Opinión
Una historia diversa para una sociedad diversa
15 de octubre de 2024
Desde un punto de vista histórico, hablar de “España inacabada” no tiene sentido. España ni es una esencia, ni un proyecto histórico a la espera de ser culminado, sino el resultado de un proceso que se sigue configurando, y que, desde luego, nunca ha estado predestinado a producir un presente o un futuro definidos de antemano. Asumir esta simple constatación debería servir para desactivar muchos de los combates por la historia de España que hoy se libran en redes sociales, medios de comunicación y publicaciones de consumo efímero.
Si aceptáramos que nuestro presente no forma parte de un destino en lo universal, sería más fácil olvidarse de esas visiones rancias y extendidas que reclaman que debemos sentirnos “orgullosos” o “depositarios” de supuestas glorias y empresas de los ancestros; si estuviéramos de acuerdo en que los procesos históricos siempre han implicado cambios condicionados por infinidad de circunstancias en cada momento, también podríamos deshacernos de esas dramáticas interpretaciones que tanto insisten en la existencia de agravios enquistados desde hace siglos. Desistir de la idea de que el presente es deudor de un proyecto concebido en el pasado nos permitiría también desembarazarnos de los diagnósticos sobre el “fracaso” histórico que ha impedido a España convertirse en un quimérico Estado nación al que
se supone que estaba predestinada.
Por desgracia, esta forma de encarar el pasado no es hoy la más extendida. De un tiempo a esta parte, el pensamiento progresista ha abandonado la convicción de que el conocimiento histórico debería servir para alentar visiones críticas entre la ciudadanía y ha apostado, en cambio, por hacer de la Historia un instrumento que certifica en el pasado las identidades nacionales, políticas o de género que marcan la agenda del activismo. Esta subjetivación del pasado ha tenido efectos desastrosos.
Las identidades históricas son pozos sin fondo, excavados a golpe de contra-identidades que profundizan en unos conflictos supuestamente eternos y que tienen, además, el potencial de desbordarse en el presente. La apelación al subjetivismo como forma de entender la Historia puede ser gratificante para quienes se enorgullecen de compartir las mismas pulsiones, pero en la esfera pública, las emociones son difíciles de consensuar y fáciles de manipular. Así, muchas de las guerras culturales en las que se ha enzarzado el denominado pensamiento de izquierdas han estado movilizadas por una emotividad política e identitaria que se ha revelado como volátil, pues ha podido ser fácilmente fagocitada por discursos históricos neo-conservadores que han sabido colmar las aspiraciones de auto-afirmación de los sectores que articulan las satisfechas sociedades del capitalismo tardío. Los tiros que más duelen son los que salen por la culata.
La historia de este país está atravesada por una diversidad política, lingüística, cultural e incluso religiosa, cuya enorme riqueza apenas ha sido comprendida.
Son muchos los ejemplos que demuestran que este uso generalizado de la Historia como forma de identidad traza caminos a ninguna parte: la obcecada reivindicación de la Reconquista como origen de la nación española tiene su respuesta en la no menos espúrea idealización del al-Ándalus musulmán como supuesto paraíso de tolerancia pacífica; el enaltecimiento de las supuestas glorias del imperio español marcha en paralelo a la apresurada caracterización como “genocidio” de esa conquista; mientras que la trasnochada reivindicación de España como la “nación” más antigua de Europa encuentra su reverso en la consideración del indómito pueblo vasco como resistente frente a cualquier agresión exterior, o en la inaudita afirmación de que Catalunya ha sido objeto de un dominio colonial por parte del Estado español. Esta reiteración de lugares comunes e interpretaciones de trazo grueso ha contribuido a generar percepciones simplistas de un pasado que solo se concibe como espejo del discurso político de turno.
La España diversa
Una forma más racional de enfrentarse al pasado de España consistiría en subrayar algo que ha sido, por lo general, objeto de escasa atención: la historia de este país está atravesada por una diversidad política, lingüística, cultural e incluso religiosa, cuya enorme riqueza apenas ha sido comprendida. No sostengo que España haya sido esencialmente diversa a lo largo de su historia —ya he señalado mi desdén hacia la búsqueda de esencias nacionales en el pasado—, sino más bien que el pasado de este país encierra un complejo y paradójico mosaico de diversidad que ha sido ignorado por historiadores, publicistas y políticos. Poner en valor dicho mosaico contribuiría a que su conocimiento pudiera ser compartido de forma más integradora.
Pondré un ejemplo. Durante buena parte de la época medieval, la península ibérica estuvo dominada por una formación islámica, al-Ándalus, que dio lugar a una brillante cultura. En algunos casos, este legado fue objeto de transmisión hacia Occidente a través de traducciones en la época, pero en su mayor parte fue paulatinamente olvidado como consecuencia de las conquistas cristianas. La expulsión de los moriscos a inicios del siglo XVII certificó la unidad religiosa de un país que durante los tres siglos siguientes se definió como exclusivamente católico. Sin embargo, en las últimas décadas, el fenómeno de la inmigración y otros cambios sociales han favorecido que la otrora “España católica” se haya desvanecido en un crisol de creencias y agnosticismos, entre los cuales la musulmana constituye una religión practicada por un sector de la población nada despreciable.
Este cambio tan trascendental debería llevar a una reflexión sobre la necesidad de tener un mejor conocimiento de un sistema de creencias y de valores con el que nuestra sociedad apenas está familiarizada. En este sentido, tenemos la fortuna de que el legado andalusí ha sido objeto de rigurosos estudios por parte de generaciones de arabistas que, alejados de los lugares comunes, han recuperado y hecho accesible una parte muy importante de esa herencia: sin necesidad de idealizarla, el pasado andalusí podría ser un objeto de conocimiento compartido en una sociedad multicultural como es la española en la actualidad. Eso fomentaría la comprensión recíproca en estos tiempos marcados por el ensimismamiento y el antagonismo ideológicos.
Lo mismo podría decirse de la diversidad lingüística, política y cultural que ha pervivido en España hasta hoy. Generaciones de pensadores y políticos han renegado de ella, bien inspirados por modelos que asumían que el progreso debía estar uncido a la uniformidad política y cultural, o bien frustrados por esa obsesión identitaria que siempre se ha sentido agraviada por la convicción de no contar con el reconocimiento merecido. Ambas perspectivas resultan empobrecedoras.
Obsesiones identitarias que limitan
A medida que nos adentramos en un siglo XXI cada vez más diverso, es evidente que los programas homogeneizadores que propone la ultraderecha tan solo podrían llevarse a cabo a costa del sacrificio de valores democráticos irrenunciables. Por el contrario, la obsesión identitaria, que no solo se limita a los casos catalán y vasco, sino que también afecta a otros territorios, busca crear una homogeneidad propia y se desentiende de otras diversidades también presentes en el país. Llega incluso a exacerbar supuestos conflictos intercomunitarios que jamás han existido en el pasado.
Durante la Transición, las fuerzas progresistas siempre asumieron que la restauración del régimen de libertades debía ir unida al reconocimiento de la diversidad política. Esta idea ha ido diluyéndose paulatinamente por diferentes razones. A las tensiones sociales y políticas producidas por el nacionalismo habría que unir el hecho de que el estado democrático no ha sabido incentivar una cultura política en la que el respeto a la diversidad del país fuera asumida de forma generalizada. Podría decirse, incluso, que los responsables políticos han oscilado entre la demagógica y atrabiliaria reivindicación de lo propio contra todo lo ajeno, y la actitud timorata ante las posibles consecuencias desintegradoras que la diversidad podría acarrear.
El ideal progresista de compromiso solidario con la diversidad debería servir para desterrar las políticas de campanario. De hecho, este compromiso ha demostrado poseer mayor fortaleza de lo que se tiende a pensar, a pesar de los serios envites que ha sufrido y de las profecías nunca cumplidas por parte de la infinidad de agoreros que han venido surgiendo de un tiempo a esta parte. Durante todos estos años, España ha acumulado una preciosa experiencia de gestión de la diversidad que, con todas las contradicciones, errores y disfunciones que se quiera, ha permitido que este país se encuentre en este momento mejor equipado que otros de su entorno para asumir los actuales retos que la diversidad plantea.
Por una de esas paradojas de la Historia, en ese pasado en el que tradicionalmente se habían visto fracasos y agravios perpetuos, es muy posible que en realidad se encuentren las claves de un conocimiento enriquecedor para saber afrontar mejor el futuro. De repente, podríamos empezar a entender que los modelos de progreso a seguir no se encuentran en el exterior, sino que hemos estado sentados encima de ellos sin habernos dado cuenta.
La magnitud de los retos globales actuales requiere de nuevas respuestas de las que carecen los antiguos nacionalismos. Paradójicamente, contra lo que generalmente se tiende a pensar, contamos con los mejores mimbres para relanzar un proyecto común y diverso. Puede parecer una tarea difícil, pero no es imposible; y probablemente sería, además, aceptada por amplios sectores de la sociedad. ◼