Opinión

Entre códigos y plegarias: nuestro poder en la era de la IA

Erika IrustaPedagoga, escritora y activista. Desarrolla, en su cooperativa Kintsugi Lab, proyectos de alfabetización digital sobre IA generativa y diseño de plataformas para la soberanía digital.

28 de junio de 2024

Que los dioses han cambiado, lo sabemos. Traigo al imaginario la lucha entre los antiguos y los nuevos dioses que Neil Gaiman planteó en su novela American Gods, manufacturada más tarde en formato serie por Bryan Fuller y Michael Green. Ellos (y ellas) cambian, pero la manera en la que nos relacionamos los humildes mortales, no. Ante la seductora diosa Media o el impertinente Technical Boy nos postramos tan anhelantes como temerosos. Hemos aprendido que, para llegar a obtener sus favores o refrenar sus antojos, tenemos que aprender las liturgias que sus representantes aquí en la tierra tengan a bien enseñarnos. En la instrucción de las maneras en las que la relación divina-humana debe cursar para obtener el favor y la piedad de los primeros, a cambio del fervor y el temor de los segundos, reside el éxito (o fracaso) de las religiones. Esta domesticación, llamémosle evangelización, la llevan a cabo los intermediarios elegidos. Ellos, siempre tan próximos a la divinidad, son los que guardan los protocolos y el lenguaje que dan acceso (más o menos) directo a los dioses. Ya empieza a oler a incienso. Sí, los nuevos curas son los tecnólogos. Sí, los nuevos templos son las plataformas de extracción de datos. Sí, la nueva disciplina panóptica es el capitalismo de la vigilancia. 

En 1956, la diosa Media, a través de su evangelizador John McCarthy, bautizó con el nombre de “inteligencia artificial” a la “simulación computerizada” con el fin de presentarla como más seductora —y atemorizadora— para el humano medio. Desde entonces, las y los pobres mortales nos hemos acercado temblando a esta y a lo que esta tiene a bien ofrecernos, negarnos y robarnos. Ahora bien, tanto entonces como ahora, han existido y existen otras maneras de relacionarse con las deslumbrantes creaciones humanas; y si algo comparten deidades y simuladores es un mismo origen: nuestra mente. 

Pareciera que lo único que nos queda ante las IA generativas es la sumisión o la rebelión frustrada. Pero tanto una acción como otra son las reacciones esperadas por los creadores principales. Los dioses cambian, pero lo que no cambia es el poder que reside en la creación de las ficciones, las liturgias, los dispositivos y las narrativas. 

Crea quien puede y, en el caso de la IA, quien puede crearla acumula mucho poder. Ahora bien, ¿ha sido esto alguna vez un impedimento para que los mal llamados grupos minoritarios hayamos organizado nuestros propios vínculos y hayamos saboteado el poder con la creación de otras ficciones, otras liturgias, otros usos y dispositivos y otras narrativas en relación a sus dioses? Los simples mortales siempre hemos encontrado la manera de acabar con los intermediarios para hablar con las deidades. 

Un ejemplo que me va a servir para llegar a donde quiero atracar es otra revolución tecnológica: aquella que iniciara la imprenta en el siglo XV (sé que es el recurso habitual en los artículos sobre IA pero aguanta al “girito”). El primer libro en imprimirse fue la Biblia, pero ahora esto no es lo que nos interesa pese a que es realmente significativo. El punto al que vamos a agarrarnos fuerte es el de la pérdida de la oralidad y el paso hacia la lecto-escritura. 

Hasta que no llegaron, siglos más tarde, los movimientos obreros y universalistas, el pueblo no sabía leer lo que los privilegiados les ordenaban a través del sistema de la escritura. La tecnología de la imprenta, con sus liturgias y narrativas, estaba dominada por unos pocos y no fue hasta bien entrado el siglo XIX —ya comienzos del siglo XX— que se luchó por el derecho a saber leer y escribir de casi toda la población (en algunos lugares del mundo y para algunos sectores determinados: ni niñas, ni mujeres, ni colonias, ni personas con discapacidad, entre otros). Pero no solo eso: también se luchó por el derecho a editar, imprimir y publicar el imaginario de los no-privilegiados. 

Es decir, que no solo se aprendió a utilizar la tecnología creada por unos pocos para unos pocos, sino que se usó para poner a circular las ideas y las experiencias de aquellos que, hasta entonces, no habían podido escribir la Historia (las mujeres, personas racializadas, discas y otros colectivos de gente maravillosa jodida por el hombre blanco tardarían “un poquito más”). 

En nuestro país damos por hecho la alfabetización. Llevamos a nuestras criaturas a la escuela y damos por sentado que allí les enseñarán lo básico de una persona civilizada (sí, hemos dado por hecho que ser persona incluye aprender a leer, escribir y contar, y ojo de quien no sepa o no pueda hacerlo). Ahora, en estos tiempos, dominar el lenguaje escrito y escribir tribunas en periódicos impresos siendo una mujer neurodivergente de clase obrera (¡holi!) es de lo más normal pero esta normalidad fue conquistada. 

Entonces, si nuestros abuelos y abuelas lucharon y lograron este derecho, ¿por qué nosotros no hacemos lo correspondiente con la tecnología actual? ¿Qué nos impide ver la relevancia que tiene hacernos con la IA generativa? ¿Por qué no somos capaces de salir de la relación sumisa e impotente hacia esta? 

En nuestra relación con la tecnología hemos aceptado ser nombrados como usuarios. Nos definen como agentes pasivos cuya libertad reside en clicar donde nos dicen. En la usabilidad reside el éxito de una plataforma extractiva. Cuando los nuevos catequistas nos hablan de alfabetización digital quieren decir evangelización digital. Nos quieren enseñar a ser buenos usuarios. En cambio, el poder de comprender críticamente cómo funcionan los nuevos sistemas que nos organizan y vehiculan para cambiarlos a favor de sociedades más lúdicas y justas no va en ese amaestramiento. 

La alfabetización digital ha de ser emancipadora, popular y soberana, tal y como defendía Paulo Freire. ¿Cómo sería nuestra vida actual si nuestros antepasados y antepasadas no hubieran luchado por el derecho a leer, escribir, editar, imprimir y publicar nuestras realidades? ¿Por qué no desplegamos las bases de una alfabetización digital que nos permita conquistar no solo la capacidad de comprender cómo relacionarnos con las IA generativas, sino también cómo aliarnos con ellas para crear otros mundos posibles? ¿Cómo podríamos, desde los barrios, entrenar a modelos, como Claude —un modelo de lenguaje con una visión ética y equilibrada— y ponerlos a trabajar con nosotras? ¿Y si organizásemos colectivamente un hub de información y de herramientas con el fin de crear asistentes que realicen el trabajo de los puestos directivos y así cobrar por ello, y ayudar a invertir el orden social como hiciera la universalización de la imprenta entonces? 

Recordemos que, al final, la vida de un dios depende del deseo —y del temor— de los mortales a los que sirve. Como siempre, tenemos más poder de lo que nos dicen. Solo que lo olvidamos. ◼