Opinión

Cubran la tierra

Millanes RivasMillanes Rivas (Moraleja, Cáceres, 1994) es escritor y debutó en 2021 con "Tan jóvenes y la pena", publicada en la editorial Dieciséis. Recientemente ha publicado "Paisaje Nacional", editado por Alianza Editorial.

15 de octubre de 2024

De primeras la noticia se recibió con frustración en la Junta: las obras del AVE han levantado indicios de un yacimiento tartésico. La idea que le sobrevino a la presidenta fue lo que sus consejeros llamaron “una idea de bombero”. Ella dijo: que lo cubran, que lo cubran. Al fin y al cabo, la capital está construida sobre una ciudad llena de joyas silenciadas; es habitual tener en casa un ánfora, una columna, un puñado de monedas romanas. Ella no, por supuesto, pero tenía amigos portadores de los mayores tesoros. Había tocado un busto secreto del mismísimo César en una ocasión y a pesar de ello, fuera, en el mundo visible, nada había cambiado. Juraría que no lo había dicho en voz alta, pero alguien allí mismo le respondió: eso no es posible. A posteriori ya hubo quien veía la noticia como una buena nueva: esto es responsabilidad del Gobierno central, ya lo previno el informe de impacto sobre el territorio, escenificaremos un encuentro con Europa para dejar bien claro nuestro compromiso, es una baza política. A la presidenta ninguna motivación le bastaba porque se le había instalado una cierta pena en el pecho y ya no se le quitaría. Pensaba que le hubiera gustado estrenar ella el AVE. Le dijeron: presidenta, a este AVE le quedan todavía varias legislaturas, ojalá estemos aquí para entonces.

Sea como sea, un yacimiento arqueológico de tal magnitud iba a retrasar otros cuatro años la finalización completa del trazado del tren. El yacimiento se encontró en pleno verano. A pesar de los indicios, nadie lo esperaba. Esa tarde, la arqueóloga padecía bajo el chaleco reflectante, el surco de los pechos le sudaba. A su lado, una estudiante en prácticas a la que le quedaban pocos días en la empresa. Fue ella realmente la primera que lo vio, una estructura de piedra destacaba en la tierra que levantaba la excavadora, pero no dijo nada por vergüenza. La arqueóloga dio el alto al conductor moviendo las manos. El cazo de la excavadora quedó en el aire. El silencio cubrió todo el paisaje, si acaso las botas crujiendo la tierra, la respiración nerviosa de la arqueóloga, finalmente sus palabras: tráeme el teléfono. La estudiante obedeció y la arqueóloga llamó a Patrimonio Cultural. Ninguna de las dos sabía lo que aquello podía significar en sus vidas. Si salía adelante una partida presupuestaria para llevar a cabo la excavación del yacimiento, la arqueóloga querría pelear para dirigirlo ella misma. Se lo dijo a la estudiante volviendo en coche a Madrid: si esto sale adelante, tendrás trabajo. Recién graduada y con trabajo. Estaba realmente emocionada, se la veía; ya no parecía la supervisora estúpida de los días anteriores, sino algo tan bello como una amiga.

Esa misma noche ya peregrinó hasta el recinto un grupo de vecinas del pueblo cercano. Caminaron los cinco kilómetros de distancia guiadas por un alcalde licenciado en Historia y escogieron la noche, cuando ya el sol había desaparecido por completo, porque el terreno pertenecía al término municipal de otro Ayuntamiento que estaba, sin embargo, a quince kilómetros de allí. El alcalde era un entusiasta, pero no quería problemas. Saltaron las vallas que lindaban las fincas, subieron en fila las lomas. A lo lejos, por las linternas y el silencio, si se las veía, se las podía confundir con un grupo de luciérnagas. Entre ellas, una parejita, reciente como la estación, sin edad aún para esconderse en los coches, escogería el lugar del yacimiento como rincón del amor. Todas las tardes, cuando los obreros se hubieran ido, volverían en bicicleta.

Tardó todavía un par de días más en llegar hasta allí el consejero de Infraestructuras y Transporte porque le había pillado en una boda. Había estado en contacto con la presidenta todo el tiempo y había tratado de animarla ante sus mensajes tristones, pero al final se había cansado y había preferido ignorarla. Él no se había preocupado hasta estar allí mismo, bajar del coche y ver la obra paralizada. De repente, la imagen de la quietud, del fracaso para él, también le deprimió todo el día: ya es mala suerte lo mío. No era para menos, ni las prospecciones anteriores ni las cartas arqueológicas le habían preocupado. El consejero sabía, más de oídas que por conocimiento propio, que desde el siglo XII a.C. hay indicios de una civilización asentada en el sur de la península, una civilización sin nombre propio a la que llamamos Tartessos, que por algún motivo desconocido fue alejándose de la costa a partir del siglo VI a.C. Nunca llegaron, creía él, tan al norte. Parecían haber desaparecido antes de subir tanto, en torno al siglo V a.C. y de la noche a la mañana. Sin que nadie supiera por qué degollaron a sus animales, enterraron sus casas, calcinaron todo lo que tenían y se marcharon. Desaparecieron en la leyenda. Ahora, después de dos mil quinientos años, volvían, como espectros en la noche, para joderles. Un yacimiento tartésico no es cualquier cosa, el consejero sabía que no se podría simplemente sacar de allí a toda prisa, llevárselo a un museo y seguir con las obras. Pero para el consejero, el AVE tampoco era cualquier cosa. Llevaban más de veinte años esperando y él quería, como la presidenta, montarse en él.

Miró a su alrededor, hacia la explanada árida bajo el sol, y se preguntó si podría redirigir la ruta un kilómetro. Pensó que eso sería lo más adecuado: aprobar una nueva partida y modificar levemente el trazado. Se preguntó también si podría haber más asentamientos. Desconocía que a unos metros de sus pies se había enterrado a siete hombres en el otoño del 36. Ni siquiera estaban juntos. Una noche les dijeron: corred. Por obedecer las órdenes, les aplicaron la ley de fugas. Cada uno cayó en un momento diferente. El último fue el que más corrió. Aquel campo era, en fin, un buscaminas. Hubiera sido más fácil llevar el tren al Oeste americano.

Al cabo de un año se confirmó el nuevo presupuesto. A la estudiante le llegó un mensaje de la arqueóloga, solo decía: buenas noticias. Esa misma noche, con la llegada del nuevo verano, la parejita se reencontró en el camino del yacimiento. Ella tiraba del brazo de él, atrapado por la estela que desprendía la Vía Láctea en una noche sin luna. El mismo cielo que los Tartessos veían antes de dormirse. A ella le encantaba verle así, tan afligido por la belleza, tan dulce, que le besó. Enterrado a pocos metros, pero eso ellos no lo sabían, un jarro fenicio de más de veintiséis siglos de antigüedad. 

También unos metros más abajo del nivel del suelo, en una bodega, la presidenta asistía a una celebración. Era el aniversario de boda de un matrimonio del que ni siquiera era especialmente amiga, pero la habían invitado. Una mujer como ella termina siendo el centro de atención de las fiestas, incluso cuando no se quiere. Desde la aparición del yacimiento tartésico, todo había ido a peor, tanto que se temía que hubieran abierto una puerta a la mala suerte. Una coalición en riesgo, una familia en conflicto, un día a día angustioso. Se temía que cualquiera pudiera leer sus pensamientos en la cara; se escandalizaba de que todo el mundo fingiera, en cambio, no verlo. Durante la cena asentía y sonreía, pero su cabeza estaba en otro lugar. En un momento, el anfitrión de la casa les invitó a visitar su propio tesoro. Recorrieron un pasillo angosto de piedra; les explicó: muros del siglo II d.C. Acabaron en lo que parecía una nave amplia que albergaba los restos de unas antiguas termas romanas. El anfitrión continuó: esta es mi sala de pensar. Una butaca a un lado, unos libros al otro. Pero lo más impresionante estaba cubierto por una pantalla transparente. Nadie alcanzaba a pisar el suelo, caminaban medio metro sobre las teselas de colores de un mosaico mal conservado, de un rostro desaparecido. El anfitrión les contó: es la diosa Ceres, a quien le arrebataron la hija para llevársela al inframundo. La presidenta clavó su mirada en las manchas donde debieron de estar en su día los ojos divinos y le pareció reconocer en ellos los de su propia madre. Entonces quiso llorar. Pensaba: cuántas emociones enterradas en un lugar secreto de mi corazón. Estaba claro, ella hoy no estaba bien, no debería haber salido de casa. Con esfuerzo, levantó la cabeza, se obligó a deshacer el nudo en la garganta. Había que volver a las conversaciones, a las risas, a los postres. Había que recordarse a sí misma que era el centro de atención, una invitada perfecta, una presidenta ejemplar. Todo lo contrario a una persona que llora en una casa ajena. Una mujer como ella no puede verse vulnerable, tiene que cubrirse. De aquella noche, nadie comentó nada sobre la actitud de la presidenta en la velada. Todos recordaron el secreto del mosaico romano.