Fátima Díez o cómo resistir el yugo impuesto ‘por dios y por España’

Superviviente de la violencia y las humillaciones constantes que sufrió desde niña, Fátima Díez ha relatado su historia en el libro La gravedad de las lágrimas. Teme el actual avance de las soflamas fascistas y, por eso, lucha —y escribe— para que se conozca lo que ella y miles de mujeres más tuvieron que vivir.

Por Miriam NajibiPeriodista

Si hay vidas después de esta, habrá quienes se retuerzan al recordar su fracaso al intentar doblegar bajo sus moralísimas, patriarcales y férreas imposiciones a mujeres como Fátima Díez. En la vida terrenal, a quienes en un pasado no tan lejano martillearon la vida de miles de niñas y jóvenes, como la de Díez, jamás les juzgaron por sus actos. Otras supervivientes como ella esperan el perdón de la Iglesia y de las congregaciones religiosas que abanderaron magnitudes inimaginables de violencia durante la dictadura franquista.

Fátima Díez nació en Bilbao, en 1962. No mucho después de llegar al mundo, comenzó a transitar por vidas que nadie se merece. Pensaba, hasta hace no mucho, que sería fruto de la mala casualidad. Fruto de la buena, se cruzó con otras mujeres con realidades similares a las que ella había padecido. Esas mujeres —que ahora ya son sus hermanas— sufrieron, como ella, la violencia ejercida por el Patronato de Protección a la Mujer en diferentes puntos del Estado español. "Yo puedo decir que he sacado fuerzas y que lo he superado. Pero te aseguro que hay mujeres que no han podido y han vivido toda la vida condicionadas por aquellas barbaridades", afirma.

Hacer "mujeres de provecho" 

Tras quedarse viudo, el padre adoptivo de Díez se casó con una mujer que tenía muy claro cómo debía ser la buena mujer española: una reproducción a pequeña escala del modelo de feminidad impuesto por la Sección Femenina de la Falange. Esa "señora de gris", fascista de tomo y lomo, pensó que lo mejor para la pequeña, de cerca de siete años, era hacerle las maletas y sacarla de su casa en Bilbao para llevarla a un preventorio dirigido por la Sección Femenina en Gallarta, una localidad minera de Bizkaia. Todo para que en ese colegio hicieran de ella una "señorita del mañana" y, ya de paso, tenerla lejos.

Un yugo "imponente" con cinco flechas dio la bienvenida a una de las vidas que Fátima nunca debería haber vivido. Algunas de sus compañeras, a la entrada al edificio, eran rapadas delante de las demás. Humillación a la que ya había sido sometida Fátima a manos de la "señora de gris". La oscuridad y el olor a lejía dominaban el interior de la institución. Más tarde, cuando sus rodillas tocaron el suelo de esos pasillos "larguísimos" en infinidad de ocasiones bien para limpiarlos, bien por mero castigo, entendió por qué olía así. Estaban encogidas: "Recuerdo que todo era muy nuevo: levantarte a las siete de la mañana para ir a la izada de bandera; acudir después a misa; pasar un hambre de mil pares de narices porque para desayunar solo nos daban un trozo de pan y aguachirri; tener que robar comida de la cocina por las noches para no morirte de hambre". Su rictus se torna serio al narrar un episodio: "Pasamos toda la noche fuera, bajo cero, dando vueltas sin parar alrededor del poste donde se izaba la bandera de España hasta el amanecer. Algunas, en bragas y otras, en camisón. Nos decían: «¡Cantad el Cara el Sol para entrar en calor!»".

En teoría, aquello era un colegio. ¿Educación? Regla número uno: Os enseñaremos, sobre todo, a alejar la tentación para estar en un continuo estado de gracia. Regla número dos: Haremos de vosotras unas mujeres de provecho. Número tres: Las señoritas no deben cruzar las piernas. Antes de entrar al aula, un "Arriba España, señorita". Dentro, en frente de los pupitres, las tres caras de los hombres que moldeaban sus vidas. En el medio, un Jesucristo colgado de la cruz y, a ambos lados, Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. El último le resultaba familiar: la "señora de gris" había llevado también su fotografía a casa y hablaba de lo bueno que era. Aprendió que no era necesario conocer a alguien para odiarlo.

Fotografias: La escritora Fátima Díez posa en el centro cultural feminista La Sinsorga. Publicó la novela 'La gravedad de las lágrimas' para que su hijo y su hija entendieran lo que había vivido en distintos reformatorios franquistas.- MIRIAM NAJIBI GOÑI.

Férrea vigilancia de mano suelta 

"Yo me he criado de colegio en colegio. Fueron tantos los cambios, que no sabía ni en qué ciudad estaba, ni qué momento era". Tras dos años en Gallarta, fue trasladada a un "colegio" en Palencia. Cree que porque su padre adoptivo se jubiló en esa ciudad. Un "colegio" de rejas en las ventanas: "El sol fuera. Nosotras dentro", dice. En realidad era un reformatorio de las monjas adoratrices auspiciado por el Patronato de Protección a la Mujer.

Entre un "Así en el cielo como en la tierra" y otro "Ave María Purísima", a las monjas se les colaban perlas hacia las niñas como "pecadoras", "cachorras sin domesticar" o acusaciones de haber matado a Jesucristo. La educación ni abundaba, ni se recibía: "Dos horas al día de clase y da gracias, el resto estábamos trabajando", aclara. Los días se llenaban con el dignificante ejercicio del trabajo. Cuenta que las monjas utilizaban a las niñas como mano de obra tanto para el centro como para otras empresas de la zona. Recuerda tener llagas en las manos por lavar a mano con sosa piezas textiles, y dolor en los brazos y en las piernas de planchar y fregar los suelos de rodillas. Todo bajo una vigilancia extrema de mano suelta. Perdió el miedo "porque todo lo que podría venir después de hacer cualquier cosa siempre iba a ser malo".

Uno de sus recuerdos más crudos es de dentro de un aula. Necesitaba ir al baño: "Levanté la mano y le pregunté a la monja que a qué hora era el recreo porque necesitaba ir al servicio". Para enseñar a las demás niñas que había que ser obediente y no interrumpir, la monja la llamó a la tarima para que apoyara las manos sobre su mesa: "Me obligó a ponerme de espaldas a las demás y con la regla de metro y medio me dio un primer golpe en la espalda. Me subió la falda. Sentí el latigazo de la regla sobre el culo una primera vez, una segunda, tercera, cuarta... Se me cerró la garganta y no pude más. Acabé haciéndome pis allí mismo, delante de todas". Admite que el "mejor" castigo para ella era el aislamiento. Así, encerrada en el último piso durante días sin comer, estaba sola pero podía leer. Devoraba los libros y, gracias a ello, empezó a escribir. Costumbre que fue su puerta de salida a una realidad "lacerante".

Un día apareció de visita la "señora de gris". Ni la quería, ni la esperaba. Justo después supo que tenía que escapar. De madrugada, cogió un colchón y se tiró desde la entrada del reformatorio. Era pequeña y el mundo exterior, desconocido. La pillaron y regresó, pero volvió a intentarlo. Allí y también en Valladolid, ciudad a la que fue trasladada después. Nunca supo por qué la llevaban de "colegio en colegio". Distinta localización, sí, pero mismas monjas y mismo reformatorio. La misma oscuridad, los mismos trabajos, las mismas manos sueltas que asomaban los mismos hábitos. Vuelta a la mala costumbre de huir y vuelta a un nuevo reformatorio. Así, hasta que un día, su padre adoptivo le dio un consejo: "Búscate la vida". Puede que lo hiciera para alejarla, de una vez, de la "señora de gris" y de la vida de los reformatorios. Lo que sucedió a partir de entonces tampoco fue fácil, pero sucedió al otro lado de esas ventanas altas con barrotes.

La historia de Fátima Díez —y todo lo que queda aquí por contar— se recoge en su libro La gravedad de las lágrimas. Un relato que nace con el apoyo de esas mujeres a las que llama "hermanas", mujeres como Consuelo García del Cid o Marije López, ambas también escritoras, gracias a quienes, a los 48 años, Díez fue realmente consciente de lo que había vivido. Escribir ese libro fue "una necesidad", según cuenta, para explicarles todo lo vivido a su hija e hijo, pero también para situarse en la lucha contra el avance de los movimientos de ultraderecha en el Estado español. Para que ninguna mujer tenga que volver a pasar por lo que pasaron ella y sus "hermanas".