Opinión

Qué se esconde detrás de lo que nuestra estirpe siempre calla

Por Isabel Cadenas CañónDirectora del podcast 'De eso no se habla'

17 de abril de 2024

A mi abuela Isabel le daban miedo los hombres. No lo decía así ("me dan miedo los hombres"), pero decía: "¿Hombres, yo?", o "ten cuidado por ahí" o "a ti que no te toquen". Cosas de abuela mayor, de abuela exagerada, de mujer de otro tiempo a la que miramos desde el nuestro: con la arrogancia de entender cosas que ellas, las de entonces, nunca podrán alcanzar a entender porque los tiempos han cambiado y ahora somos más listas, más de ciudad, más racionales.

Era de un pueblo de Extremadura. Un pueblo pequeño, que vivía y vive sobre todo de la aceituna. Tuvo tres hijos, muy joven, después de la guerra. Se quedó viuda muy pronto. En la familia nunca supimos mucho sobre su marido, mi  abuelo, que murió a los 28 años. Sí supimos, claro, de las consecuencias: mi abuela emigrando al norte con sus tres hijos, en un tren que no podían pagar, a vivir "de patrona", esas habitaciones de alquiler en casa ajena en las que se vivía en los barrios de inmigrantes, a buscarse la vida como podían. A veces mi abuela decía cosas sobre mi abuelo. No muchas y no buenas. Mi abuelo había estado con otras mujeres, ella lo había visto. Cosas así era todo lo que sabíamos.

Hace unos años fui al pueblo a hacer preguntas. Iba preguntando sobre otras cosas, pero de repente alguien, en una entrevista, me dijo algo: que mi abuela se había quedado embarazada soltera. Y que por eso él, el guapo del pueblo, tuvo que casarse con ella. Nunca había oído eso en mi familia. Después, haciendo los cálculos de tiempos, no sé si eso es verdad: las fechas no cuadran, su primera hija nació más de nueve meses después de que se casaran, ¿quizá tuvo un aborto, voluntario o involuntario? ¿Quizá eran solo rumores? ¿Quizá tuvieron sexo sin estar casados y en el pueblo se supo? Lo que tengo claro es que si ese rumor ha persistido hasta hoy es porque ese rumor, fuera cierto o no, también persiguió a mi abuela.

Nunca le pregunté más sobre la relación con su marido, ni sobre los pocos hombres que hubo a su alrededor después, los pocos hombres sobre los que, a veces, hablaba, y con los que tenía una relación exclusivamente laboral. Hablaba sobre todo de dos: de su jefe en la heladería que limpiaba en Badajoz, antes de emigrar al norte, y del hombre de la casa que limpiaba ya en el País Vasco. Del segundo hablaba con un respeto excesivo. Del primero, con un miedo atroz. Nunca me pareció importante traspasar esos muros, entender lo que había detrás de esas palabras que decía, repetidas siempre igual. Nunca le pregunté por qué ese miedo, esa sobreprotección, esa mueca como de no querer recordar. Llevo años trabajando con historias de silencios de otras personas, entrevistando a gente sobre sus silencios, familiares y colectivos, y esa frase, "nunca le pregunté", es una de las que más se repite, una de las que nunca falla, una de las que se nos quedan clavadas ya para siempre.

Como nunca le pregunté, no sé si mi abuela oyó hablar alguna vez sobre el Patronato de Protección a la Mujer, esa institución franquista para mujeres "caídas o en riesgo de caer". Me preocupa mucho lo que pasaba dentro de esos centros, repartidos por todo el país, donde se trataba de inculcar la moral que el nacionalcatolicismo había decretado que teníamos que tener las mujeres. Pero me preocupa también lo que pasaba fuera de esas paredes, fuera de esos reformatorios: los ecos que les llegaban a mujeres como mi abuela, en un pueblo de menos de mil habitantes en la provincia de Badajoz. Me preocupa cómo el franquismo creó sofisticados sistemas de adoctrinamiento en el día a día, en la vida cotidiana, sin necesidad de tener instituciones expresamente dedicadas a la represión de mujeres allí. Las miradas, los rumores, el juicio constante, la facilidad con la que una mujer podía desviarse de ser una "buena mujer". Las frases que oían a menudo, las frases que nosotras mismas, las nietas, hemos seguido oyendo: que si la Antonia se fue un día del pueblo y volvió, unos meses después, con una bebé que decía que era su hermana; que si la Fefi se quedó embarazada y no se sabe de quién; que si la María era una fresca, una guarra, una puta.

Si ese rumor ha persistido hasta hoy es porque ese rumor, fuera cierto o no, también persiguió a mi abuela.

Me preocupa lo que pasó dentro el Patronato y me preocupa, de igual manera, lo que pasó fuera, lo que llamo "la sombra del Patronato". La amenaza constante sobre las mujeres, aunque nunca hubieran oído hablar sobre esa institución. La amenaza sobre todas las mujeres, las niñas, las adolescentes, pero mucho más, claro, si eras una mujer pobre, si eras una vencida, si tu familia no podía permitirse el precio de guardar las apariencias —mandarte a abortar fuera, casarte con un primo lejano, encontrarle un padre a esa criatura—. Y pienso ahora que muchas venimos de una estirpe de mujeres que, a falta de familias que pudieran guardarlas por ellas, tuvieron que encargarse de guardar sus propias apariencias para poder sobrevivir.

Mi abuela eligió (o a mi abuela le tocó) el camino de la abnegación. El de demostrar que ella era muy recta, la más limpia, la que nunca jamás en la vida se dejaría tocar por un (otro) hombre. Trabajó hasta muy mayor y no la oí quejarse nunca del trabajo. Sí repetía a menudo esas frases con las que he empezado este artículo: que los hombres, cuidado; que los hombres, lejos. Supongo que pensaba que eso, una vida de decoro, de cargar como una mula en el trabajo, de cuidarse de los hombres, la iba a salvar. No hablo de salvación divina aquí; hablo de lo que para ella, y para muchas otras, era la salvación terrenal: que no hablaran de ella, que no la notaran, que nadie pudiera decir de ella que no era una "buena mujer".

Hay pueblos llenos de mujeres así: figuras de luto continuo que caminan por la calle sin hablar mucho, sin mirar mucho, como bultos negros que van de la iglesia a casa, de la tienda a casa, que nunca han puesto un pie en el bar ni se les ocurriría, dios las libre, ahí solo van los hombres. Quizá algunas de esas mujeres sean nuestras abuelas. Pero quizá, también —ya sin el luto, ya entrando en el bar—, esas mujeres sean nuestras madres: abnegadas, decorosas, cuidadoras, herederas y transmisoras de ese linaje de mujeres atenazadas por el juicio de un sistema que solo admitía a perfectas casadas, a ángeles del hogar, a madres sacrificadas; es decir, a mujeres que hicieran todo lo posible por parecerlo.

Qué se esconde detrás de lo que las de nuestra estirpe siempre callan. Qué les pasó, qué les hicieron, qué no les pasó, qué no pudieron hacer. Qué frases, qué muecas venían del miedo a la delación. A qué han renunciado por estar bajo la sombra del Patronato. Y qué de eso ha llegado hasta nuestro lugar en ese linaje, en silencio pero constante. Esas son, ahora, las preguntas que querría hacerles —y que no les hice—a las mujeres que me precedieron en esta estirpe.