.- MIGUEL ÁNGEL VALERO

Aparadoras: la mano de obra detrás de tus zapatos

Miles de mujeres han trabajado durante décadas con contratos irregulares o inexistentes en la industria del calzado de Elche. A la falta de derechos, paro o vacaciones pagadas se suma ahora una nueva problemática: no tienen pensiones de jubilación.

Pablo Miranzo / Adriana Català / Miguel Ángel Alberola / Miguel Ángel Valero

ELCHE.- Son las doce del mediodía en el barrio de Carrús de Elche. Un hombre de unos treinta años abre las puertas traseras de una furgoneta con las lunas oscurecidas y extrae poniendo a sus pies dos bultos voluminosos de material para la confección de zapatos. Inmediatamente una mujer de mediana edad con bata y zapatillas de estar por casa sale del portal contiguo, el hombre saca un corte de tejido con el que da instrucciones a la señora y cuando la explicación queda clara la mujer coge los dos sacos y se pierde en la oscuridad de la entrada al edificio.

Esta es una escena habitual que se repite diariamente en Carrús, Altabix o la periferia del Pla, los barrios obreros de Elche. Se trata del reparto de faena que hacen los talleres y fábricas de calzado a las aparadoras domésticas, el eslabón más débil dentro del sector productivo más importante de la ciudad desde hace más de cuatro décadas: la industria del calzado. Ellas, las aparadoras, han sido y son las manos que dan forma a los zapatos, manos siempre de mujer que trabajan en la sombra, en demasiadas ocasiones sometidas al abuso laboral cuando no con una total ausencia de derechos. Y, ahora, además, se suma una nueva problemática: muchas de estas mujeres han alcanzado la edad de jubilación y tras una vida entera sentadas frente a la máquina de aparar se encuentran sin los años suficientes
cotizados para percibir la prestación.

Pero recapitulemos para aclarar conceptos. ¿Qué es el aparado? ¿Qué hace una aparadora? Por partes.

El aparado es el proceso mediante el que se unen todas las piezas de un zapato. Se cosen las distintas partes que lo forman, se incluye la cremallera, en caso de haberla, o se cose el forro al interior de la pieza de piel si es necesario. El par de zapatos queda así listo y preparado para, tras pasar por su horma, ser unido a la suela. Las responsables de esta parte del proceso de fabricación del calzado son las conocidas como aparadoras. En femenino. Porque, básicamente, todas son mujeres. Las aparadoras, a veces, están en las fábricas donde se produce el resto de la pieza. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones están fuera. Bien en talleres, en muchas ocasiones clandestinos o semiclandestinos, a los que se deriva esta parte del cosido y ensamblaje; y en otros muchos casos trabajan desde su casa con su propia máquina de coser. Un hombre, el conocido como "chico de la faena", les lleva las piezas a sus domicilios y les informa de a cuánto se paga el par. El precio se da en pesetas y en euros. Hay ocasiones y profesiones en las que el tiempo parece estancarse.

Un taller de aparado del barrio de Carrús.- MIGUEL ÁNGEL VALERO.

Por otro lado, las aparadoras de la industria del calzado son un colectivo que no necesita presentación para ningún vecino de la ciudad ilicitana. Tampoco para los de otros municipios como Elda o Villena. Probablemente solo necesitan presentación en el resto del país, que no vio o no quiso ver las condiciones de trabajo, y en muchas ocasiones de explotación, sobre las que prosperaba la industria del calzado. Y es que pararse delante del escaparate de una zapatería y mirar los zapatos de cualquier marca de prestigio nacional es un acto de reflexión.

Observar cualquier par de zapatos con la etiqueta del Made in Spain implica observar también años de trabajo no reconocido, jornadas interminables y exposición a materiales tóxicos de un sector que tiene nombre de mujer.

La situación se ha ido haciendo visible en los últimos años con el nacimiento de organizaciones como la Asociación de Aparadoras de Elche, presidida por Isabel Matute, una trabajadora del calzado que vio, además, cómo la consecuencia directa de dar forma a este movimiento de mujeres que reclaman condiciones de trabajo dignas y el derecho a una pensión fue dejar de recibir faena. Es decir, el paro. Sin derecho a prestación, por supuesto. "Elche no es la ciudad de las palmeras, Elche es la ciudad de las esclavas", se le ha escuchado decir en más de una ocasión.

El municipio de Elche, con 234.000 habitantes, es hoy la segunda ciudad más poblada de la provincia de Alicante. Con tres patrimonios de la humanidad, dos universidades y un aeropuerto, la ciudad escogida como último escenario de videoclip por C. Tangana no hace tanto ni siquiera era aún ciudad. De hecho, aunque cuesta, todavía encontramos gente que habla de Elche como su pueblo. Y es que no fue hasta la década de 1960 cuando la localidad vio casi duplicada su población, que pasó de 70.000 a 130.000 habitantes en menos de diez años según un informe redactado por la Concejalía de Haciendo del Ayuntamiento de Elche en 2004. ¿El motivo? Una industria zapatera en plena expansión con mucha demanda de mano de obra. De esta manera, en 1970 habían llegado a la ciudad familias andaluzas, extremeñas y albaceteñas que se dedicarían de lleno a este sector y que, según explica el mismo informe, registrarían entre los años 70 y 80 los máximos de ocupación en la industria con cifras que rondaban el 60% de la población activa.

El último informe de la Agencia Tributaria sobre el IRPF puso a Elche en el mapa al calificar tres de sus barrios -Carrús, El Toscar y El Pla- como los más pobres de España. Las rentas bajas en los barrios ilicitanos tienen mucho que ver con la economía sumergida, no tanto por ocultar una riqueza sino por esconder una realidad de precariedad. Dentro de Elche hay una industria camuflada pero conocida por todos, Hacienda incluida. Cualquier día de la semana, también los domingos, el sonido de las máquinas de coser se escapa entre las persianas a medio cerrar. Miles de mujeres que, desde su casa o en talleres, la mayoría clandestinos, hacen que esta industria siga viva.

Un ejemplo de la situación que denuncian es el caso de Susana Ruiz. Esta mujer comenzó a trabajar el mismo año en que nacía Felipe VI, pero a efectos fiscales solo lo ha hecho desde el último Gobierno de Rajoy, es decir, desde el año 2012, a pesar de llevar más de 50 años sentada frente a una máquina de aparar. "Todo lo que he trabajado está solo reconocido por mi familia, que me ha visto día y noche dejándome la salud por sacar adelante todos los pedidos que hicieran falta", dice. Hoy, Susana padece fibromialgia, pero ella es solo una pieza más de una larga cadena de mujeres en edad de jubilación que sufren enfermedades derivadas de este oficio. La lista es larga: ceguera, artrosis, problemas de espalda, síndrome de la pierna inquieta…

No obstante, dentro de la ciudad ya no es como antiguamente, cuando las fábricas convivían con los vecinos. La industria se concentró primero en el Polígono Industrial de Carrús y, ahora, en el de Torrellano. Los talleres de mujeres, en cambio, siguen siendo visibles en el paisaje urbano de la ciudad de Elche. Persianas a medio bajar de locales donde desde fuera se puede escuchar el intenso sonido de las máquinas. Por el barrio de Carrús se extiende una red de talleres y de aparadoras domésticas que hacen del barrio casi casi una fábrica invisible. Son una pieza clave en la cadena productiva de la industria, a pesar de llevar medio siglo obligadas a vivir en la invisibilidad de la economía sumergida. Zapato a zapato, mujer a mujer, el calzado ilicitano ha llegado a ocupar el 70% del empleo sumergido de toda la provincia de Alicante, según un estudio de la Universidad de Alicante.

Así, miles de aparadoras, durante décadas, han acumulado enfermedades profesionales, dolencias crónicas debido a las eternas jornadas sentadas frente a la máquina de coser y siendo conscientes de que cuando se jubilaran no iban a tener una pensión en condiciones. Pero la necesidad en estos barrios siempre ha apretado. Si eres mujer, tienes hijos y facturas, no había muchas alternativas a coger tu propia máquina de coser y comenzar a trabajar a destajo. Tantos pares de zapatos, tantas pesetas.

"Hacen falta aparadoras"

Hay un cartel que se repite a menudo a lo largo de las calles de Elche, aunque cada vez se ve menos. Es verdad. El cartel dice lo siguiente: "Hacen falta aparadoras". La industria del calzado de Elche, de hecho, no se puede explicar sin hablar de la segregación por sexos, la cual ha tenido un papel esencial en el ocultamiento de las condiciones de vida de estas mujeres. Según el estudio del profesor de la Universidad de Alicante Yosep-Antoni Ybarra, más del 80% del aparado de los zapatos que se hacen en la provincia de Alicante se efectúa fuera de las fábricas mediante el uso de pequeños talleres y el trabajo a domicilio. Otro dato demoledor que incluye este informe es que el calzado ilicitano ha llegado a ocupar el 70% el empleo sumergido de toda la provincia de Alicante y ese trabajo en negro no afecta por igual a los hombres y las mujeres.

Según los datos del citado estudio, en la comarca del Vinalopó hay 7.332 mujeres trabajando en negro, frente a 1.542 hombres. La situación, sin embargo, no es nueva ni desconocida. Ni para Hacienda ni para Inspección de Trabajo ni para nadie que alguna vez haya pasado por Elche, Elda o Villena. Pero se ha consentido. Se ha mirado para otro lado. Se ha dejado hacer mientras los beneficios caían en manos de fábricas, marcas e intermediarios.

Un taller de aparado del barrio de Carrús.-
MIGUEL ÁNGEL VALERO.

Hablar con ellas, con las aparadoras, es escuchar siempre la misma historia con algunas variaciones. Muchas de ellas, especialmente las que todavía están en activo, rehúsan hablar o piden que se les cambie el nombre. Saben que aparecer en prensa denunciando precariedad puede suponer el despido o, mejor dicho, que el hombre de la faena deje de tocarte el timbre para dejarte pares y más pares de zapatos. Las mujeres que ya están jubiladas o cerca de la jubilación, en cambio, han comenzado a hablar alto y claro. Su trabajo ha generado millones y millones de beneficios a empresarios locales, nacionales e internacionales y ellas ni siquiera van a tener pensión.

Aurora Sales Olmedo fue una de las primeras aparadoras que denunció ante los juzgados. Denunció que llevaba años trabajando diez u once horas diarias, que con suerte cotizaba una o dos horas al día con un contrato que iba rotando entre las diferentes trabajadoras para que el empresario pudiera justificarse ante las inspecciones laborales. La única consecuencia de su denuncia es, de momento, que no ha vuelto a trabajar como aparadora. Abandonó la máquina de coser, pero el cuerpo de aparadora se lo llevó con ella: lesiones cervicales, ceguera parcial, dolores de espalda y daños psicológicos. En su casa acumula montones de carpetas con documentos, copias de denuncias, contratos, recibos del banco. Todo lo que ha podido acumular para demostrar que ha trabajado toda su vida.

El caso de Aurora también sirve para mostrar los efectos en la salud mental que este trabajo puede provocar. Antes de denunciar, Aurora pasó mucho tiempo tomando pastillas para combatir la depresión y, camuflando sus emociones con drogas recetadas por el médico, encontró un camino para afrontar una terrible rutina basada en saltar de taller en taller y de explotación en explotación. La depresión la llevó, cuenta en su casa del Raval de Elche, a plantearse el suicidio. Prueba de ello es una memoria USB en la que redactó y dejó una copia de lo que en ese momento pensó que eran sus últimas palabras. Esos párrafos, además de a su familia, iban dirigidos a los que ella considera responsables de su situación: los empresarios con los que tuvo que enfrentarse durante su vida laboral.

El catálogo de consecuencias que se desprende de esta situación de desprotección también conduce a la dependencia absoluta por parte de la mujer del varón de la casa, que sí ha cotizado y sí tiene pensión. Durante el confinamiento por la pandemia, la Asociación de Aparadoras de Elche informó de la situación de emergencia de una de sus integrantes. Su nombre se hizo público, pero este periódico prefiere no reproducirlo. Su situación se conoció después de pasar varias noches en el hospital tras intentar suicidarse con fármacos después de haber sido apaleada y violada por su marido, del que llevaba años queriendo divorciarse pero del que dependía económicamente. Tanto la mujer como el marido habían trabajado en el calzado, pero él había cotizado y ella no, repitiendo el esquema de la economía sumergida en el marco del calzado ilicitano. "Él me decía que, como era él quien trabajaba en fábrica y cotizaba, era él quien mandaba y que yo no tenía derecho a nada", relata a este periódico la mujer.

Tres mujeres
doblando la faena.- PABLO MIRANZO.

No todas las historias, desde luego, son tan dramáticas. Pero el patrón es sistemático. Las mujeres han compaginado, y siguen compaginando, el trabajo doméstico y los cuidados con el trabajo en la máquina de coser formando una triple jornada invisible.

Un ejemplo claro es el caso de Ana, que prefiere dejarlo así: sin apellidos. Tiene 69 años. Comenzó en el aparado con solo 12, cuando ya iba con su madre a pedir faena a un taller. A los 17 entró de aprendiza en una fábrica donde terminó su formación. Cuando quedó embarazada dejó la fábrica y se puso a aparar en casa. "Me levantaba y llevaba a los niños al colegio, después a por la faena, preparaba la comida para mi marido y por la noche, cuando acostaba a los niños, ya ponía la lavadora, fregaba y preparaba la comida del día siguiente", comenta Ana, que cuenta cómo su padre la preparó para esta vida mientras que a su hermano sí le dio la oportunidad de "fracasar" en varios colegios. Ahora, 57 años después del primer día que se sentó en una máquina de aparar, solo tiene cotizados diez y no tiene derecho a pensión porque la de su marido supera por poco la cifra de 1.000 euros.

Habla de sus tres hijos con orgullo y subraya que ellos sí han podido estudiar. Dice que el pequeño "es un cerebrito" y que gracias al esfuerzo de toda la familia ha podido acudir a "la misma universidad americana a la que fue una de las infantas". Ana recuerda otros tiempos en los que los pequeños se sentaban junto a ella y cortaban los hilos de la faena. Ellos se entretenían y ella ganaba algo de tiempo para ir corriendo a hacer la cena, poner la lavadora, doblar la ropa, limpiar la casa, cuidar a los mayores y, en definitiva, llevar sobre sus hombros la dura carga de un hogar. Ahora todo eso quedó atrás y tanto trabajo, tanto esfuerzo y tanto sacrificio no es reconocido por ninguna institución.

La lucha de las aparadoras, no obstante, acaba de comenzar. La aparición de la Asociación de Aparadoras de Elche, que incluye a más de un centenar de mujeres, también ha espoleado la aparición de nuevos proyectos, ha permitido quitar miedos y levantar el tabú. De la explotación laboral ya no solo se habla, sino que se denuncia. Ahora la lucha, además, es con el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones para que se busque una manera de que se reconozcan sus años trabajados. Esperan convertir en reivindicación y lucha un relato a veces manchado por la criminalización y el victimismo. Todo, para que de una vez por todas, Elche pueda presumir de ser la ciudad de las palmeras y la esclavitud sea solo una cosa del pasado.