Opinión

Cuando matar al mensajero sale gratis

Virginia P. AlonsoDirectora de 'Público'

31 de diciembre de 2021

Se pregunta lo siguiente Santiago Alba Rico en la tribuna que cierra este monográfico sobre denunciantes de corrupción: "¿Por qué nos han sacudido tan poco las revelaciones de WikiLeaks o de Snowden? ¿Por qué nos ha importado tan poco —o incluso hemos aceptado con satisfacción— la persecución que han sufrido Julian Assange, Chelsea Manning o el propio Edward Snowden?". Como buen filósofo, Alba Rico da respuesta a dichas cuestiones y a su artículo les remito. Pero la mera formulación de tales preguntas genera (o debiera generar) desasosiego entre aquellos que nos dedicamos a este oficio de informar.

Para entender la gravedad del asunto no hace falta viajar hasta la cárcel británica en la que Assange sigue preso, ni al rincón de Rusia en el que se esconde Snowden, ni siquiera a Estados Unidos, cuya agencia de seguridad nacional espió impunemente a millones de ciudadanos como usted y donde Manning se intentó suicidar dos veces tras ser condenada a 35 años de prisión (la mayor pena impuesta en el país hasta la fecha por un caso de filtración, luego conmutada por Barak Obama).

Aquí, a la vuelta de la esquina, tenemos denunciantes de corrupción que han visto sus vidas irse al garete por atreverse a levantar la voz contra los tejemanejes que observaban en su partido, sindicato o empresa. Personas normales y corrientes que por dar un paso al frente en aras del bien común y el interés general pierden sus trabajos, su salud o se enfrentan a penas de cárcel.

Los corruptos tienen capacidad económica suficiente para poner en marcha una endiablada maquinaria de presiones personales, mediáticas y judiciales que puede llevarse por delante a cualquiera. Y lo peor es que el común de los mortales ni siquiera alcanzará a ser consciente de que dicha maquinaria ha sido activada y acabará cayendo, bien en el desconcierto, bien en la indiferencia, y finalmente en la ignorancia.

Recuerden si no lo sucedido con Assange: ríos de tinta con acusaciones de delitos sexuales (que fueron archivadas) o detalles irrelevantes sobre su personalidad que llevaron a la ciudadanía a no saber si el fundador de WikiLeaks era un peligroso delincuente o alguien inocente que destapó lo que ciertos poderosos se afanaban en ocultar y a quien le hicieron pagar por ello un elevado precio.

Es la perversión máxima del sistema: devolver la corrupción al punto de partida, a la oscuridad, apartarla de la mirada ciudadana, del escrutinio social. Porque las tinieblas son el único camino seguro hacia la impunidad.

Pongamos algunos datos sobre la mesa:

  • La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) cuantifica en unos 90.000 millones de euros el coste anual de la corrupción en España (entre 'sobres', evasión de impuestos y reducción de la inversión extranjera directa derivada de la corrupción).
  • El 64% de los ciudadanos encuestados en España para el Barómetro Global de la Corrupción de la Unión Europea de 2021 considera que el Gobierno está influenciado por los intereses privados y el 40% admite haber utilizado las relaciones personales para acceder a servicios públicos.
  • En 2019, el 88% de las empresas españolas pensaba que el problema de la corrupción está "totalmente extendido" en España, un porcentaje quince puntos superior al registrado a nivel europeo (63%), según el Eurobarómetro de la Comisión Europea.
  • El 43% de las empresas en España achacan a la corrupción no haber ganado un concurso público o un proceso de adjudicación de contratos en los últimos tres años.

A la luz de estas cifras se entiende todavía menos (o quizás más) que el envilecimiento del sistema que articula nuestra convivencia cuente con la participación cómplice del Estado. Porque el Estado se convierte en colaborador necesario desde el momento en el que no prioriza la protección de quienes denuncian actuaciones tan antisistema como lo son las corruptas. La Directiva europea de protección de denunciantes se aprobó en 2019 y daba dos años de plazo para que los Estados miembros la traspusieran. Dicho plazo acaba el 17 de diciembre de 2021. Tic, tac.

Nunca los Estados de ese bastión de la integridad que es considerada la Unión Europea tuvieron tan fácil sentar las bases del juego limpio y corregir algunas de las irregularidades que socavan los cimientos de cualquier democracia. Nunca fue tan sencillo tejer una red segura para quienes creen que pueden vivir en una sociedad mejor y actúan en consecuencia. ¿Qué democracia puede seguir permitiéndose proteger al corrupto y perseguir al decente?