.- GLORIA MOLERO GALVAÑ

Conchi: "Si decían ‘Hace falta una chiquita para pasar cordones’ pues ahí que iba"

Entrevista a la aparadora Conchi, de 61 años.

Gloria Molero Galvañ

Conchi nació en Elche, en 1960. Más de la mitad de su vida ha estado consagrada al calzado ya que, con 14 años, ya era aprendiza de aparado: "El taller estaba en la planta baja de casa de una amiga. Como yo ya no quería estudiar mi madre me dijo que fuera y lo hice. Cortaba hilicos, emparejaba... porque estaba mi amiga y charroteábamos mientras, pero allí no aprendí nada".

En esa época estaba bien visto que la gente trabajara en el mundo de los zapatos. Esto incluía a las mujeres, que ya se habían hecho su hueco tanto en la típica posición de aparadoras como en la envasa, roles históricamente feminizados. Ser joven tampoco era un problema: los locales estaban llenos de adolescentes e, incluso, en ocasiones, de niños. La alta demanda exigía cuerpos y manos que trabajaran a destajo la piel que luego vestiría los pies de toda España y buena parte de Europa.

Pese a haberse iniciado como aprendiza, Conchi no quería ser aparadora, ni estar "sentada todo el rato mirando a la pared". Hasta los 16, edad legal para trabajar, hacía 'chanchullos': "Si decían ‘Hace falta una chiquita para pasar cordones’, pues ahí que iba. Estuve en Carrús en un local de 10 o 12 aprendizas y cada una hacía una cosa, en cadena. No se pagaba bien y todo sin declarar".

Así que decidió buscar suerte en las fábricas que, en los 70 y 80, todavía se podían encontrar dentro de la ciudad de Elche, diseminadas por las aceras: "Miraba los carteles a ver qué buscaban, si aprendizas de envasa, o de aparao, lo que fuera; y donde veíamos, íbamos a tocar el timbre".

La aceptaron en una fábrica. Le pidieron que estuviera allí el día siguiente a las 8.00 h y ella dijo que sí. Al contarlo en casa le echaron una buena bronca: "Una cosa es aparar en un taller. Pero para mi padre la fábrica era lo más tirao que había, era signo de no tener estudios ni educación". Ella se mantuvo en sus trece y, a partir del día siguiente, empezó a trabajar en la envasa, lo que sería su profesión durante los siguientes 30 años de su vida.

Con 20 años tenía tres trabajos: primero, su puesto en la fábrica de lunes a viernes. Los sábados por la mañana era dependienta en una tienda de ropa. Los sábados por la tarde y los domingos se encargaba del guardarropa de una discoteca. No era porque en la fábrica le pagasen mal. En esos años, en el calzado se podía ganar el equivalente a 2.000 euros al mes. Sin embargo, hasta que se casó con 24 años y se fue de la casa familiar, tuvo que dar su jornal íntegro a sus padres. Como ella quería tener dinero para sus gastos, trabajaba también los fines de semana.

Y se siente una de las afortunadas: tenía buenas condiciones. "Me hicieron fija nada más entrar y pagaban todo lo estipulado: vacaciones, horas extra, nocturnidad... si se retrasaban también lo pagaban, no engañaban a nadie. Y hemos ganado dinero, es verdad que hacíamos muchas horas, pero...".

Conchi tenía un contrato de 40 horas semanales, pese a que su horario fuera de lunes a viernes, de 7.00 a 13.00 h y de 15.00 a 21.00 h. 12 horas al día, 60 horas a la semana. Por supuesto, no cotizaba ese tercio extra de lo que trabajaba, pero eso era lo habitual en el calzado. A cambio de una explotación laboral normalizada por la industria y los que trabajaban en ella, recibía el sueldo en sobrecitos marrones al final de cada semana y rellenaba poco a poco una vida laboral que más de uno en Elche desearía tener.

Entre esas paredes llenas de máquinas y sacando pares a destajo, Conchi conoció al que sería su marido, con el que compartiría el resto de su camino vital y laboral: se pluriemplearían en las mismas discotecas; ella aún en el guardarropa y él sirviendo copas. Ambos trabajarían juntos en esa fábrica 12 horas diarias durante esos 30 "años dorados" de la industria.

Cuando nacieron sus hijas tuvieron que hacer malabares para cuidar de ellas sin dejar el trabajo. Abuelas, guarderías, cuidadoras... En los 2000, cuando su hija pequeña empezó a ir al colegio, Conchi y otro grupo de madres y padres trabajadores del calzado pidieron al colegio que abriera una guardería para ellos. Su trabajo comenzaba a las 7:00 y el colegio abría a las 9:00. Gracias a la unión de ese grupo de padres cuya situación compartían, se abrió una guardería en el local de enfrente del colegio, específico para alumnos del centro.

En 2008, con la crisis económica, la precariedad aumentó: las fábricas cerraban, los puestos disponibles se reducían, las ilegalidades, la economía sumergida y el maltrato laboral aumentaban. La fábrica quebró y se declaró en bancarrota: "Nos pagó el despido la caja de compensación. Yo tenía 30 años cotizados, pero el máximo de pago eran 15, así que cobré lo mismo que el que tenía la mitad de años trabajados que yo. Si a mí me hubiesen dado una indemnización normal habría bailado la jota, porque me correspondía dos o tres veces más que lo que recibí".

Con ese panorama, Conchi se encontró en el desempleo por primera vez en su vida. Tenía 48 años, problemas de lumbago, una operación de artrosis en la mano derecha y ambos hombros calcificados. Su marido y ella buscaron trabajo sin parar, dándose de bruces contra una realidad espantosa para la gente de su edad: su cuerpo no se aceptaba como válido para trabajar y la gente más joven no había conocido la vieja gloria de la industria. La pareja se apuntó a cursos del paro para aprovechar el tiempo. Allí les hablaron de un centro de hostelería de Alicante que abrían las puertas a personas que, como ellos, se estaban 'reciclando laboralmente'. Así que, con 48 años, decidieron estudiar para probar suerte en la hostelería. Su marido hizo un curso de ayudante de camarero y Conchi de camarera de hoteles. A los tres meses, ambos finalizaron los cursos con trabajo: Conchi limpiaría las habitaciones de un conocido hotel en Alicante, mientras que su marido trabajaría en un restaurante de postín en la misma ciudad.

Por desgracia, tuvo que dejar el hotel al mes y medio debido a las exigencias del trabajo. Se tenía que levantar para coger el tren que la llevaba a Alicante para estar puntual en su puesto y limpiar en tiempo récord (y cronometrado) cada habitación: "Tenía que limpiar 25 habitaciones y tenía 20 minutos por habitación. De la prisa me iba golpeando por todos los rincones, no me daba cuenta y luego llevaba los brazos y las piernas moradas. El estrés que llevaba no me dejaba comer. Perdí cuatro kilos en 15 días".

Intentó volver al calzado. Estuvo tres años de fábrica en fábrica, viviendo en sus carnes la industria del calzado post-crisis: sin contrato, sin derechos, paga paupérrima y aguantando con el conocimiento de que, como ella, otras cientos de mujeres hacían cola por la mera oportunidad de volver a trabajar. Conchi vivía con ansiedad, no quería estar en una fábrica sin contrato y que una inspección le quitara lo poco que tenía, que era esa vida laboral registrada sin el tercio de horas reflejadas, los granitos acumulados en esos años dorados.

Después de tres fábricas, aceptó que el calzado ya no era una opción para ella. Intentó prejubilarse. En la oficina le dijeron que aguantara un poco más. Si se prejubilaba, con lo que tenía cotizado, apenas llegaría a los 700 euros de pensión para el resto de su vida.

Conchi cumple 62 años en uno de tantos miércoles santos. En la actualidad se dedica a limpiar casas. No se queja: tiene tanto trabajo que rechaza ofertas porque no le da la vida para barrer tantos salones ajenos. Todavía le quedan cuatro años de seguir limpiando para poder optar a una jubilación digna.