Opinión

Más alta y más siniestra

Lara Moreno

27 de julio de 2022

La madre pidió a su hijo de cinco años que calentara agua en una tina. Y el niño fue. Se perdió un momento entre las jaras, como queriendo jugar, queriendo que nada malo sucediera. Fueron solo unos segundos. Hizo lo que la madre le dijo y estuvo junto a ella. En la oscuridad de la chabola, construida con piedras, ramas y cemento, su madre gemía en cuclillas, y entre las manos llevaba un cuerpo recién nacido, manchado de sangre y latiente. Con agua templada en el fuego lo lavó. Era una niña. “Ven, hijo, tienes que cortar aquí”. El niño quiso perderse otro momento más entre las jaras, que bajo sus pies crujiesen las agujas de los pinos, que nada malo sucediera. Pero obedeció de nuevo. Sajó el cordón umbilical con sus pequeñas manos sucias, el borde del cuchillo no opuso resistencia, le pareció un milagro. La madre hizo el nudo. La niña no lloraba, pero tenía la boca abierta de hambre y frío y los ojos brillaban en lo oscuro. El hermano mayor observó cómo la madre la mecía, hasta taparle la boca con el pecho, hasta dormirla en aquel primer día de su vida. Era el 10 de julio de 1948, y había nacido una niña en el destacamento de Cuelgamuros.

El padre, uno de los veinte mil trabajadores, había cavado zanjas al llegar; luego hizo de cantero. Por cada día de trabajo le restaban tres de pena. Él dormía en los barracones, con el resto de presos y de obreros. Pero tenía allí a su familia, en los poblados. La madre hizo crecer un huerto junto al regato, cerca de la choza, abonando la tierra dura con bostas. Aquellos hombres estaban construyendo el cielo de unos cuantos. El cielo para otros. La sierra de Guadarrama albergaría una gran basílica, en honor a la Gloriosa Cruzada. La sierra de Guadarrama, en el corazón del país, tendría la fosa más ancha, una con 33.847 cadáveres irreconocibles, enmarañados de humedad.

Una hora después del nacimiento, se abrieron las nubes de principio del verano. El niño se escondió bajo el catre cuando sintió la tromba. La madre cubrió a la recién nacida y a su llanto. No hubo nada que hacer. El techo era un colador por el que entró como una cascada el agua de la lluvia. Los tres cuerpos empapados esperaron que escampara, detenida la vida así mojada, caída el agua de arriba sin clemencia, donde más adelante arañaría el cielo la cruz más alta del mundo, y también más siniestra.