La escasez, la contaminación y la sobreexplotación del agua desvertebran el territorio
“Hemos retrocedido a los años 40, a hacer cola con garrafas para conseguir agua de un camión cisterna”, lamenta Miguel Aparicio al relatar la experiencia que enfrentaron en 2023 y principios de 2024 unos 80.000 habitantes del norte de Córdoba. Durante más de un año, de su grifo no salió más que agua marrón. La sequía agotó el abastecimiento del embalse principal, sobreexplotado por los usos agrícolas; el embalse de rescate, el plan de emergencia, estaba contaminado por un exceso de nutrientes procedentes de la ganadería intensiva y los residuos urbanos. “A los niños les decíamos que cerraran bien los ojos y la boca para ducharse”, añade. Beber, lavarse o cocinar se convirtió en un suplicio; los días festivos ni siquiera llegaba el camión cisterna.
Así, se pregunta Aparicio, “¿quién va a querer vivir en la zona?”. Desde la plataforma que preside, Unidos por el Agua, reclama una planificación que garantice el acceso al agua potable. Una sencilla reivindicación que, sin embargo, se incumple en cientos de municipios del país, que reciben agua contaminada o sufren cortes de suministro. Aunque en algunas zonas la situación es crítica, la disponibilidad de agua “es un problema común de toda España”, apunta Cristina Narbona, actual presidenta de la Comisión de Transición Ecológica del Congreso.
Los caudales de los ríos están mermando y los embalses no se llenan debido al descenso de las precipitaciones y al aumento de la evaporación de agua por la subida de las temperaturas. Además, casi la mitad de los acuíferos están sobreexplotados o contaminados, principalmente por derivados agrícolas, según datos de Datadista y Greenpeace. “Unas 200.000 personas no pueden beber agua del grifo por la contaminación que existe”, continúa Narbona. Cuando a ese cóctel se le suma un periodo severo de sequía, el grifo se cierra para miles de familias.
En las últimas décadas, la desigual disponibilidad de agua por zonas geográficas se ha compensado principalmente con trasvases y, en menor medida, con el uso de desaladoras.
Mientras, la demanda de agua no deja de crecer, principalmente para satisfacer la sed de la agricultura. No se puede abordar el conflicto hidrológico sin incluirla en la ecuación. En las últimas décadas, la desigual disponibilidad de agua por zonas geográficas se ha compensado principalmente con trasvases y, en menor medida, con el uso de desaladoras. Mecanismos que han permitido la expansión de los cultivos de regadío hasta convertir a nuestro país en la huerta de Europa. Sin embargo ese aumento no ha ido asociado a la fijación de población ni a la cohesión territorial; al contrario, ha exacerbado los conflictos y ha agravado la sensación de insolidaridad y abandono.
No hay cuencas excedentarias, hay demanda excesiva
Incluso en periodos de sequía, los vecinos de Los Pedroches, donde vive Aparicio, no deberían temer por su abastecimiento. Ángela Lara, doctora en Geografía y miembro de la Fundación Nueva Cultura del Agua, asegura que en España hay disponibilidad de agua suficiente para cubrir el uso urbano sin la necesidad de realizar trasvases adicionales ni recurrir a la desalinización. “Según la Ley de Aguas, el abastecimiento humano tiene que ser el uso prioritario, por encima de otros usos productivos”, explica Lara. “Pero ese principio no se cumple y por eso se compromete el derecho humano al agua”.
De media, en España, unos 80 litros de cada 100 se destinan a la agricultura y a la ganadería. En cuencas como la del Guadalquivir, el regadío consume casi el 90% de los recursos hídricos. Para suplir esta demanda, surgen voces que reclaman un sistema nacional del agua que distribuya los recursos de forma equitativa entre las diferentes zonas geográficas, principalmente mediante trasvases. Es decir, que se transporte el agua desde donde abunda hacia donde hace falta. Sin embargo, para Lara esta idea es una falacia: “Los ríos son las venas del territorio y los ecosistemas dependen de ellos. No sobra agua en ningún sitio”. Más allá de cubrir nuestro consumo, los ríos aportan agua dulce y sedimentos a las desembocaduras, esencial para que las playas se regeneren y para actividades como la pesca o la producción de arroz. “Lo que hay es un exceso de demanda en las cuencas deficitarias”, añade la investigadora.
Narbona, una de las representantes políticas que más lidió con esta encrucijada durante su mandato como Ministra de Medioambiente entre 2004 y 2008, subraya la necesidad de regular la demanda de agua, así como de modernizar los sistemas de regadío y limitar su expansión.
Con 16 grandes trasvases en funcionamiento, el debate se prolonga desde hace décadas: parte del sector agrario ve en este proceso un imperativo para mantener su actividad, mientras que cada vez más voces de la comunidad científica alertan de los riesgos de estas explotaciones. Narbona, una de las representantes políticas que más lidió con esta encrucijada durante su mandato como Ministra de Medioambiente entre 2004 y 2008, subraya la necesidad de regular la demanda de agua, así como de modernizar los sistemas de regadío y limitar su expansión. “No es un capricho ideológico; no es discutible que las precipitaciones se están reduciendo y que hay menos agua disponible que hace 40 años”, señala. “No podemos seguir gestionando los recursos sin pensar en el mañana y generar expectativas de regadío en sitios donde ya hemos sobreexplotado los acuíferos”.
Uberización de la agricultura: mucha agua y poca cohesión
Las expectativas en torno a cultivos de gran rentabilidad como el olivar superintensivo (más de 1.000 plantas por hectárea) o los cultivos subtropicales (aguacate y mango, por ejemplo) están atrayendo a nuevos actores con gran poder económico, como los fondos de inversión. Su llegada aumenta el precio de las tierras y ofrece mayor beneficio a los agricultores a la hora de vender, pero también desplaza a pequeños y medianos productores. Estas explotaciones requieren mucha menos mano de obra por la alta mecanización y dificultan el relevo generacional en la agricultura.
Una “colonización económica”, eso es lo que representan los fondos de inversión para David Sampedro, investigador principal del Grupo de Investigación en Estructuras y Sistemas Territoriales de la Universidad de Sevilla. “Sobreexplotan nuestros recursos naturales y los beneficios van a parar a otros territorios. No generan economía duradera ni fijan población”, dice. Es la uberización de la agricultura: producir lo máximo al menor precio posible y sin tener en cuenta el impacto ambiental ni social.
En España, un número reducido de particulares y empresas propietarias, que representan alrededor del 6% de las explotaciones, posee casi el 60% del total de tierras cultivables. Pocas manos concentran cada vez mayor proporción de tierra. Y quien posee la tierra, posee el agua. “No es sólo una cuestión de escasez, sino de distribución”, apunta Narbona. “En el entorno de Doñana, por ejemplo, un 10% de las explotaciones consumen casi el 80% del agua”, subraya. El acaparamiento de tierras y agua “va en detrimento directo de la estructura territorial”, asegura Francisco Casero, presidente de la Fundación Savia, una entidad sin ánimo de lucro que anhela poner en valor lo rural. “Así se privatiza el agua, que debería ser un bien público. El agua se está convirtiendo en un asunto económico que no tiene en cuenta a las zonas más deprimidas”.
Una apuesta por el reparto social del agua
¿Cómo mantener la agricultura, sustentar a la población rural y hacer frente al nuevo escenario de sequías cada vez más severas y frecuentes? Con una transición hídrica justa y un reparto social del agua que compense las dotaciones entre grandes y pequeñas explotaciones, sostiene Casero. Su fundación forma parte de la Mesa Social del Agua de Andalucía, una iniciativa pionera que agrupa a entidades de los diferentes sectores vinculados al agua: agrícola, sindical, ecologista, científico, empresarial y ciudadano. Todo un hito que sienta las bases para un diálogo constructivo en torno al reparto del agua y la articulación del territorio.
Entre sus consensos destaca la apuesta por priorizar el reparto de agua a las explotaciones familiares agrícolas y de ganadería extensiva, que proporcionan renta al territorio y fijan población mediante puestos de trabajo. “El regadío intensivo no fijará población, es ficticio. Se puede asegurar el regadío en papel, pero en la práctica es imposible; ni con los embalses, que no consiguen llenarse, ni con desalación, por sus elevados costes”, afirma Casero. “Si no adoptamos una visión global y aseguramos el agua como un bien público, iremos a peor; a marchas forzadas, y las grandes perjudicadas serán las explotaciones familiares. La articulación del territorio será parte de los anuncios políticos, pero no de la realidad”.
El geógrafo Sampedro también es partidario de orientar el reparto por criterios sociales y no solo de productividad. “Si un regante con 10 hectáreas sólo puede regar el 50%, tiene un problema serio para que la explotación sobreviva; el que tiene 200 hectáreas sufre mucho menos”, justifica. A este reparto debe sumarse en primera línea la recuperación y protección de los acuíferos y una gestión de riesgo que permita adelantarse a un problema que se sabe certero. La socialista Narbona incide en que “es absolutamente prioritario garantizar el suministro de agua urbano, sin dejar de buscar soluciones para ajustar la oferta de agua a la demanda agrícola”. Para eso, apunta, el Gobierno central debe trabajar mano a mano con los gobiernos autonómicos y las confederaciones hidrográficas. “Esto no se resuelve en un despacho en Madrid ni en una sesión del Parlamento: requiere un diálogo con la mayor participación posible y actuar en cada territorio con los interesados”, añade.
Desde su casa en el norte de Córdoba, Aparicio es consciente de que las desigualdades territoriales son difíciles de superar sin voluntad política y, en situaciones de escasez, las poblaciones rurales son las primeras en ser olvidadas. “El agua se gestiona por códigos postales”, dice. “Nosotros no podemos competir con la Costa del Sol, donde prima el turismo. Los del mundo rural no importamos, no tenemos ningún peso político”. Aun así, no ceja en su empeño para que las colas ante el camión cisterna queden en una pesadilla lejana y su comarca siga siendo un lugar donde elegir vivir. “Existe un solo lenguaje común: el de cuidar nuestro entorno. No desde un punto de vista romántico o ecologista, sino como una cuestión vital. No tiene sentido seguir machacando el sitio donde queremos vivir y lo que nos sostiene económicamente. Tenemos que trabajar todos juntos”, concluye. ◼