Opinión

¿Y si nuestras abuelas fueron más putas de lo que nos contaron?

Por Itziar ZigaEscritora

17 de abril de 2024

Camino dichosa por Zaragoza, llevo el vestido del pecado. Tan escotado por arriba como por abajo. Me para una tía, exhala y suelta: "Bájate el vestido que se te ve todo". Y se va, porque es una orden, y quien da una orden no acepta respuesta alguna. Yo alcanzo a gritarle: "¡Y a ti se te ve la cruz!". De hecho, la llevaba colgando por fuera del cuello vuelto azul plomizo, la cruz cristiana. Diciembre de 2023. Me río y me rabio a la vez, regreso obsesivamente al Patronato de Protección a la Mujer. ¿Pero cómo es posible que una de las mayores atrocidades cometidas en el Estado español contra nosotras las mujerizadas, durante gran parte del siglo XX, hace nada, para colmo abiertamente institucionalizada, haya escapado del pertinaz radar de varias generaciones de justicieras feministas organizadas? Si solo en 1965, como ha revelado la historiadora Carmen Guillén, el Patronato mantuvo cautivas a 41.355 mujeres, ¿cuantísimo miedo, sufrimiento, renuncia, frustración y deseo sofocado, cuantísimo control y desconfianza entre nosotras habremos heredado sin saberlo de 43 años de terror puritano programático? Me da vértigo pensarlo, no exagero, y tengo el coño pelado de confrontar las violencias patriarcales, pelado y henchido. Ese coño que no debe airearse nunca... Miro alejarse a la cruzada que acaba de ordenarme en medio de la calle que me tape, podría ser más joven que yo. No me cabe duda, en otra década ella me mandaba a ser destruida por el Patronato.

Como nos iluminó Silvia Federici, de la terrorífica caza de brujas nos viene la feminidad delatora: la puta es mi vecina, no yo. Puta es el estigma patriarcal que doblega a todas las mujeres; maricón, para los hombres. Y así, asfixiadas en el binarismo sexófobo, aburrido y cruel, pretenden mantenernos, siglo a siglo. En muchas ocasiones, lo primero que te hacían, al caer presa del Patronato, era conducirte a un Centro de Observación y Clasificación, donde violentaban tu vagina para comprobar si eras "completa o no completa". No se decía roja, se decía carmesí. No se decía puta, se decía no completa. Pero, vamos, a las completas les esperaba la misma aciaga suerte. No hace falta que recordemos que el sacrosanto himen se puede romper de mil maneras, no solo copulando: precisamente porque no controlamos su integridad, les sirve para usarlo contra nosotras. Pobre membranita de nuestras entrañas, utilizada en nuestra contra. Durante décadas nos preguntábamos dónde estaban las lesbianas durante el franquismo. Porque no las encontrábamos en las cárceles, a un muro de nuestras hermanas maricas y travas: no constaban. ¡Estaban en el Patronato! Y obvio que ni el deseo, ni sobre todo la acción, de encamarte con otras, te preserva entera, perdón, con el himen tejido. Tú no puedes hacer uso de tu coño, pero El Patronato, sí.

Esto nos viene de lejos. Mi amada antropóloga Livia Motterle narra esto en su apasionante I tenia cor. Treball sexual, violències i resistències. "Desde 1409 hasta finales del siglo XVIII, el número 15 de la calle Egipciaques (en el Raval barcelonés) se conocía como la Casa de las Mujeres Arrepentidas o el Monasterio de las Doncellas. Se trataba de uno de los lugares de reclusión más importantes para las mujeres "mal inclinadas", es decir, aquellas que escapaban de las normas de conducta aceptadas y naturalizadas por la sociedad: mujeres que vivían solas, mujeres maltratadas, huérfanas, lesbianas, violadas y mujeres que vendían servicios sexuales. En esta "casa de acogida" también podían redimirse todas aquellas prostitutas que querían dejar la profesión que, en el nombre de la Misericordia, debían pasar un año de expiación antes de reintegrarse a la vida cotidiana de la ciudad. A ellas y a todas las mujeres reclusas se les imponía de manera muy estricta normas de conducta recogidas en ciertas ordenanzas". Y volvimos a encontrarnos todas, hermanas, junticas y revueltas, en las puritanas y misóginas celdas del Patronato.

Tú no puedes hacer uso de tu coño, pero El Patronato, sí.

Sé que había prostitutas durante el franquismo registradas como tales, mi amatxo me contaba que las miraban pasar al reconocimiento médico obligatorio. Estaban señaladas, sus vidas y las de sus criaturas eran asaltables, pero había trabajadoras sexuales fuera, en la calle, despreciadas, pero había. La vida de las putas era el peor ejemplo de desgracia en el que querían caer las mujeres, dentro de las poquísimas opciones que tenían en una dictadura atroz y ultracatólica. Estaban las solteronas: pobrecicas. Estaban las casadas: te dejaban más en paz, depende de la joya de marido que te tocase, y muchas joyas, la verdad dudo que hubiera. Estaban las cárceles de mujeres abarrotadas; y los manicomios, idem. Ya tenían a la Sección Femenina dando la tabarra a todas, entonces, ¿por qué idearon el maldito Patronato? PORQUE PODÍAN. Y porque saben que sofocar la sexualidad y la presencia social de  las mujeres es dividir y controlar al pueblo.

Por los relatos de mi amatxo sobre su infancia, yo sabía que mi aitona frecuentaba las tabernas, pero mi amona no. Mi madre nació en 1939, vaya año, justo dos meses tras la victoria de Franco. Mi amona Susana andaba mucho por la calle, de día, haciendo recados y cotorreando con las vecinas, básicamente todas las habitantas del barrio antiguo de Iruñea. Pero no pisaba los bares, casi ninguna de ellas los pisaban. Claro que me llamaba la atención que los bares en los años cuarenta, cincuenta, incluso sesenta, fueran feudo masculino: nunca faltaban señoras en las cantinas a las que me llevaron desde pequeña en los ochenta. De alguna manera, daba por hecho que la dictadura ultra-católica, diluviar sobre un mojado patriarcal histórico, generó tal control horizontal que ahuyentaba cualquier deseo de las mujeres de internarse en las tabernas, como si fuera territorio electrificado para ellas. Ya se sabe, el maldito qué dirán: Ja. Hiervo de rabia.

¿Cuantísimo acallado terror debieron de sentir nuestras abuelas al ver desaparecer a la vecina soltera y díscola, a la vecina jovencísima maltratada en casa, a la vecina solitaria que no parecía interesada en los chicos, a la vecina que sí pisaba los bares? ¿Quién era la guapa que se negaba a amortajarse en vida, de luto, ante semejante amenaza? ¿Con cuánto valor te rebelabas contra el padre tirano sabiendo que podía hacerte desaparecer con una llamada?

Hace poco, Goya, mi tía abuela de 101 gloriosos años, me contó que mi amona Susana fue bastante pendón antes de la guerra. Que cabalgaba una yegua, de cuatro patas, con su melena negra al viento. Teníamos una taberna familiar en la Rotxapea (en la ribera del Arga), y ella zascandileaba con uno y con otro. Tuvo muchos novios, a punto estuvo de romper el compromiso con mi aitona, porque estaba prendadísima de un soldado cántabro al que llamaban Escobero. Cuando de pequeña las veía jugando a las cartas, a mi abuela, a sus hermanas y a una cuñada que era como hermana, riñendo y riendo, soltaban sus amoríos no matrimoniales. Y blasfemias muy molonas como "Me cago en los cojones del obispo". Escobero no era un apellido como yo creía, hacía escobas. Idilios proletarios. Luego llegó la dictadura, y el Patronato. Hasta yo he purificado putófobamente la historia de mi amona. ¿Y si nuestras abuelas fueron más putas de lo que pudieron contarnos? Por cierto, con todo lo que sabemos ahora sobre el infame Patronato, las reivindicaciones de las trabajadoras sexuales me parecen más que nunca de justicia histórica.