Opinión

La protección de los denunciantes de la corrupción, ¿para cuándo?

Elisa de la Nuez Sánchez-CascadoAbogada del Estado en excedencia. Secretaria General de la Fundación Hay Derecho

31 de diciembre de 2021

En España, para variar, tenemos pendiente la trasposición de la Directiva (UE) 2019/1937, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019 (en adelante, la Directiva). Esta es relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del derecho de la Unión Europea al ordenamiento jurídico español, que fue publicada el 26 de noviembre de 2019 en el diario oficial de la Unión Europea y entró en vigor el 17 de diciembre. No obstante, se dio de plazo dos años a los 27 países de la Unión Europea para trasponerla a su ordenamiento jurídico interno. Es decir, tenemos hasta el 17 de diciembre de 2021. Y hay pocos visos de cumplirlo, pese a tratarse de una cuestión clave en la lucha contra la corrupción y el clientelismo.

Efectivamente, la trasposición de esta Directiva al ordenamiento jurídico interno plantea un enorme reto, pero también ofrece una gran oportunidad para proteger adecuadamente a los denunciantes o alertadores (los denominados whistleblowers) y demostrar, de paso, que hay voluntad política para combatir la corrupción en España. Es desolador comprobar cómo, pese a las muchas declaraciones bienintencionadas, en la realidad se dan pocos pasos prácticos y concretos en esa dirección. No sólo se ha dejado de hablar de las medidas preventivas contra la corrupción, como la necesidad de despolitizar y profesionalizar los órganos de control interno y externo o de desarrollar la dirección pública profesional; es que tampoco se habla de las medidas represivas, es decir, de las que se aplican una vez que se ha producido la infracción o el delito. No obstante, la percepción de los españoles sobre la corrupción que existe en nuestro país es altísima (muy por encima de la media europea) como resulta del Barómetro Global de la Corrupción de la Unión Europea de 2021. Por ejemplo, el 64% de los ciudadanos encuestados en España considera que el Gobierno está influenciado por los intereses privados. En el ámbito europeo, nada menos que un tercio de los entrevistados cree que la corrupción está empeorando en su país, y prácticamente la mitad considera que los Gobiernos no luchan adecuadamente contra la corrupción. Obviamente, no se trata de una situación que fomente la confianza en las instituciones.

En este contexto, la necesidad de trasponer la Directiva permite retomar estas preocupaciones con la finalidad de dar pasos esenciales para luchar contra la corrupción y el clientelismo, esta vez de la mano de las instituciones europeas. Así, la Directiva establece un 'suelo' mínimo de protección de los denunciantes que los Estados miembros deben respetar: pero nada les impide ir mucho más allá y ser más ambiciosos, introduciendo normas más favorables que las previstas en la Directiva para mejorar la situación del denunciante en el ámbito nacional. Lo esencial es garantizar la indemnidad del denunciante, de manera que su situación no empeore tras realizar la denuncia. Lo que en ningún caso puede hacerse es reducir el nivel de protección ya existente, que en España es bastante escaso con algunas excepciones autonómicas, muy señaladamente la Agencia Antifrau de Valencia, un caso de éxito que se está intentando replicar en otras Comunidades Autónomas como la balear, la castellanoleonesa o la andaluza. En el extremo opuesto, la Agencia Antifraude catalana es un fracaso por motivos que exceden del espacio de estas reflexiones.

Porque lo cierto es que, a día de hoy, los denunciantes o alertadores siguen padeciendo en España un auténtico calvario tanto profesional como personal, normalmente instigado por máximos responsables profesionales o/y políticos de las instituciones (tanto públicas como privadas) implicadas en la denuncia, como ponen de relieve historias tan tremendas como la de Ana Garrido Ramos, denunciante de la trama Gürtel. Pero hay muchas más, menos conocidas. Lo cierto es que en muchas ocasiones la persecución se insta desde las máximas instancias, cuando los altos cargos de un partido (o los máximos responsables de una empresa) ven amenazadas sus carreras políticas o empresariales, o incluso temen consecuencias penales. No olvidemos que lo habitual es que los denunciantes sean empleados de las entidades en las que se producen las actividades que provocan la denuncia, por lo que, sin una protección adecuada, están expuestos a todo tipo de represalias por parte de sus superiores, especialmente si, como puede suceder, están implicados en esas actividades. La persecución, además, no suele limitarse sólo al ámbito profesional, también se extiende al personal y familiar, e incluso al social, especialmente en sitios pequeños.

Esto es muy preocupante porque con la persecución del denunciante se emite una señal muy potente al resto de los empleados para que colaboren, se callen o miren para otro lado cuando se comete una tropelía, generando una espiral de silencio y miedo que permite que los corruptos campen a sus anchas. En definitiva, los denunciantes tienen que comportarse como héroes para defender los intereses generales, por eso no es probable que muchos se sientan tentados a seguir su ejemplo. Como ellos mismos dicen, tienen que enfrentarse a pecho descubierto con un sistema que demasiado a menudo protege a los corruptos y persigue a honestos. En ese sentido, los testimonios de denunciantes de corrupción que hemos recogido en la Fundación Hay Derecho no pueden ser más claros. Es el mundo al revés.

Efectivamente, los denunciantes suelen estar muy solos, de manera que incluso cuando sus organizaciones no están dirigidas por los denunciados no existe un posicionamiento claro a su favor, ni de la institución ni de sus compañeros, por aquello de que los trapos sucios se lavan en casa. Es indudable que esta situación debilita tremendamente la posición del denunciante, mina la credibilidad de la denuncia, las investigaciones subsiguientes, compromete la propia situación personal y profesional del denunciante y tiene un coste reputacional. Dicho de otra forma, resulta que cuando el empleado se atreve a denunciar, la institución afectada no suele apoyarle, privándole de un apoyo que resultaría esencial. La soledad y el aislamiento en la que se encuentran cuando defienden los intereses de todos es muy reveladora: esto supone que las denuncias se hacen a título personal y con medios propios, empezando por los económicos, que pueden llegar a alcanzar un importe muy elevado. El coste psicológico que tiene esta situación es también fácil de comprender.

De ahí que la trasposición de la Directiva exija la creación de una Autoridad neutral, profesional e independiente que garantice que las medidas a adoptar para proteger a los denunciantes sean realmente aplicables. En España tenemos demasiada tendencia a 'legislar para la foto', es decir, a dotarnos de normas que después pueden ser incumplidas sin que pase nada, especialmente por los que tienen el poder para hacerlo, que no son los ciudadanos de a pie. Ninguna medida de protección será efectiva si no se garantiza su aplicación, y esto tendrá que dejarse en manos de un organismo especializado creado con esta finalidad, como también apunta la Directiva y que, excusa decirlo, no puede estar politizado.

En definitiva, no podemos seguir así si realmente nos tomamos en serio la lucha contra la corrupción. No es comprensible que el Gobierno y el Parlamento estén arrastrando los pies en un tema tan crucial para los intereses generales. Sin embargo, se acerca la fecha límite y, una vez más, no parece que estemos ante una prioridad política, y no será por falta de escándalos de corrupción en la esfera pública y la privada. Que dejemos inermes a las personas que con honestidad y valor están luchando por defender lo que es de todos no habla demasiado bien de nosotros como sociedad.