Opinión

El derecho a no saber

Santiago Alba RicoEscritor, ensayista y filósofo

31 de diciembre de 2021

.- Santiago Bará

Como es sabido, a Casandra, la hija de Príamo, le escupió el dios Apolo en la boca, de manera que sus poderes adivinatorios chocaban siempre con la incredulidad de la gente. Comunicaba malas noticias que sus oyentes preferían ignorar; así, por ejemplo, ninguno de sus conciudadanos quiso escucharla cuando anunció que los troyanos estaban perdiendo la guerra. ¿Era la maldición de Casandra o la maldición de la gente? Casandra no fue feliz, es verdad, pero los verdaderos perjudicados fueron los habitantes de Troya y la propia ciudad, tomada y destruida por los aqueos.

Casandra era, por así decirlo, una 'alertadora': poseía informes secretos y fue castigada por hacerlos públicos. Era lo contrario de una 'delatora'. El 'delator' es una figura infame que, con afán de lucro o de venganza, denuncia en privado a un tercero al que hasta entonces estaba unido por el afecto o por el juramento. Esta figura, con  el  nombre  de  'sicofante', puso en peligro la democracia ateniense en el siglo V; y su multiplicación es de hecho una de las características de lo que llamamos un 'Estado policial', en el que la frontera entre culpabilidad e inocencia se decide en la sombra. El 'delator' privatiza la verdad, que de esta manera se vuelve inasible e incontrastable; el 'alertador' publicita el secreto, que por eso mismo adquiere el rango de verdad. El delator es creído sin pruebas; el alertador, en cambio, no es creído y no lo es precisamente porque lo que presenta en público son las pruebas. Probablemente ha ocurrido siempre, pero tengo la impresión de que la degradación del espacio público y la extensión del miedo como fundamento reprimido de nuestra vida cotidiana nos deja en una posición equidistante entre el delator y el alertador en la que, en cualquier caso, contra la pared, nos inclinamos a tolerar antes al delator, por el que nos sentimos protegidos, que al alertador, que nos deja a la intemperie.

En 1971 la filósofa Hannah Arendt escribió una larga reflexión sobre los famosos papeles del Pentágono que el analista militar Daniel Ellsberg, perseguido luego por espionaje y conspiración, había filtrado ese año a The New York Times. En ella apunta dos ideas interesantes relacionadas con la credulidad de los ciudadanos respecto de la guerra del Vietnam. Los estadounidenses, dice, preferían creer los falsos informes oficiales por razones de 'supervivencia': "No importa lo que sea verdadero o falso si la vida de cada uno depende de que actúe como si lo creyera verdadero". La otra atañe al carácter público de esos informes: "En la pugna entre las declaraciones públicas, siempre superoptimistas, y los informes ciertos de los servicios de información, fríos y ominosos, las declaraciones públicas estaban abocadas a ganar simplemente porque eran públicas". Yo añadiría que también porque eran 'superoptimistas'. La primera reflexión indica que en general creemos lo que necesitamos creer para no tener que tomar ninguna decisión moral fuerte, para seguir viviendo como vivimos, para gozar un día más de las ventajas de los vencedores. La segunda nos recuerda la importancia de la 'esfera pública', ese lugar trabajosamente construido entre los siglos XVIII y XIX que configuraba, de un lado, un espacio en sí mismo creíble y, al otro lado, un receptor interesado en la verdad. Podemos decir que esa esfera pública, parasitada desde el principio por el Estado, siempre ha sido precaria y que hoy ha encogido más que nunca, en la medida en que el marco de credibilidad ha sido devorado por la economía y nuestras vidas privadas dependen, o así lo sentimos, mucho menos de la verdad que de la seguridad.

¿Por qué nos han sacudido tan poco las revelaciones de WikiLeaks o de Snowden? ¿Por qué nos ha importado tan poco —o incluso hemos aceptado con satisfacción— la persecución que han sufrido Julian Assange, Chelsea Manning o el propio Edward Snowden? Porque nos hemos convertido en potenciales 'delatores'; es decir, en cuidadores hipocondríacos de nuestras vidas privadas, clausuradas en el consumo, ensimismadas en el delgadísimo presente de las nuevas tecnologías, amenazadas desde el exterior por los virus, el paro, la violencia y la verdad. Estamos deseando creernos, sí, cualquier informe oficial 'superoptimista'. Que tengamos derecho a la información no quiere decir que estemos obligados a estar informados. Se nos puede obligar a ir al colegio y aprender la tabla periódica, los ríos de España y la fecha de la revolución francesa; pero nadie puede obligarnos a conocer los casos de corrupción del PP, el número de armas vendidas a Arabia Saudí o la complicidad de nuestros Gobiernos occidentales con empresas que destruyen el medio ambiente y fomentan las desigualdades. Nadie puedo obligarme a salir al mundo con los ojos abiertos. La degradación del espacio público y la privatización del saber en el recinto doméstico tiene como efecto colateral temible —digámoslo de paso— el hecho de que los únicos que hoy buscan la verdad lo hagan de manera descarriada, en las costuras de la red, arrastrados por la conspiranoia nihilista y el negacionismo radical.

En todo caso, insisto: el derecho a la información es inseparable del derecho a la ignorancia. En las condiciones arriba citadas, el 'alertador' es un entrometido. Se mete en mi casa; se mete en mi cabeza. Quiere contarnos la verdad, que de pronto se ha vuelto incompatible, como decía Arendt, con la 'supervivencia' cotidiana. El que saca a la luz lo que el Estado oculta no nos está protegiendo; nos está dejando, al contrario, completamente desprotegidos. La realidad que nos revela está fuera de nuestro alcance; determina nuestras existencias desde un lugar en el que no podemos intervenir; es un conocimiento que, despojados como estamos de medios colectivos de intervención, sólo nos genera angustia. Frente a esa angustia, la sociedad defiende su derecho a no saber, lo que implica también el alivio de que se reduzca al silencio al mensajero. Que el Estado —cuyos informes superoptimistas estamos dispuestos a creer— persiga a la incómoda Casandra, portadora de malas noticias, es una buena noticia: la única buena noticia a la que podemos aspirar.

No quiero sobrevalorar el papel de Ellsberg  y  The  New  York  Times  en 1971, pero tengo la impresión de que en los últimos cincuenta años se ha producido una transformación demoledora. Durante dos siglos, mientras existía una esfera pública articulada y una resistencia colectiva poderosa, se asumía que el conocimiento mismo era un factor de cambio. De saber o no saber dependía el curso de los acontecimientos, y ello hasta el punto de que un teórico podía movilizar a un pueblo y un periodista derrocar un Gobierno. Hoy sabemos, en cambio, que nada que sepamos puede detener la destrucción. La prueba es la última cumbre climática de Glasgow. El capitalismo, por así decirlo, ha superado también el 'autoconocimiento'; no necesita ocultar nada; puede declarar de forma transparente sus entrañas. Si eso es así, los alertadores han perdido la partida frente a los delatores; y la democracia frente a la tiranía. Esta es la peor noticia; y la que, por dignidad y supervivencia, deberíamos negarnos a aceptar.