En teoría, Fátima Llorca Tarrazona
El Colegio de Nuestra Señora de la Almudena, más conocido como la maternidad de Peñagrande, estuvo funcionando hasta 1984. Fátima Llorca Tarrazona acaba de descubrir que nació allí y, a partir de ese detalle, trata de entender cuál es su verdadera historia.
Una de las historias de Fátima Llorca Tarrazona no puede contarse todavía. No es que esconda algún pequeño misterio que no pueda revelarse aún, es que acaba de descubrir que no sabe quién es. Ella se mira en el espejo y, sí, se reconoce. Reconoce sus gestos, su mirada, su cuerpo. Se mira y, sí, es ella. Pero no es quien creía ser o, al menos, no exactamente. Fátima crece en Madrid, en el barrio de Villaverde, al sur de la ciudad. De eso, no tiene dudas. Crece, en teoría, con su madre, su padre, sus hermanos y sus hermanas. Papá Nicolás era transportista y pasaba mucho tiempo fuera de casa. Mamá Dolores se dedicaba al cuidado de su familia. Ambos han muerto y, con ellos, muchas de las respuestas a las preguntas que ahora se hace, en teoría, una de sus hijas.
Tiene 48 años y, de repente, la vida se le ha puesto patas arriba. Ella y su marido tuvieron que pedir sendos certificados de nacimiento para un trámite y, cuando llegaron a casa, él bromeó con el grosor del sobre en el que llegaba la documentación de ella. Al abrirlo, la madre de Fátima Llorca Tarrazona ya no era su madre; su padre ya no era su padre; sus hermanos y sus hermanas ya no eran sus hermanos y sus hermanas. En el mismo certificado, en una anotación al margen, Llorca encuentra la respuesta a la primera de las preguntas que se hace: "¿Quién es entonces mi madre?".
La suya podría ser una de tantas historias de adopciones ilegales que se ejecutaron en el Estado español durante la dictadura y que, según algunas investigaciones, pudieron llegar hasta los años noventa. Según un auto del Juzgado Central de Instrucción 5 de la Audiencia Nacional, de 2008, solo entre 1944 y 1954, alrededor de 30.960 niñas y niños fueron separados de sus familias biológicas. Pero a diferencia de lo que suele ocurrir en estos casos, Llorca encontró la respuesta justo mientras se hacía la pregunta. Su madre se apellida como ella y se llama Lola, Dolores, pero es su hermana. La tradición de poner a las hijas el nombre de la madre complica aún más entender esta historia, pero Fátima lo entiende a la primera. La más cariñosa de su familia, la que solía estar más presente, con la que hacía planes cuando era una niña, con la que posa sonriente en muchas fotos familiares, esa, su hermana, es su madre.
Un milagro en Villaverde
Lola se quedó embarazada cuando era una cría. Estaba soltera y todo apunta a que el del semen no quiso hacerse cargo de la situación. Por eso, sus padres — los mismos, en teoría, que los de Fátima— decidieron que lo mejor era montar un numerito. Llevaron a Lola al reformatorio de Peñagrande, en Madrid, y allí tuvo a su hija —en teoría, su hermana— mientras su madre —en teoría, la madre de Fátima— simulaba haberse quedado embarazada colocándose cojines en el vientre. Algunas vecinas debían de mostrarse extrañadas y, algunas, también esperanzadas, por el milagro de aquel embarazo. Ahora, Fátima cuenta entre risas que, al parecer, alguna más del barrio se animó a gestar ya mayorcita, algo que no era tan habitual entonces. Claro, ¿por qué no iba a darse otro milagro similar en Villaverde? El nombre que le pusieron, la verdad, tiene guasa.
La familia de Fátima, rompiendo con la tradición, no pasó el verano de 1975 en Gandía. Por muy creíbles que fueran los cojines con los que Dolores trataba de hacer creer a todos que estaba embarazada, ir a la playa es otra cosa. Empezaba así a germinar una gran mentira familiar. Mientras, Lola estaba recluida en Peñagrande –conocido como Peñagorda entre las internas–, un centro dependiente del Patronato de Protección a la Mujer. El nombre oficial era Colegio de Nuestra Señora de la Almudena y estuvo funcionando entre 1955 y 1984. Lo gestionaron, primero, las Esclavas de la Virgen Dolorosa y, más tarde, las Cruzadas Evangélicas. El centro tenía capacidad para albergar a unas 600 mujeres, pero, en los últimos años, apenas llegaban a un centenar. Las internas que pasaron por allí denuncian partos en pésimas condiciones, explotación laboral, torturas y castigos. Bajo el férreo control de distintas órdenes religiosas, trabajaban sin descanso. Durante el embarazo, por supuesto y, también, justo después.
Desde la zona en la que estaban los talleres oían llorar a sus bebés, a los que no podían alimentar hasta que acabaran el trabajo que tenían previsto. ¿Lo que más temían? Eso que llamaban "el botiquín". Ahí llevaban a las criaturas cuando enfermaban y, en ocasiones, no volvían. Muchas mujeres denuncian haber sido víctimas del robo de sus bebés en este centro que ahora, tras años abandonado, acoge el Instituto Isaac Newton. En un reportaje de El Confidencial, ‘Peña Grande, la maternidad de los horrores que sobrevivió a Franco: «Las monjas nos exponían como ganado»’, describen "un largo pasillo repleto de ventanas por donde las familias pudientes se paseaban para escoger el bebé que querían llevarse a casa".
En busca de respuestas
En la puerta del centro, una placa recuerda "a las mujeres que vieron privados sus derechos" para que "su resistencia no caiga en el olvido". Resistir, resistieron. Muchas trataron de fugarse y otras tantas lo hicieron; en 1980 se produjeron dos incendios y, según El País, existieron "algunas sospechas" de que fueron provocados; muchas, todavía hoy, siguen denunciando las violencias que sufrieron. Desde que Fátima supo que su madre estuvo allí, está obsesionada leyendo todo lo que cae en sus manos: "Estos centros parecían campos de concentración. Se castigaba a la mujer vilmente y el hombre salía de rositas. No entiendo cómo no ha habido más revuelo con este tema. ¿Monjas y mujeres involucradas en toda esta mierda? Es increíble".
Sí, Fátima sabe quién es su madre, pero no sabe nada más. Apenas tiene algunos recuerdos con ella. Sabe que le gustaba la montaña, que era algo así como "hippy", que era rebelde, que le interesaba la política, le gustaba la música, que salía con sus amigas por ahí, que estudió algo relacionado con la salud. Probablemente, algún curso de puericultura o de auxiliar de enfermería, formaciones que solían ofrecer los centros del Patronato. Luego, nada más. Todo eso no está escrito en el certificado de nacimiento de Fátima, pero se lo han contado sus tíos —en teoría, sus hermanos— antes de enfadarse: "Deja de enredar", le han querido decir y, de hecho, algo así le han dicho. Uno de ellos se ha mostrado algo más abierto a colaborar con su sobrina —en teoría, su hermana—, pero solo algo más. Le ha dado el pasaporte de su madre que, al parecer, viajó a Londres cuando Fátima era una niña a abortar, un par de vinilos que eran suyos y alguna foto que tenía por ahí guardada. Dice no acordarse de mucho más. No sabe en qué colegio estudió, no sabe cómo se llamaban sus amigas, no sabe quién es el padre, no sabe por qué sus padres decidieron montar aquel show, no sabe explicar por qué nadie nunca decidió decirle la verdad a Fátima.
Lola murió en extrañas circunstancias en 1980, pero su familia tampoco sabe explicarle qué ocurrió exactamente. Primero, que si le atropelló un coche al salir del trabajo; luego, que si salió de fiesta y la atropellaron al volver. En cualquier caso, decidieron no poner denuncia. De su padre, lanzan un rumor y ya está: "Búscate la vida", insinúan. Y es eso, precisamente, lo que pretende.