Tribuna

Quince años con ‘Público’

José Luis Rodríguez Zapatero

Presidente del Gobierno de España entre 2004 y 2011

Fotografía: Christian González

Público nace en septiembre de 2007. Lo recuerdo bien, se habían cumplido tres años y algunos meses desde mi llegada a Moncloa, y era un hecho notable que en el panorama de los medios de entonces en España irrumpiera un periódico desinhibido de izquierdas, si se me permite calificarlo así. Unos años después, Público atravesaría la crisis de los diarios de papel sabiendo reaccionar ante ella para convertirse en un potente medio digital, bien adaptado a los desafíos constantes de la comunicación como acredita que sirva hoy también de plataforma audiovisual a punzantes canales políticos y sociales teñidos de la fuerte personalidad de quienes los nutren. Nuevos contenidos que entroncan bien con ese designio fundacional de Público como agitador del orden social existente, desde la defensa, el guiño es bien visible, de lo público. Y sin olvidar que el medio ha sido también un semillero de otras iniciativas periodísticas en el ámbito del pensamiento progresista.

Siempre que se celebra un aniversario surge la tentación de volver la vista atrás y revisar, siquiera sea brevemente, el período transcurrido, esto es, qué ha pasado en estos años, en qué país vivíamos entonces y en cuál lo hacemos ahora, cómo ha sido, en definitiva, la evolución del contexto sociopolítico en que Público ha ido creciendo.

Cuando Público emerge en la fecha mencionada, mi Gobierno encaraba el tramo final de la primera legislatura, tratando de completar una intensa agenda legislativa de reconocimiento y extensión de derechos, y apoyado en un fuerte crecimiento económico que permitía a nuestro país alcanzar la tasa de desempleo más baja de la democracia. Este proyecto político iba a renovar unos pocos meses después el respaldo social pero se enfrentaba a una dura oposición. Creo que entonces podía tener sentido que un nuevo medio de izquierdas le prestara su apoyo, un apoyo exigente, crítico, orientado a los acentos y sensibilidades más audaces de aquél, pues siempre hay acentos y sensibilidades diversas en toda acción política.

Un año después, en otoño de 2008, estalla la crisis financiera en EEUU, que pronto impactará en Europa, y en nosotros, y el escenario cambia significativamente. Tras una primera reacción de corte contracíclico o keynesiano, que nunca llegó a estar bien orquestada entre los países europeos, las instituciones comunitarias, que se sintieron alarmadas por el deterioro que se estaba produciendo en las cuentas públicas, sobre todo de las naciones del sur, impondrán un paradigma de austeridad. En su aplicación se cifrará la supervivencia del euro, y a la postre del europeo en su conjunto. Ahora sabemos bien, creo, que si en aquella circunstancia se hubieran podido anticipar las consecuencias de esa orientación, la respuesta habría sido diferente, como lo ha sido ante la pandemia. Entonces, no acertamos a verlo o a corregirlo a tiempo, solo a atenuar, aunque intentáramos hacerlo por todos los medios que teníamos a nuestro alcance, lo que se percibía como inevitable.

La promesa democrática, que había alentado la constitucionalización del Estado Social tras la traumática experiencia de la II Guerra Mundial, mostraba como nunca desde aquel momento su fragilidad. El desafío de contener el crecimiento de la desigualdad ya estaba entre nosotros, en las democracias occidentales, antes de la irrupción de la crisis financiera, pero ésta lo hará más perentorio. Y no tardarán en surgir nuevas fuerzas políticas para encarnarlo. Público las acompañará muy directamente en su evolución durante estos últimos años.

Pero aún nos queda el presente, en esta apretada revisión de la historia de los últimos quince años. El presente es todavía la pandemia, percibida como una temible y dolorosa evocación de las crisis globales a las que la humanidad puede enfrentarse en un futuro marcado ya de modo inocultable por los efectos del cambio climático. El presente es un orden internacional seriamente dañado por el conflicto bélico desencadenado a raíz de la invasión de Ucrania, aunque ya viniera reclamando, prácticamente desde comienzos del siglo, una recomposición del multilateralismo y del diálogo constructivo entre los grandes actores mundiales: quien lo había venido siendo y no encuentra el modo de dejar de serlo en exclusiva, Estados Unidos, y quien aspira a que se le reconozca como tal, China. En cualquier caso, qué lejos quedan hoy los dignos propósitos de la Carta de San Francisco, alzada también sobre el trauma de la Segunda Gran Guerra.

Resulta intelectualmente muy difícil elevar la mirada y adquirir suficiente perspectiva histórica como para poder medir la trascendencia de lo que estamos viviendo, si un nuevo momento valle en ese largo devenir de la humanidad por avanzar aprendiendo del pasado, como ha ocurrido con frecuencia, o algo mucho peor, mucho más inquietante, una suerte de regresión distópica que nos acerque a las vivencias colectivas más amargas del siglo pasado.

Siempre se puede encontrar un cierto alivio en la cita de Borges que relativiza la sensación de vértigo histórico que cada generación experimenta en algún momento (“estos son los peores años de la historia; esto lo han pensado todos los hombres en todas las épocas”), pero resulta casi inevitable sentirse atrapado en alguna medida ahora por ese vértigo. Sea como fuere, sea más o menos dramática la situación actual, de lo que no me cabe duda es de que apela a la vuelta de la política, de la política en su más alta expresión, de la política como diálogo, por más exigente y anclado en la imperiosa necesidad de afirmar una paz basada en el respeto a un orden jurídico compartido que ese diálogo deba ser.

Tampoco hay duda de que lo veremos con Público, de que lo veremos y lo leeremos en Público. Vaya para ellos, para todas las personas que lo hacen posible, mi felicitación por su quince aniversario.