Esperanza Aguirre dijo una vez que España tenía más de tres mil años de historia y nadie pudo discutírselo, porque lo más seguro es que ella misma estuviera allí para asistir al parto. La Dama de Elche de la derecha cavernaria lleva tantos años copando portadas que es difícil remontarse a un tiempo donde no apareciera; habría que releer despacio los Episodios Nacionales a ver si Galdós no le pidió un autógrafo.
Por pura inercia geológica, lo mismo que la península ibérica, Aguirre siguió en política incluso después de abandonarla. Cómo iban a finiquitarla una serie de tramas corruptas y escándalos brutales (desde un Goya en el salón a un atropello y fuga en la Gran Vía), si no pudieron con ella un ataque terrorista en Bombay o un accidente de helicóptero. Para escapar del reguero de cabezas cortadas que la sucedieron —González, Granados, Cifuentes, todos colaboradores que había escogido a dedo—, Aguirre se hizo pasar por tonta del bote, un clásico de reconocido éxito en el PP, pero qué va: los tontos éramos nosotros.
Cuando se reprodujo por esporas y se clonó en la chica que le traducía al perro, el proceso de metamorfosis alcanzó la perfección: sus incondicionales saben de sobra que detrás de Ayuso, incluso detrás de Miguel Ángel Rodríguez, está la única, la inimitable reina madre de la charca podre. Cualquier día, en el escudo de Madrid, la ponen en lugar del oso o del madroño.