A quienes trajeron la libertad

Nací en 1973, el año en el que ETA hizo volar por los aires a Carrero Blanco. Así que soy...

Alfredo Díaz-Cardiel46 años

Nací en 1973, el año en el que ETA hizo volar por los aires a Carrero Blanco. Así que soy un poco más viejo que nuestra democracia. Mi historia personal es la de una familia marcada por el dolor, el sufrimiento y la lucha antifranquista. Una historia que han intentado borrar a base de silencio y de miedo. Sistémico y sistemático. Y es que los vencidos de la Guerra Civil no tenían derecho a tener memoria o, al menos, no podían transmitirla a las siguientes generaciones. Recuerdo, por ejemplo, que mis abuelos, a pesar de su pasado militante y de haber sido combatientes por la República, nunca hablaban de política. La experiencia del terror les había enseñado que el silencio era su mejor aliado para sobrevivir. Pero, en esta ocasión, en mi familia, los vencedores perdieron. Nuestra memoria no se ha borrado ni permitiré que se borre.

Voy al grano. Mi padre es Víctor Díaz-Cardiel González. Muchos lo conoceréis. Otros, en cambio, nunca habréis oído hablar de él. No pasa nada. Os cuento. Mi padre fue un militante y dirigente del Partido Comunista de España durante la dictadura. Uno de esos que se jugó el tipo para resquebrajar a la dictadura desde dentro. Y lo pagó muy caro. Pasó, en total, algo más de ocho años en varias cárceles franquistas. Su espíritu de lucha lo había heredado de sus padres, es decir, de mis abuelos. Mi abuelo paterno estuvo siete años en prisiones franquistas. Así que tomar conciencia de la represión no fue un problema para mi padre. La había vivido en su misma familia desde pequeño. También en la de su compañera, mi madre. Mi abuela materna, Ángeles, fue rapada al cero al final la guerra, era hija del secretario del PSOE en Fuensalida (Toledo). Todo lo que tenían fue confiscado (robado), mientras que su marido, mi abuelo materno, estuvo cuatro años preso pese a ser condenado a dos penas de muerte.

Pero vuelvo a la historia. Que me pierdo. La primera vez que la dictadura detuvo a mi padre fue junto a mi abuelo por una carta que habían recibido de mi tío abuelo Pedro, que estaba exiliado en Francia. También aquella fue la primera vez que la Policía franquista torturó a mi padre. Desgraciadamente, no fue la última. Ni tampoco la más grave. La represión, el miedo y las ganas de sangre de la dictadura han estado siempre presentes en su vida. Él fue, por ejemplo, la última persona que vio con vida a Julián Grimau, el dirigente del PCE que fue asesinado por la dictadura en 1962. Mi padre me contó que aquel 7 de noviembre de 1962 se despidió de Grimau en la calle Ibiza de Madrid tras una reunión clandestina y que nunca más lo volvió a ver. Me contó que esa misma tarde fue detenido y que los policías lo arrojaron por la ventana de uno de los calabozos de la Dirección General de Seguridad, de la Puerta del Sol, causándole la muerte.

Después llegaría su particular infierno. En abril de 1965 fue detenido nuevamente. Pero esta vez ya no saldría tan fácilmente. Su encarcelamiento duró siete años, tres meses y 29 días. Pasó por las cárceles de Carabanchel, de Calatayud, de Soria y, finalmente, de Segovia, de donde salió en 1972. Tras un breve periodo en libertad, en 1973, cuando yo tenía cuatro meses de vida, volvieron a detenerlo hasta julio del 1974. Volvería a suceder lo mismo en vísperas del 20 de noviembre de 1975 y el 22 de diciembre de 1976, cuando la Policía franquista detuvo a toda la Comisión Permanente del PCE. En aquella ocasión detuvieron a Santiago Carrillo, a mi padre y a otros seis miembros. “¡Pero si usted dentro de poco va a ser diputado!”, le espetó un juez a mi padre. Apenas un año más tarde iría en la lista del PCE por Madrid al Congreso. Pero aquel juez no era vidente y mi padre no salió elegido.

De aquellos años, la verdad, no sé mucho. Sé que sufrió las torturas del comisario jefe de la Brigada Político y Social, Roberto Conesa. Sé que una de las palizas que le dieron fue tan grave que se quedó temporalmente ciego. Sé, porque lo he leído, que en prisión mantenía discusiones sobre política con miembros de ETA sobre cómo hacer oposición al franquismo. Que los de ETA defendían que lo más revolucionario era haber matado a Carrero y que mi padre mantenía que lo más revolucionario era haber conseguido desplazar al sindicato vertical franquista llenando las calles de obreros y rompiendo uno de los pilares de la dictadura. Parece una tontería, pero no lo es. Es un debate que muestra dos maneras de entender la lucha contra la dictadura: la movilización de las personas o el atentado individual. Mi padre abogó por la primera.

De aquellos años también sé que hubiera sido imposible que mi hermano y yo saliéramos adelante sin el trabajo, tantas veces invisible y olvidado, de nuestra madre, Carmen Udaondo Grande. Ella nos cuidó cada minuto y cada segundo que mi padre estuvo dentro y fuera de prisión. Y lo hizo sin renunciar a su actividad política, dando ejemplo de compromiso y de lucha dentro y fuera del hogar. Mi madre participó en el Movimiento Democrático de Mujeres, una organización de apoyo a los presos, y más tarde militó en el PCE. También fue detenida y pasó por la Dirección General de Seguridad. Afortunadamente, solo estuvo 12 días. Ojalá pudiera escribir más y mejor sobre ella, sobre su memoria y sobre su lucha. Sin embargo, falleció muy joven, cuando yo apenas tenía 17 años. Creo que nunca podré agradecerle lo suficiente todo lo que hizo por nosotros.

Pero todo esto, sin embargo, lo fui aprendiendo por el camino. Nadie nace sabiendo. En mis recuerdos de niñez, por ejemplo, sobrevuela una especie de niebla sobre lo que se podía recordar, lo que se podía decir y lo que no. El hecho de que mi padre no estuviera presente, ya sea por la prisión o por la clandestinidad, creo que me hizo interiorizar que tenía que hablar poco de él y aún menos si se trataba de su ‘actividad profesional’. Recuerdo, por ejemplo, que cuando cursaba sexto de EGB un profesor me preguntó que a qué se dedicaba mi padre. Era evidente que este profesor sabía quién era mi padre, pero yo me negué a contestar. ¿Y si lo volvían a encarcelar? ¿Y si volvía a desaparecer? No. La actividad profesional de mi padre, aunque el PCE ya fuera un partido legalizado, debía quedarse en casa. O eso pensé yo en ese momento.

Y este es el resumen de mi memoria familiar, de donde yo provengo, de lo que soy. Como decía al principio, es una historia de sufrimiento y dolor prolongado. Un dolor y una represión que, aunque muy diferentes, han continuado en esta democracia imperfecta y heredera del franquismo que vivimos. Recuerdo cómo mi hermano Víctor y yo fuimos condenados por insumisión, por negarnos a servir en la institución militar que había sido clave en una dictadura que había torturado y reprimido a los míos y cuyos mandos no habían sido convenientemente depurados.

También os tengo que contar que hace un año fui condenado junto a Teresa Rodríguez, la coordinadora de Adelante Andalucía, a pagar una multa de 5.000 euros por escribir un tuit en el que ejerzo mi derecho a la crítica política por la ejecución de Salvador Puig Antich siendo Utrera Molina ministro franquista. La jueza entendió que el honor del franquista había sido vulnerado. ¿Pero qué pasa con el honor de todas las personas que fueron represaliadas, encarceladas, torturadas y ejecutadas por el franquismo? ¿Y el honor de mi padre, de mis abuelos, de mi abuela? ¿Por qué las sentencias a los republicanos, a las republicanas, a los disidentes como mi padre, siguen siendo firmes? ¿Por qué no hay justicia para ellos? ¿Por qué nadie pide perdón? La democracia por la que lucharon mis padres, mis abuelos… ¿era esto? ¿Qué pasa con el honor de la lucha antifranquista, el honor de la lucha por la democracia y la libertad?