las siete y media de la tarde y los niños se estaban criando con los abuelos. Mi agotamiento físico y mental era tal que no vi otra opción que tomarme la reducción de jornada”, explica María G., impulsora del portal @ReduzcoMiJornadaNoMiValia. María, que trabaja en el sector del márketing, define directamente como “trampa" esta opción que las empresas te venden como conciliadora.

Varios colectivos, como el de María, denuncian que estas reducciones de jornadas amplifican la brecha y configuran el temido techo de cristal. “Me cambiaron de departamento y estos años he estado haciendo tareas mecánicas o que no requieren cualificación. Se me ha invisibilizado y ninguneado”, apunta María, quien recuerda que las reducciones de jornada las suelen coger las mujeres —apenas la solicitan el 2% de los hombres, según un estudio de la Universidad Complutense de Madrid de 2017—.

“Algunos compañeros se alegran de que se me haya ‘castigado’ por poder disfrutar de mis hijos. Porque, claro, una se pide reducción de jornada para trabajar menos, irse de compras o tirarse en el sofá a ver la tele”, explica a Público de forma irónica. María reconoce que esta reducción de jornada a sus 40 años está siendo determinante para su presente y futuro. Ya es más pobre que su pareja a causa de la reducción de jornada; sigue trabajando en casa, pero nadie se lo paga y, si más adelante quisiera retomar al completo su jornada, sus oportunidades no serían las mismas.

El pez que se muerde la cola. Y una pregunta crucial: si María decide seguir trabajando como hace siempre, y su pareja también, y no quiere cargar los cuidados a las abuelas o pagar por ellos: ¿Quién se encarga, entonces, de cuidar? Y lo más importante: ¿Hay espacio, siquiera, para el deseo de cuidar?

Hacia una economía procomún y feminista

Manifestantes en la pasada huelga del 8M en Barcelona.- LLUIS GENE / AFP)

“El discurso oficial es que en 2008 estalla una crisis económica. Pero, ¿qué es la economía? ¿Solo lo que ocurre en los mercados financieros? ¿Qué pasa en los hogares, en la calle, en la vida? Cuando ampliamos la mirada, nos encontramos con una crisis que imposibilita sostener los cuerpos en un sistema cada vez más inhumano: empleos que no permiten conciliar, precariedad que impide la maternidad, imposibilidad de acceder a una vivienda, etc.”, explica Silvia L. Gil, Doctora en Filosofía, especializada en Teoría Feminista y pensamiento político. Y apunta algo más: la crisis de cuidados no se puede sino entender junto con la crisis ecológica, los desplazamientos masivos de poblaciones, la crisis de salud e incluso la crisis de sentido. No contamos, afirma Gil, con apenas herramientas para nombrar lo que sucede.

“Cuando analizamos el cuidado, el conflicto hegemónico entre capital y trabajo se desplaza y nos situamos entre el capital o la vida”, subraya Gil. Para esta filósofa vivimos en un momento de transición donde “el feminismo irrumpe como alternativa especialmente innovadora”.

Paula explica este periódico que la propia esencia del trabajo doméstico hace especialmente compleja la autoorganización. Es un trabajo que aísla. “Las Kellys aún lo tienen más fácil porque trabajan en un mismo espacio. Para el resto, que cuidamos de puertas para adentro, es complicado”. A veces, el café de la mañana, después de llevar los niños al colegio, es para muchas empleadas domésticas o amas de casa el único momento en el que socializan con otras compañeras. “A veces se ha criticado esto como si fuera un capricho. El trabajo me ha cambiado la perspectiva y he entendido más a mi madre, que fue ama de casa”.

Sandy, la mujer boliviana que desea traer a su hija, forma parte de Libélulas, un colectivo de mujeres migrantes que se reúnen para luchar por sus derechos y exigir, entre otros reclamos, la ratificación del convenio 189 de la OIT para la ampliación de los derechos de las trabajadoras del hogar. Son poco más de 20 mujeres. A las reuniones asisten 10. “Los horarios que tenemos son incompatibles. Apoyamos la huelga del 8 de marzo, pero algunas no podemos hacerla”. En situaciones de extrema vulnerabilidad, la participación política también es un privilegio.

Para Gil el “feminismo tiene que seguir desmontando sentidos comunes, profundizando en el anticapitalismo y creando las condiciones para ampliar los márgenes y los sujetos de la política”. Y en ese sentido la economía feminista es esencial. “Pero no como medio para conciliar la vida familiar y laboral en un mercado cada vez más voraz, sino para cuestionar de raíz qué entendemos por trabajo”.

Gil concluye: “El feminismo es capaz de hacer algo imprescindible en este momento de devastación: proporcionar un nuevo sentido de vida a partir del dolor y la violencia esparcidas por el mundo. Dicho de otro modo: hacer de la vulnerabilidad una herramienta para el cambio”