Opinión

Estado del bienestar y la cuadratura del círculo plurinacional

Virginia P. AlonsoDirectora de ‘Público’

15 de octubre de 2024

Mi madre tiene que tomar de forma crónica una medicación para un problema cardiaco. En Madrid, donde vive, la sanidad pública no lo financia; en otras comunidades autónomas, sí. Madrid subvenciona otro medicamento para la misma dolencia, pero ese tiene peores efectos secundarios, al menos para mi madre. Así que cada mes debe desembolsar unos 80 euros, aunque cobra una pensión que no supera los 850. 

Los vecinos de un pequeño pueblo de Soria con cuatro habitantes de más de setenta años no tienen cobertura telefónica ni fibra óptica. Cuando España recibió los fondos Next Generation, varias empresas concursaron y ganaron, con el compromiso de instalar la fibra en aldeas de la España vaciada antes de que acabara 2024. Sus residentes saben que, cuando llegue la fibra, sus vidas van a cambiar, porque hay gente de Madrid que ha comprado casa allí y está dispuesta a mudarse cuando las condiciones les permitan trabajar en remoto. Cuantos más habitantes empadronados tengan, aumentan las posibilidades de que el médico vaya con cierta frecuencia o de que al panadero del pueblo grande de al lado le merezca la pena tener una furgoneta para llevarles el pan del día. A finales de septiembre este pequeño pueblo seguía sin internet.

Pilar es médica. Opositó y sacó una plaza en propiedad en una comunidad autónoma, digamos que en Aragón, de donde era su marido y adonde ella se mudó después de casarse. Años después se separaron y Pilar decidió regresar a su tierra de origen, digamos que Castilla-La Mancha. Como esta última comunidad no convoca traslados de plazas, lleva trabajando cinco años con contratos de sustitución, cambiando cada pocos meses (a veces semanas) de centro sanitario y, por tanto, de municipio.

Cuando nacieron los hijos de Marcos, este coruñés decidió que hablaría con ellos en gallego casi como un acto político de intento de preservación de la lengua. Pero las políticas lingüísticas de la Xunta fueron aparcando el gallego en la escuela hasta arrinconarlo y, hoy, esos chicos, ya veinteañeros, se comunican exclusivamente en castellano, tanto con su familia como con sus amigos. 

El Estado español es un crisol de realidades cotidianas que refleja tanta diversidad como desigualdad. Pero el debate público sobre la financiación autonómica y el modelo territorial se retuerce de tal manera cuando llega a la esfera política, que acaba convertido en algo inservible para las personas que lo habitan, en las antípodas de sus vidas y necesidades. Es solo mercancía para el mercadillo de la Carrera de los Jerónimos, una baratija de usar y tirar.

Las desigualdades entre comunidades autónomas, las que al final determinan la mejor o peor calidad de vida de sus habitantes, quedan pues agazapadas bajo los aspavientos de sus señorías. Y la caza del rédito electoral acaba por copar todos los espacios mientras el deterioro de la sanidad, la educación y los servicios sociales avanza como un cáncer. 

No, no son las singularidades de cada territorio las que socavan el estado de bienestar (que, no lo olvidemos, se mide por la calidad de los servicios públicos). Como escribe Carmen Lizárraga, profesora de Economía Aplicada, son otras cuestiones, “como la falta de responsabilidad fiscal que se produce cuando se acude al aumento de la financiación estatal en lugar de al aumento de impuestos, y se asignan recursos a áreas menos prioritarias para evitar los costes políticos directos de su financiación”.

Con la crisis de 2008, el Gobierno del PP de Mariano Rajoy doblegó a las comunidades autónomas con unos objetivos de déficit que eran imposibles y redujo a mínimos su capacidad de acción. Y, como recuerda Ignacio Muro, economista y director de la Fundación Espacio Público, “el procés fue también una de las consecuencias de la ausencia de respuesta ante las peticiones de mayor autonomía fiscal que el Gobierno de Artur Mas hizo a Rajoy en 2012”. De aquellos polvos, estos lodos. Y de estos lodos...

El procés ha sido la excusa para que la derecha y la extrema derecha españolas, de la mano, se cierren en banda a cualquier desarrollo de la plurinacionalidad. Y, cabalgando sobre el 1 de octubre de 2017, han logrado instaurar en no pocos foros la idea de que esa España suya (una, grande, libre) ha sido tiranizada por los nacionalismos territoriales.

Así, ni más ni menos, es como se alcanza la cuadratura de este círculo. Explica el investigador Diego Loras, candidato en las últimas elecciones por Teruel Existe, que “la sensación de abandono por el Estado provoca una mayor tasa de voto a partidos populistas. La cohesión territorial influye directamente sobre la cohesión social”. Es decir, que la reducción de las desigualdades entre territorios conduciría a una sociedad menos propensa a inclinarse a los extremos y más tolerante.

Tal vez solo esta conclusión sea capaz de explicar las razones para tanta beligerancia. ◼