Fragmento de la ilustración de Nuria Frago para Público.

Opinión

La ciudad de los peces

Lara MorenoEscritora. Su última novela es 'Piel de lobo' (Ed. Lumen)

1 de octubre de 2019

Una vez, hace mucho, escribí que las playas y los hospitales eran los únicos sitios donde todos éramos iguales, pero en aquellos momentos yo padecía una insoportable ingenuidad. No hay ley, humana o terrenal, que nos ampare con equilibrio. En ocasiones, el azar se desliga de las normas. Pero nunca da lo que parece; ni siquiera el azar, con su vórtice de lujuria, consigue la armonía.

En las playas del sur, cielo despejado, el sol lo ampara todo si es de día. Ya no pienso aquello de que seamos iguales frente al mar, porque nunca estamos del todo desnudos, porque tenemos la costa salvajemente dividida, porque hay niños que nunca han metido sus pies en el agua, porque en la orilla del océano no estamos precisamente a salvo. Soy animal urbano desde hace varias décadas y aunque durante unos años viví al pie de una montaña y disfruté de esa otra radicalidad de la luz, es en la ciudad donde he construido mi guarida. En una ciudad grande, céntrica, capitalina, y monstruosa y amable a partes iguales. Desde hace quince años la transito, la veo mutar, cada vez la conozco más, cada vez me interesan más sus largos faldones rizados que se alargan hasta el infinito. Y, sin embargo, soy una niña de mar. Nunca dejaré de serlo. Por eso he elegido esta utopía para construir mi ciudad del futuro.

Quiero una ciudad donde el mar cada noche no se lo haya llevado todo. Una ciudad donde cada mañana, al levantarnos, tengamos el suelo limpio, como un mercurio la arena fina y plana, pero también relucientes los restos, palpitantes. Quiero una ciudad donde el mar, con su fuerza de mar, al recogerse, nos enseñe los muertos claramente; mojados, que no lavados, ahí puestos para nuestros ojos: los muertos de hambre, las asesinadas por violencia machista, los cadáveres extranjeros que han cruzado la Tierra para habitar nuestra patria, los esqueletos que han muerto en las salas de espera, las viejas muertas y abandonadas en sus casas y los viejos que ya no tienen casa y han muerto, las niñas y los niños que han muerto sin tiempo porque las ambulancias no llegaron a tiempo, los que murieron de pena y de soledad y de estrés, las que murieron construyendo el suelo que otros pisarían, las fallecidas porque nada sabían, los que murieron en el intento, los huesos enterrados y escondidos desde hace décadas. Quiero una ciudad que enseñe sus muertos. Para que los podamos contar, no en número sino en palabra, para que los podamos acariciar, para que no los olvidemos. Para que los podamos entender. Quiero una ciudad donde el mar, al retirarse, deje a la vista la muerte. Limpia, que no lavada. Reluciente al sol, y que así cada uno recoja lo que es suyo, y que así se distinga el olor de lo que es nuestro.

Quiero una ciudad que viva como si fuera el mar, y que se lo tome en serio, y que lo trate como se merece: el mar nos devolverá lo mismo que le demos. Quiero una ciudad que pueda cubrirse entera con la marea, hasta el último rascacielos, sin escrúpulo, sin mentira, sin atrocidad. Una ciudad que no pueda ser dañada por el mar, más que en su último destino de movimiento tectónico. Una ciudad donde Fraga venga a bañarse y se quede días en remojo, sin calzones, sin parasol, sin esnórquel. Una ciudad donde nadie encuentre restos de crudo, donde nadie tenga que vestirse de astronauta para salvar el mundo, una ciudad sin Deepwater Horizon, sin Prestige, sin Hebei Spirit. Quiero una ciudad en la que los trabajadores no estén ahogados por anillas de plástico. Una en la que sus habitantes no guarden tapones de botellas de coca cola en sus estómagos. Quiero una ciudad que controle sus vertidos. Que no nos envenene. Quiero que podamos abrir los ojos bajo el agua sin quedarnos ciegos.

Quiero una ciudad que respete la Ley de Costas, sin trampa ni cartón. Una ciudad que cuide el camino entre los pinos, que recuerde la importancia del movimiento de las dunas, una ciudad donde la torre de vigilancia se alce como un símbolo en el que confiar, clavados sus pilares en la arena tibia, y de verdad nos mire a todos. Nos mire caminar por la orilla, hundir los pies para buscar conchas abisales, pasear bajo el sol o bajo las nubes, a paso cadencioso a veces, imprevisible otras, nos mire correr si nos queda energía, detrás del bullicio de la espuma, buscando la sal de la vida, al final de la jornada o quizá al principio. Quiero una ciudad que lata al ritmo trepidante y justo de las mareas. Que el mar bata contra ella y la acaricie y traiga a veces la calma y a veces la furia: porque de esa agua y de esos tiempos estamos hechos. Quiero una ciudad que recuerde de qué está construida.

Quiero que podamos sentarnos cuando caiga la tarde a ver cómo marchan los barcos a la mar. Sobre todo quiero ver esas pequeñas barcas, con sus franjas pintadas de colores, con sus nombres dibujados a mano en la proa, partiendo, con el sosiego y la valentía de quien se adentra en lo oscuro y vuelve, tras unas horas, cargado de peces. Quiero que no se acaben los peces. Quiero que seamos barca y seamos red y seamos peces, las mujeres y los hombres, los de aquí y los de allá, los que estamos y los que van a venir, desnudos a la hora de la noche, a punto la luna de escoltarnos, navegando nuestro océano, que no nos pertenece pero nos habita.

Esa ciudad quiero. Una frente a la que podamos llorar sin vergüenza. Como si fuera un mar.