Trini y Meri, mis anclajes a la memoria histórica

"Queda mucho por hacer, pero es necesario reconstruir una memoria colectiva libre de androcentrismo"

Me han preguntado varias veces cuándo me hice feminista. A veces pienso que debió de ser más o menos a los 13 años, cuando le pedí a mi padre que me llevara al cine a ver Libertarias, de Vicente Aranda. No me acabó de gustar la representación victimista del personaje de María (Ariadna Gil), ni la hipersexualización chabacana de Charo (Loles León), pero aquella película fue el germen de mucho de lo que vino después en cuanto a mi compromiso sociopolítico. Mientras cursaba Bachillerato, dediqué mi treball de recerca al papel de las mujeres en la Guerra Civil, un asunto que todavía me persigue.

Durante la realización de aquel trabajo tuve el enorme privilegio de conocer a Trinidad Gallego y Emèrita Arbonès, Meri. Las recuerdo nítidamente a ambas en sus domicilios de Nou Barris y Gràcia, respectivamente, brindándome unos testimonios únicos que registré en microcasete. Aún conservo aquellas cintas grabadas entre el 29 de diciembre de 2001 y el 3 de enero de 2002. El valor emocional que tienen para mí es incalculable.

Hace poco las digitalicé –esas cosas que nos toca hacer a las millennials que hemos crecido a caballo entre el mundo analógico y el digital–, y casi 20 años después he empezado a trabajar de nuevo su contenido desde una mirada distinta a la de aquella adolescente de 17 años que poco o nada sabía de las guerras, de las consecuencias que tenían específicamente para las mujeres y de la necesidad de recuperar la memoria desde una perspectiva feminista que nos ayude a superar el trauma transgeneracional y construir lo que Rita L. Segato llama "contrapedagogías de la crueldad": desmantelar la repetición y normalización de la violencia, la "desensibilización ante el sufrimiento de los otros".

A principios de año, en un intercambio de correos con Lola Martín-Consuegra Martín-Fontecha, del Centro para la Investigación y la Memoria Mujeres, Memoria y Justicia, conversamos sobre su proyecto y la necesidad de ponerle voz y rostro a la feminización de la represión franquista e investigar y difundir los crímenes de género de la guerra y la dictadura. Me contaba que el proyecto pretende establecer nuevas líneas de investigación y espacios de debate y divulgación que recojan la memoria de aquellas mujeres –y de sus descendientes– que fueron rapadas, violadas, sometidas y asesinadas durante la dictadura. La idea es abrir espacios de reparación y atención psicológica a las víctimas; colaborar con organismos nacionales e internacionales interesados en poner en marcha procesos de justicia transicional en clave feminista; llevar a cabo campañas de divulgación para visibilizar a las víctimas y supervivientes a través de sus testimonios –si esto aún es posible–; y elaborar un mapa de las rapadas como símbolo de la feminización de la represión franquista, así como exigir la inclusión de las mujeres si llega a crearse una Comisión de la Verdad –tal como se anunció ante el Congreso de los Diputados en julio de 2018–, en el marco de una eventual revisión de la Ley de Memoria Histórica.

Sería también importante indagar sobre el feminicidio y la violencia sexual como crímenes internacionales, tal como plantean autoras como Patsilí Toledo o la propia Segato, aglutinando tipologías que podrían debatirse, como el feminicidio como genocidio, el feminicidio y la violencia sexual como crimen de lesa humanidad o como crimen de guerra durante la contienda, señalando a su vez qué heridas hemos heredado las mujeres de las generaciones posteriores y cómo se ha plasmado esa herida, por ejemplo, en los productos culturales o en los libros de texto. Esto resulta vital para poner en marcha un proceso de verdad, justicia y reparación que reconozca y recupere las genealogías de aquellas que, aun desposeídas de los derechos más básicos, se erigieron como agentes de cambio y sujetas políticas y reivindicaron su capacidad de agencia, colaborando en la construcción de los mimbres de una posible democracia.

Queda mucho por hacer, pero es necesario reconstruir una memoria colectiva libre de androcentrismo. Se lo debemos a Meri, que, saliendo del cine con su marido de ver Tchapaief, el guerrillero rojo, de Georgi Vasilyev, pensaba que lo que se avecinaba era la revolución y que, sin embargo, vivió el trabajo en las fábricas de la retaguardia y las carreras hasta el refugio antiaéreo y el exilio. Y también a Trini, que nunca quiso casarse; que vivió el fusilamiento de las trece rosas desde la prisión de mujeres de Ventas; que ejerció su profesión de matrona entre las presas de Amorebieta en las condiciones más precarias; que asumió el baile tal como vino tras librarse de la pena de muerte y que me enseñó que "todas las guerras son injustas" y que, en las circunstancias que sean, las mujeres tienen que moverse y organizarse.