Opinión

El (no) federalismo en la España invertebrada

 Joan CoscubielaExdiputado del Parlament de Catalunya. Diputado entre 2011 y 2015 por Iniciativa per Catalunya-Verds; y entre 2015 y 2017 diputado y portavoz de Catalunya Sí que es Pot.

15 de octubre de 2024

El debate sobre la estructura territorial del Estado resurge recurrentemente y de manera escasamente racional. Uno de los retos de la Transición fue el encaje de las reivindicaciones de Catalunya y Euskadi en un Estado con una fuerte impronta centralista. Las dificultades no eran nuevas y expresan la histórica dificultad del Estado español para captar el sentimiento de amplios sectores de la ciudadanía. A la fuerte quiebra social provocada por un régimen autoritario y caciquil, se le sumaba la incapacidad de implicar a la ciudadanía de territorios con una identidad nacional distinta a la del resto del país. De hecho, una de las grandes debilidades de España como estructura política es no haber entendido ni aceptado nunca lo que realmente es. En la Transición ese reto se afrontó con un arriesgado movimiento táctico que ha tenido importantes efectos estructurales. Solemos olvidar que el Estado autonómico no era una reivindicación de la sociedad española. 

En Catalunya la ruptura política se identificó con la tríada “llibertat, amnistia, Estatut d’Autonomia” y entroncó con la legalidad republicana, vía el retorno y el reconocimiento de Josep Tarradellas. En Euskadi y Navarra, con una realidad aún más compleja; y no solo por el terrorismo, el entronque con el pasado no fue solo con la II República, sino con los viejos fueros. En el resto de las regiones, la reivindicación de autonomía fue inexistente o muy minoritaria hasta 1978.

El movimiento táctico de Adolfo Suárez se ha ido consolidando con el paso del tiempo en una forma de Estado que no responde a ninguna de las tradicionales clasificaciones de la ciencia política. No es centralista en las instituciones, pero sí aún en su cultura ciudadana y de gobierno. Muy descentralizado en la distribución del poder político, pero escasamente federal, por no decir nada, en su cultura y organización.

Estructuración de un nuevo Estado

No olvidemos que la Constitución no cita las CCAA. Las anécdotas sobre cómo se llegó a la actual delimitación autonómica y a las propuestas alternativas —algunas más racionales y otras descartadas por razones de interés partidario— confirman que el tacticismo político fue la única brújula del Estado autonómico. 

La Constitución nos dejó pocas pistas sobre cómo debía estructurarse el nuevo Estado. Una, muy nítida, la del reconocimiento histórico de los derechos forales de Euskadi y Navarra. Otras dos, muy difusas e inconcretas, fruto del pacto de debilidades mutuas que supuso la Transición. La diferenciación entre nacionalidades —concepto ambivalente en su significado y en sus objetivos— y regiones; y la diferenciación entre la vía “lenta” y la “rápida” para acceder a la autonomía. El referéndum de 1980 en Andalucía fue, muy pronto, la confirmación de que el traje se rompía por todas las costuras.

Desde entonces, todo el desarrollo del Estado autonómico ha sido fruto de una especie de Santísima Trinidad: falta de proyecto, falta de tacticismo y agravio comparativo. Se trata de un proceso marcado por dos dinámicas en pugna constante. Por una parte, el intento de desarrollar un Estado autonómico que permitiera el encaje de todas las diversidades. Por otro, una lectura recentralizadora y uniformizante, con el Tribunal Constitucional (TC) como gran protagonista. Ya en 1982, la UCD y el PSOE pactaron la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), pero fue anulada parcialmente por el TC.

Las desigualdades históricas en el desarrollo de las CCAA no se pueden abordar desde el sistema de financiación autonómico.

Esta pugna ha estado muy presente en el modelo de financiación de las CCAA. En sus inicios, el sistema era especialmente perverso y se situaba en las antípodas del concepto de autonomía y de responsabilidad política. Hasta 1993, las CCAA tuvieron una gran capacidad de gasto, pero ninguna autonomía ni responsabilidad en la obtención de los ingresos, que provenían de las transferencias del Estado. Es difícil imaginar un sistema más antifederal que este. A partir de 1993, cuando el Gobierno de Felipe González necesitó el apoyo de CiU, se inició un proceso de mayor autonomía financiera de las CCAA y se produjo una cesión del 15% de la recaudación del IRPF. Este movimiento dio lugar al primer “España se rompe” jaleado por Aznar. 

Desde entonces, la construcción del Sistema de Financiación Autonómica (SFA) ha seguido el mismo guión: ausencia de un modelo por parte de las fuerzas políticas estatales, reivindicación desde Catalunya de más autonomía financiera, quejas de agravio comparativo del resto de CCAA e instrumentalización política del partido en la oposición. Todo ha terminado con un amplio acuerdo en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, previas negociaciones bilaterales con las CCAA para hacer ajustes en función de los intereses de cada una de ellas. 

A vueltas con Catalunya

El impulso surge siempre de Catalunya, pero no solo del nacionalismo catalán. Las izquierdas catalanas, con vocación federalista, han aportado siempre propuestas propias, con escasa receptividad.

El acuerdo vigente, prorrogado desde 2013, responde a una lógica que no debería despreciarse. Se avanza en una mayor autonomía financiera de las CCAA, al tiempo que se garantiza la igualdad per cápita (población ajustada) para la prestación de servicios públicos fundamentales, a través del fondo de nivelación (FGSPF). Los desajustes finales, que están en el origen de importantes desigualdades y agravios, nacen de los tres fondos que, al final del proceso, se acordaron en las negociaciones bilaterales entre todas las CCAA
y el Estado para satisfacer particularismos. 

El procés, con la autoexclusión del “Govern català”, interrumpe esta lógica, que ahora resurge, como si de un Guadiana político se tratara, con el acuerdo de investidura entre el PSC y ERC. Una vez más, la historia se repite; esta vez con amplios sectores de las izquierdas que defienden un federalismo “bien entendido” que hasta el momento nadie había concretado.

El desenlace es incierto, más que nunca. En el mejor de los casos, se podrá repetir la jugada que ha funcionado desde 1993 y que ha permitido ir sobrellevando la falta de un proyecto, pero continúa vigente el reto de construir una propuesta federal para España. A estas alturas no parece viable comenzar de cero: hay ya muchos malos hábitos adquiridos por todos, especialmente el del agravio comparativo. Transformar el estado autonómico, que en muchos aspectos es antifederal, no es tarea fácil. 

Las izquierdas deberían ser valientes para salir de la trampa del agravio comparativo territorial. En España, como sucede en otros países, el retroceso ideológico del conflicto de clase ha permitido que su espacio sea ocupado por las desigualdades territoriales. Por ello, resulta urgente deslindar problemas e instrumentos. Las desigualdades históricas en el desarrollo de las CCAA no se pueden abordar desde el Sistema de Financiación Autonómica. Los instrumentos adecuados son los Fondos Europeos de Desarrollo Regional (FEDER), como los que llegaron con la entrada en la UE y ahora los Next Generation. 

El reto más difícil de abordar: hacer compatible la igualdad con la diversidad (que no desigualdad)

¿Cómo encajar en una única estructura de Estado a comunidades políticas en las que su ciudadanía tiene planteamientos absolutamente contrapuestos en relación al grado de autonomía que desean? ¿Cómo casar la voluntad de la ciudadanía de Castilla y León —por citar el caso más extremo— que, según las encuestas del CIS, está mayoritariamente a favor de volver al Estado unitario  y la de Catalunya —en el otro extremo— donde el apoyo a la independencia —incluso en descenso— es importante? ¿Se puede obligar a la ciudadanía de estas CCAA a transigir con un modelo que no comparte ni desea y, en algunos casos, combate? Eso es lo que hasta ahora se ha hecho, forzando todas las costuras. El resultado es evidente: se ha producido la ruptura del consentimiento de amplios sectores de la ciudadanía.

El federalismo fiscal ofrece una caja de herramientas muy amplia para afrontar el reto de hacer compatible una mayor autonomía de las CCAA con la igualdad de recursos para la ciudadanía. Sin embargo, España no es Canadá, que solo tiene dos unidades políticas. A la existencia de 17 entidades políticas diferenciadas, se añaden las singularidades consolidadas durante estos años, aunque no reconocidas como tales. Por citar algunas: el régimen económico de Canarias, las autonomías uniprovinciales, el distrito federal de Madrid región o la existencia de las comunidades forales. 

Creo que no queda otra que apostar por un horizonte federal, con objetivos concretos, aunque asumiendo que el trayecto estará plagado de contradicciones, insuficiencias y frustraciones, como siempre ha sucedido en nuestra compleja historia.