Deux ex machina. Viaje al Barcelona Supercomputing Center (BSC-CNS), hogar de uno de los ordenadores más potentes del mundo
Lo único que sé de este edificio es que alberga uno de los superordenadores más potentes del mundo. La sede del Barcelona Supercomputing Center-Centro Nacional de Supercomputación (BSC-CNS) es un rectángulo de blanco y vidrio que espejea al sol y devuelve a la calle el reflejo de todo lo que le rodea. Brillar es una forma de ser impenetrable. Dentro suceden cosas que la inmensa mayoría de la población no comprende, empezando por mí: supercomputación, inteligencia artificial, gemelos virtuales de órganos humanos y del planeta Tierra. Aquí, por ejemplo, guardan un corazón sin temperatura y sin peso, porque su reino no es de este mundo —aunque sí puede ayudar a salvar corazones reales que pesan demasiado: que duelen y fatigan—.
El cogote del edificio expele un humo blanco. Ya en el vestíbulo, José Luis Cánovas, coordinador de comunicación y mi guía en esta visita, explica que procede del sistema de refrigeración: los superordenadores generan mucho calor; hay que mantenerlos fríos. Es la primera señal de algo que solemos olvidar, y en lugares como este se entiende a la perfección: lo cibernético, ese hábitat que surcamos haciendo scroll, es el resultado de una maquinaria funcionando, devorando energía y recursos.
Aquí, por ejemplo, guardan un corazón sin temperatura y sin peso, porque su reino no es de este mundo —aunque sí puede ayudar a salvar corazones reales que pesan demasiado: que duelen y fatigan—.
Los pasillos huelen a coche de concesionario. Todo es pulcro, minimalista. Pero, de pronto, tras unos ventanales, aparece una iglesia vieja. “Ahí está el MareNostrum 4”, señala Cánovas. “¿Dentro de la iglesia?”, flipo un poco.
De nuestro edificio sale un túnel blanco que recuerda a las pasarelas de embarque de los aviones y se inyecta en un lateral de la capilla para conectar los dos mundos. Vamos hacia allí. Atravesamos el umbral y aparecemos en la parte alta del templo: luz tenue, vidrieras con imágenes de santos, canto gregoriano en los altavoces. Bajo los pies —porque prácticamente caminamos sobre un techo de cristal— respira el superordenador MareNostrum 4: torres y torres de procesadores funcionando. Impacta. Cuesta definir si la mezcla resulta más irónica o mística; si estamos viendo cómo la tecnología celebra su triunfo sobre la religión o si, por el contrario, asistimos a una usurpación: la tecnología erigiéndose como nuevo Dios. Sea como sea, aquí saben impresionar a las visitas. El espacio aparece en la novela Origen, de Dan Brown y en la serie 30 Monedas, de Álex de la Iglesia. La capilla se construyó en torno a 1940. Forma parte del complejo de Torre Girona, levantado en el siglo XIX por una familia burguesa catalana. Allí se emplaza hoy la Universidad Politécnica de Catalunya.
Para ejecutar las operaciones que este gigante culmina en una hora, un ordenador portátil normal requeriría 46 años.
La máquina MareNostrum 4 sigue acarreando casi toda la carga computacional del centro. El MareNostrum 5, ubicado muy cerca, se encuentra todavía en fase de pruebas. El proyecto de superordenadores del BSC arrancó en 2004. Han transcurrido 20 años. Hoy, uno solo de los chips que contiene el MareNostrum 5 tiene más capacidad de cálculo que todo el MareNostrum 1, y el 5 cuenta con 4.480 de esos chips. Resuelve 314.000 billones de cálculos por segundo. Si, en ese mismo segundo, cada habitante del planeta hiciera una suma, la humanidad alcanzaría solo el 0,00025% de la potencia del MareNostrum 5. Llegados a este punto, las cifras marean, dejan de comprenderse; solo impactan. Tal vez sea mejor comparar máquinas con máquinas: para ejecutar las operaciones que este gigante culmina en una hora, un ordenador portátil normal requeriría 46 años. Tardarías menos en pagar la hipoteca completa de una casa en Barcelona.
Hay más: el ordenador emplea 160 kilómetros de cable; sus discos duros podrían almacenar 1.280 copias de todos los libros catalogados a lo largo de la historia; ha costado 150 millones de dólares y ha consumido 50 millones en mantenimiento. Y todo para un titán al que no tardaremos en mirar como a un anciano: se estima que su primacía durará apenas unos 10 años. En esa inflexión se encuentra ahora el MareNostrum 4, 23 veces menos potente que su sucesor. Cuando finalicen las pruebas y el traspaso de funciones, lo desmembrarán y se repartirá una parte entre los distintos nodos de la Red Española de Supercomputación. Como un ser humano, una vez muerto, sus órganos repararán la vida de otros cuerpos.
Este es solo el Demiurgo, la gran inteligencia creadora. Falta contemplar la obra. La máquina abastece con su materia gris a decenas de proyectos de todos los campos. Sin embargo, como cualquier dios del pasado, sus mayores proezas son el verbo, la carne y el paraíso. El lenguaje, la biotecnología y las ciencias de la tierra.
El verbo
Para la mayoría de la gente, el día en que irrumpió Chat GPT, hace apenas un par de años, la inteligencia artificial pasó de ser una ensoñación cinematográfica a una presencia consistente y convincente con la que se puede jugar, y a la que se puede desafiar. Pero, quizás, el impacto fue mayor para los expertos, que comprendían la magnitud del salto. Marta Villegas lidera la Unidad de Tecnologías del Lenguaje del BSC: “La arquitectura de red neuronal de los Transformers, —uno de los palabros que oculta las siglas GPT—, el uso masivo de tarjetas gráficas y de datos permitió el salto, pero ha tenido un lado negativo: las reglas de juego son tan bestias, necesitas tanta capacidad de cómputo, que pocos agentes pueden jugar a esto”. Explica que las universidades desempeñaban un papel principal en este campo y ahora han quedado rezagadas: “Solo las grandes corporaciones tecnológicas tienen acceso a tantos datos y tanto cómputo”. Por eso son tan relevantes el BSC y los MareNostrum, porque permiten sacar cabeza a una institución pública en algo que no es una solo disputa científica, sino —casi— la fundación de un mundo: no se sabe hasta qué punto estas tecnologías nos pondrán en jaque.
La IA y su procesamiento del lenguaje resultan demasiado complejos para los profanos. A falta de capacidad de entendimiento, nos toca conformarnos con captar algunos flecos. Por ejemplo, es ilustrativo mirarla fallar. ¿Qué es lo que más le cuesta a la IA? “No alucinar”, apunta Villegas. “En realidad, cuando le preguntas algo y te lanza un churro enorme de texto, lo que ha ido haciendo es sacar la primera palabra, calcular la segunda más probable y añadirla, entonces vuelve atrás y repite el proceso”. Palabra por palabra. Si le preguntas por El Quijote, te responderá, “pero no tiene ni idea de quién es el Quijote”. No hay conocimiento, sino probabilidad. Te dará las palabras que, según su entrenamiento, tiene sentido concatenar para satisfacer tu pregunta. Pero lo que lees en la pantalla está hueco. Por eso, si hubo fallos en el entrenamiento, la IA no se atasca, tira millas, la probabilidad da un volantazo y empieza a alucinar. Se equivoca e inventa sin romper su simulación de coherencia. Hace falta un poder enorme para conseguir eso. Y también para desarrollar destrezas como la identificación de emociones. El Reglamento en Inteligencia Artificial de la UE —que empieza ahora a caminar— ayuda a ponderar el potencial de la IA si uno se fija en dónde se coloca el botón de alarma. “La AI Act prohíbe leer las emociones, el rostro, la entonación. Se consideran acciones de alto riesgo, y sobre todo en apps destinadas a modificar el comportamiento de la ciudadanía”. Villegas, que conoce bien la fuerza nuclear con la que trabaja, insiste en la idea de responsabilidad: “Es un potencial brutal para lo bueno y para lo malo, hay que tener modelos abiertos, públicos, que cumplan los criterios de transparencia y la regulación”.
La carne
Alfonso Valencia dirige el departamento de Ciencias de la Vida en el BSC. A sus 65 años, ha enfocado toda su carrera a estudiar la biología computacional, y ha vivido cómo el cuerpo humano se ha ido haciendo más grande e inabarcable conforme más se lo miraba: “La parte europea de la base de datos de genomas ocupa unos 17 petabytes. Una barbaridad. Antes se conocían unas pocas proteínas, ahora son miles. Los métodos para analizar esa información se han vuelto cada vez más complicados. Hace falta IA, machine learning y mayor computación”, esboza. Al escuchar la cantidad de información que compone un cuerpo humano —o un solo órgano, o una célula—, recuerdo la máquina latiendo dentro de la iglesia; pienso en la cantidad de energía y esfuerzo que se requiere hoy para que nos expliquemos de qué y cómo estamos hechos; y pienso en cómo hace no tanto, una única palabra, Dios, explicaba todas las cosas.
El equipo de Alfonso Valencia dio a luz un corazón virtual, un gemelo. “Se reproducen los flujos, los tejidos blanditos que se mueven y las corrientes eléctricas. Se pueden probar distintos tipos de corazones para que se adapten a distintos tipos de personas, y para que los médicos especialistas puedan apoyarse en ellos para el tratamiento de arritmias y ver en qué zona es más adecuado actuar”, detalla. El corazón permite ensayar intervenciones antes de practicarlas en un cuerpo vivo. Este ejercicio exige, de nuevo, “muchos datos y computación para ajustar las simulaciones a lo que sucede en la realidad, comprobarlo y validarlo”.
Pueden crearse también gemelos de tumores, con determinadas mutaciones, para anticipar cómo responderían a diferentes tratamientos. Muchos fármacos que hoy se prueban con ratones en el futuro podrán ensayarse con gemelos virtuales. La máquina al final no ha liberado al hombre; pero tal vez tengan más suerte los ratones. “Es superinteresante construir gemelos porque pone a prueba el límite de cuánto conocemos”.
El paraíso
En realidad, estos gemelos digitales son mensajeros del futuro: permiten experimentar escenarios de forma fiable y descubrir qué ocurrirá si no hacemos lo correcto para que podamos rectificar a tiempo. Si queremos, claro. Esa es la lucha de otro gemelo que construye el BSC, el del planeta Tierra. Francisco Doblas capitanea el departamento de Ciencias de la Tierra: “Crear un gemelo supone desarrollar una infraestructura científico-técnica que, con el mejor conocimiento que tenemos ahora para estudiar el clima, haga estimaciones y proporcione datos a quienes toman las decisiones”. Y, sobre todo, que lo haga rápido: “Son experimentos que por las vías habituales tardarían años; ahora podremos hacerlos en pocos meses”. La potencia del MareNostrum 5 será crucial en esto. “Las implicaciones de los compromisos de reducción de emisiones en la ganadería o en la agricultura no son triviales, cualquier intervención tiene un componente socioeconómico muy importante”. Por eso, el viaje al futuro debe ser certero y convincente. Habrá variables, no obstante, que se mantendrán escurridizas, sea cual sea la capacidad de cálculo: “Nadie puede prever cómo evolucionará el sistema económico en cincuenta años. Puede haber pandemias, guerras, desarrollos tecnológicos imprevisibles”, asume Doblas. Por eso importa tanto este hermano cibernético, porque facilita testar todas las hipótesis imaginables. Él conoce por experiencia la relevancia de esta información: es uno de los expertos en cambio climático vinculados a la ONU que elaboran los informes sobre los que negocia la clase política.
Mientras caminamos por el edificio, de regreso a la calle, nos cruzamos con gente de la plantilla, muchos muy jóvenes, de diferentes nacionalidades: “Más de 50”, precisa José Luis Cánovas. Se aplican en sus mesas, concentrados como escribas, debaten, se reúnen. Francisco Doblas se quejaba hace un momento de la precariedad en la que viven los y las investigadoras en España: “Falta conciencia social sobre su importancia. No son personas en un laboratorio haciendo cosas extrañas, sino que resuelven problemas de la sociedad. Son gente insustituible y están a sueldos de 1.000 euros”. Después de observarlos; después de escuchar a Marta, Alfonso y Francisco —tipos tranquilos, fascinados por su trabajo, ubicándose debajo del conocimiento, al servicio de él—, uno se da cuenta de que lo que ocurre aquí tiene, a fin de cuentas, mucho de devoción, de entrega y de fe. ◼