Una foto fechada en febrero de 1939 de una mujer y su hijo que llegaron a pie al paso de Perthus en Francia después de huir de España. Archivos AFP Una foto fechada en febrero de 1939 de una mujer y su hijo que llegaron a pie al paso de Perthus en Francia después de huir de España. Archivos AFP

Memoria a la hora de la merienda

Escribo este artículo tres semanas después del nacimiento de mi primer hijo: Ézaro; apenas unas semanas después de la exhumación...

Sonia Herrera35 años

Escribo este artículo tres semanas después del nacimiento de mi primer hijo: Ézaro; apenas unas semanas después de la exhumación de Franco y tras unos comicios (10-N) en los que pareciera que en gran parte del Estado se ha impuesto la desmemoria. En este preciso momento, reflexiono no solamente sobre cómo se me transmitió la Memoria Histórica de la Guerra Civil, de la dictadura franquista y de sus horribles consecuencias, sino sobre mi deber, desde esta maternidad incipiente e intencionalmente subversiva, de transmitírsela a mi hijo. Me rebelo ante la idea de que él tenga que crecer –le tomo prestadas sus palabras a Eduardo Galeano– en “tiempos de amnesia obligatoria” y, por ello, este artículo cobra para mí un sentido profundo de legado.

Mi Memoria Histórica se construyó a través de diferentes agentes responsables de mi educación y mi socialización y en, esa transmisión transgeneracional de la memoria, las mujeres han tenido para mí un papel fundamental. Recuerdo cómo mi madre me contaba que mi abuelo, Juan Sánchez Sánchez, que fue de la ‘Quinta del Biberón’ y que emigró a principios de los sesenta junto a mi abuela y sus cinco hijos desde Cehegín (Murcia) a Barcelona, se encerraba en la habitación medio a escondidas a escuchar a la Pasionaria desde el exilio en la emisora La Pirenaica.

Mientras tanto, mi abuela Cruz Sánchez Pérez –que no sabía leer ni escribir y que se dejó la salud trabajando como empleada del hogar, guardando el cruasán que le daban en la casa de “gente bien” en la que trabajaba para llevárselo a mi madre a la hora de merendar, sin más nociones de política que aquella que le hacía entender que su casa estaba donde pudiera alimentar a su familia– les decía a mi madre y a mis tíos, bajando la voz, que de lo que oyeran en casa, “en la calle, chitón”. El miedo, la clandestinidad de lo prohibido.

Ellos no pudieron contarme nada de aquella época gris en la que les tocó sobrevivir porque murieron demasiado pronto. Mi abuelo, un año y medio antes de la muerte del dictador. Mi abuela, cuando yo apenas empezaba a dar mis primeros pasos. Tampoco recibí el relato de mi abuelo paterno, Tomás Herrera Mollón, que se desplomó de un infarto mientras hacía las últimas compras navideñas en la calle Santa Clara de Zamora. Tenía 47 años.

Trinidad Gallego y la autora del texto, Sonia Herrera, durante una de sus meriendas juntas en la adolescencia de la segunda.- ARCHIVO FAMILIAR
Trinidad Gallego y la autora del texto, Sonia Herrera, durante una de sus meriendas juntas en la adolescencia de la segunda.- ARCHIVO FAMILIAR

María Soledad Magarzo Beneítez, mi abuela Sole, a la que sí conocí y disfruté, hablaba muchísimo de lo propio y de lo ajeno, pero no me contó apenas nada sobre la guerra ni sobre las décadas de dictadura. Otra cosa era el Chapolas, el vecino de enfrente de mi abuela Sole en Corrales del Vino, el pueblo zamorano en el que vivió la mayor parte de su vida. Mi padre me llevaba a ver al Chapolas cuando llegábamos al pueblo cada verano y siempre nos contaba que, como muchos otros republicanos de este país, estuvo durante años durmiendo en una silla detrás de la puerta con la azada en la mano, esperando a que alguien hubiera dado el chivatazo y vinieran a buscarlo para “darle el paseíllo”.

Supongo que esas narrativas intermitentes y llenas de lagunas hicieron que quisiera saber más sobre esa etapa acallada de nuestra historia reciente. El cine, de hecho, fue mi gran escuela. Probablemente –y aunque no es una de mis preferidas–, la película que me hizo conectar por primera vez con la necesidad de recuperar la memoria desde una perspectiva feminista y rescatando las genealogías silenciadas de las mujeres que vivieron la represión fue Libertarias, de Vicente Aranda.

A partir de ese momento me empecé a interesar por el papel –o, más bien, los papeles– que habían desempeñado las mujeres antes, durante y después de la guerra. Devoré libros de Mary Nash y de Tomasa Cuevas, mientras un trabajo escolar me llevó al testimonio de primera mano de Trini Gallego y Meri Arbonès, integrantes de la asociación Dones del 36 (Mujeres del 36). Ellas son para mí la “memoria encarnada” de la que habla María Luisa Ortega, una memoria que personifica lo que debiera ser la pedagogía de la resistencia antifranquista porque mis meriendas con ellas fueron, sin duda, la mejor clase de Historia.

Trini –matrona, militante comunista y soltera por convicción– me habló de “la sublevación” y de los primeros bombardeos en Madrid por parte de la aviación alemana, de los frentes difusos, del miedo ante el consejo de guerra y de sus múltiples condenas, del hacinamiento en la cárcel de mujeres de Ventas donde el número de presas era diez veces superior al que había pensado Victoria Kent en su diseño y de la mortalidad infantil en el penal de Amorebieta, del fusilamiento de las Trece Rosas, del maíz con sebo de oveja para paliar el hambre, del trabajo en la clandestinidad del Partido Comunista y también de todas las ilusiones que tenía en su juventud y que se vieron frustradas por la guerra y la dictadura. Tenía 88 años. Murió 10 años después, de vieja y libre.

Meri, por su parte, me contó que su marido era del POUM (Partit Obrer d’Unificació Marxista) y que se casó con apenas 16 años, antes de que él se fuera al frente. Me explicó que su padre y su tío fueron de la CNT y me habló del miedo a los chivatazos y a las venganzas personales, de los asesinatos en el Camp de la Bota y de la aplicación de la Ley de Fugas. También me describió su marcha al exilio con su hija mayor en brazos, que estuvieron en Francia un par de años y que, a su vuelta, cuando ya había acabado la guerra, tuvieron la sensación de que poco o nada había cambiado. “Ahora ya puede usted entrar, que ya no se lo mataremos”, le dijo un policía tras interrogar a su compañero. Habían pasado ocho años desde el final de la contienda.

Todas ellas y algunos de ellos me ayudaron a construir esa posmemoria “íntima y subjetiva en términos de textura” de la que escribió Beatriz Sarlo en Tiempo pasado; una suerte de memoria heredada que pasa de la generación que vivió los hechos a las generaciones posteriores; una memoria resiliente que se resignifica constantemente desde el presente con el objetivo que ya planteó Tzvetan Todorov: “Observando, guardando todo en la memoria, transmitiendo todo ello a los demás, se combate ya la inhumanidad”.

Y en ese trabajo de resignificación frente a la deshumanización, aunque se ha avanzado mucho, sigue faltando una reconstrucción de la memoria colectiva que ponga el foco en las violencias específicamente dirigidas contra las mujeres durante la represión franquista. ¿Cómo se ocuparon y se disciplinaron sus cuerpos? ¿Cómo se atentó contra su libertad sexual y reproductiva? ¿Cómo se penalizó la transgresión de los roles y mandatos de género? ¿Cómo se transmitió el trauma a las que vinimos detrás? ¿Cómo ha abordado la cultura la representación del feminicidio y la violencia sexual como crimen de lesa humanidad y/o como crimen de guerra durante el conflicto y la posterior dictadura? ¿Han encarnado verdaderamente las mujeres el relato que ha construido nuestra memoria colectiva? ¿Cómo resistieron a todas esas formas de violencia?

Para convertir la memoria en herramienta de transformación social y en resistencia y denuncia ante la vulneración de los derechos de las mujeres, hace falta un reconocimiento particular que dé respuesta a estas preguntas y a otras muchas que seguro que nos podemos hacer. Dicen que la Historia la escriben los vencedores. Lo que no tenemos tan presente es que, incluso en ese caso, solo la escribieron hombres.