Opinión

Gorras para los perroflautas

David CassasasProfesor de teoría Social y Política en la Universidad de Barcelona

2 de octubre de 2018

No se cansan. Están bien adiestrados y, además, lo hacen con bilis. Pegan y golpean y, además, lo hacen con fuerza. Tienen medios y disciplina. Persisten. Siempre están ahí. Con un desprecio y una altanería que son el temor de la bestia espantada, cada vez que las clases populares tratan de alzarse y decir “esta es nuestra vida”, cada vez que la gente trabajadora trata de asociarse libremente para tejer y ocupar órdenes horizontales en los que vivir y trabajar sin tener que pedir permiso a nadie, levantan el garrote de la demonización de las prácticas de solidaridad y de ayuda mutua. Y aporrean. Silvia Federici lo ha explicado con suma perspicacia: aquellas mujeres que se resistían a poner su cuerpo a trabajar para la reproducción del sistema capitalista debían ser simbólicamente denostadas: primero, eran acusadas de brujería; luego, podrían ya ser quemadas en la hoguera.

Hoy, los mandarines y mandamases del orden público vertical degradan semántica y civilmente a quienes responden indignados ante un mundo que no ofrece ni camino ni oxígeno: no son ciudadanos, son escoria, son pura escoria, aseguraba Sarkozy cuando reprimía las airadas revueltas de población sin futuro en los suburbios franceses; no son gente de bien, son simples “perroflautas”, decía una célebre presidenta gran-española ante los miles de personas que se reunían en calles y plazas exigiendo democracia real y –¡soberbia osadía!– tratando ya de practicarla. No pierden oportunidad: a la que observan movimiento, arremeten. Son tenaces. Esto hay que reconocérselo.

Lo mismo ocurrió con la gorra que usaban los trabajadores en las fábricas de finales del siglo XIX y principios del XX. Era la época del jornal, de la paga satisfecha por día trabajado. Cuando alguien caía enfermo, los compañeros y compañeras ponían su gorra en un lugar acordado para que todos fueran dejando un pellizco de su estipendio. De este modo, una suma parecida al jornal completo podía llegar al hogar del trabajador enfermo. Si no, en aquella casa esa noche no había cena. Y por modesta que fuera, esta práctica apuntaba a formas de fraternidad, de solidaridad horizontal, que –¿quién sabe?– podían llevar la semilla de futuros actos de rebeldía algo más ambiciosos. Había que demonizarla: “Viven de gorra”, dijo la oligarquía. Así nació la expresión. Y no: esos trabajadores y trabajadoras no vivían de gorra, sino que vivían con la gorra, se agarraban a ella para hacer de su mundo un lugar algo más vivible. Cuestión de preposiciones.

La propuesta de la renta básica –una asignación monetaria equivalente por lo menos al umbral de la pobreza y percibida incondicionalmente por parte de todos y todas– tiende a ser objeto de la misma degradación demofóbica: “Alimentará a vagos”, “mantendrá a parásitos”; “si el pobre percibe algo a cambio de nada, se tumba a la bartola” –sorprende, dicho sea de paso, que sea este un posible comportamiento que no inquieta cuando está al alcance de la población rica–. Nuevamente: “Vivirán de gorra”. Y no: la renta básica no está llegando para que podamos vivir de gorra –no caigamos en su trampa–, sino para que nos dotemos de mecanismos con los que levantar la cabeza y ensayar una vida y un mundo con sentido. Gracias a su carácter incondicional, nos otorga el poder de negociación necesario para sortear el statu quo –empezando por la aridez de los mercados de trabajo actuales– y, así, para poner en circulación proyectos productivos y reproductivos, remunerados o no, que sintamos como propios.

Por eso la renta básica, como cualquier dispositivo de política pública de carácter universal e incondicional –y hay que insistir siempre en que la renta básica ha de ir de la mano de todo un paquete de prestaciones en especie de carácter también incondicional–, tiende a alarmar a las oligarquías. Porque permite soltar el lastre del trabajo impuesto por la necesidad de sobrevivir, trabajo tantas veces alienante y atomizador, y porque, de este modo, abre las puertas a formas de cooperación social, remuneradas o no, en las que sí dignifiquemos nuestras vidas: en las que verdaderamente nos encontremos con pares y semejantes, en las que realmente sintamos que podemos autorrealizarnos a través de contribuciones a la sociedad que signifiquen algo valioso tanto para nosotros como para los demás –no valen 'soluciones' del tipo de los chaplinescos Tiempos Modernos–. No les preocupa que no trabajemos, sino que dejemos de hacerlo para ellos. Nuevamente, es una tozuda cuestión de preposiciones.

Frente a la demonización demofóbica, antidemocrática, sólo cabe el orgullo. Pero no el orgullo pasivo de quien se sabe perdedor de una contienda de la que ha salido literalmente hecho añicos –es sabido que el giro neoliberal del capitalismo ha asestado un duro golpe a un pacto social bienestarista que ya llevaba incorporados altos índices de renuncia–: en estos casos, terminamos honrando diríase que de un modo hasta fúnebre los restos de lo que fue, restos que hoy quedan esparcidos en la ceniza del campo de batalla.

Planteado así, el orgullo se convierte en melancolía del derrotado y puede llegar a abonar el camino de la barbarie neofascista. No estamos aquí para resistir en la desgracia –¿de verdad alguien piensa que esto es humanamente sostenible?–, tampoco cuando se pretende echar a las ruinas cuatro capas de pintura. Estamos aquí porque aspiramos a hacernos con nuevas gorras con las que podamos, todos y todas y de modo incondicional –y, por supuesto, con todo el orgullo y el descaro del mundo–, reapropiarnos de nuestras vidas. Aspirar a menos equivale a renunciar al deseo y al entusiasmo, a encallarse en el lodazal del cálculo 'hiperrealista' que tan a menudo conduce a la esterilidad social y política, incluida la electoral.

Por ello, la renta básica, junto con otros dispositivos público-comunes entendidos también desde la lógica de la incondicionalidad, ayuda a fortalecer la potencia del gesto insumiso de quienes, más allá de la mera resistencia, aspiran a levantar órdenes horizontales en los que puedan anidar las muchas formas de la democracia efectiva.