Opinión

De mi norte a tu sur

Virginia P. AlonsoDirectora de 'Público'

1 de octubre de 2021

Es fácil apartar la mirada de lo que nos incomoda; tal vez porque nos desagrada, tal vez porque no nos resulta familiar. Supongo que por eso las informaciones relacionadas con migraciones tienen bajísimas tasas de lectura en la mayoría de los medios de comunicación. 

Aunque lógicamente no es el único parámetro que consideran, la mayoría de los medios tienen muy en cuenta los índices de audiencia a la hora de generar contenidos. Cuando la información de una temática concreta no se lee, es mucho más fácil que el medio en cuestión pase de puntillas sobre determinados asuntos. Salvo contadas ocasiones y periodistas, esta es la tónica general del panorama mediático en España en lo relativo a migraciones.

Entonces sucede que se generan inercias y que prácticamente todos los medios publican informaciones de manera simultánea sobre los mismos hechos, casi siempre relacionados con los llamados 'sucesos'. Es decir, saltos a las vallas de Ceuta o Melilla, pateras hundidas frente a las costas españolas, fallecidos a bordo de estas pateras, rescates en el Mediterráneo, etc.

Y es ahí cuando la pescadilla que se muerde la cola dibuja el círculo en el que confluyen el desinterés de unos y de otros; o la desidia, al fin y al cabo. Porque el trabajo del periodista es intentar explicar la realidad que nos rodea de la manera más honesta posible y hacerla comprensible e interesante para el resto. Buscar atajos para cubrir la cuota de información sobre ese asunto de las migraciones no es más que una pésima praxis periodística. Buscar esos atajos como ciudadanos para no ver lo que nos disgusta nos despoja de la dimensión sociopolítica del término 'ciudadano' (la capacidad de acción) y nos convierte en algo más parecido a las marmotas.

Sobre todo, porque hablamos de un fenómeno con tantas y tan importantes consecuencias en el ámbito humanitario, económico, climático y geopolítico. Y porque lo hacemos desde una posición de privilegio: desde Occidente, el norte del mundo que mira con desdén y miedo al sur, desde una Europa fortificada a base de cuchillas que desgarran las carnes de aquellos que osan huir de sequías, huracanes, inundaciones, guerras... o de todo al mismo tiempo.

No importa de qué o de quién huyen. Que no entren.

Si hay que destinar centenares de millones de euros a contener a estas personas en la frontera turca o en Argelia (paradigmas de los valores democráticos como todos sabemos), si el negocio del control fronterizo enriquece siempre a los mismos, si las mafias nacen, crecen y se reproducen al calor de este inacabable tránsito humano... adelante, hagámoslo.

Que no entren. No los queremos.

Reguemos de millones a Estados fallidos (o casi fallidos) para que hagan de muro o cuchilla de contención. Aunque la realidad sea incontenible.

Y, mientras podamos, miremos para otro lado. Mientras podamos.

Porque según el Centro para el Monitoreo del Desplazamiento Interno, España fue el segundo país de Europa occidental con mayor número de desplazamientos internos asociados a desastres climáticos en 2019; en concreto se registraron más de 23.000, de los cuales 18.000 fueron provocados por los incendios forestales de verano. Y en 2020 la tormenta Gloria desplazó a más de 2.200 personas en el suroeste de Francia y el este de España. La mayoría de estos desplazados pudieron regresar a sus hogares. Pero llegará el día en que no puedan. O no podamos. Ah, parece que no sólo les ocurre a los pobres de ese sur al que miramos de soslayo desde este norte cada vez más seco.

La diferencia entre nosotros y ellos es que, en esta historia, de momento, somos los narradores y, como tales, dominamos el relato y el discurso. Nosotros formamos parte de ese 10% más rico del planeta que entre 1990 y 2015 fue responsable de más de la mitad de las emisiones acumuladas en la atmósfera. Y en lo alto de ese podio damos por sentado nuestro derecho a narrarlos a ellos desde la conmiseración, la distancia, la indiferencia. En esa dominación occidental del relato, los vemos como protagonistas de un mundo que no sentimos nuestro.

Ante lo desconocido, el ser humano busca la seguridad —bien lo sabe Vox—, como el agua de lluvia busca el cauce del río y arrambla con todo a su paso, sean pueblos enteros, casas o árboles (recuerden la reciente DANA). Y lo que nos dice el planeta es que ya no estamos seguros. Tal vez por eso seguimos aferrándonos a nuestras pocas certezas y nos cerramos a las incertidumbres.

Sí, puede ocurrir que, si alguien nos cuenta bien esta historia, hilada y no a retales inconexos (crisis climática por un lado, naufragio de pateras por otro...) acabemos por ver que los cimientos sobre los que hemos construido nuestras vidas —incluso las de nuestros hijos y nietos— ya no se sostienen. O tal vez sean necesarias varias DANAs y otras tantas Filomenas. O tal vez sean los incendios los que nos despojen de nuestras viviendas y seres queridos. O la falta de agua. O su exceso.

Es una historia que aún está por contar... si aún queda alguien para contarla.