Mi abuelo Benigno: el hombre de piedra

Cada domingo, tras la guerra, a Benigno le visitaban dos pequeñas y su mamá. Queta llevaba a Celia y Manolita,...

Pedro Alvera Fernández46 años

Cada domingo, tras la guerra, a Benigno le visitaban dos pequeñas y su mamá. Queta llevaba a Celia y Manolita, la única tarde libre que le daban en la casa en la que trabajaba interna, a visitar a su padre. Por el camino olían a casadielles recién hechas de alguna pastelería cercana y tenían que conformarse con eso, olerlas, porque su economía era inexistente. Cuando se acercaban al Campo de San Francisco, el parque más conocido y céntrico de Oviedo, las niñas elevaban la vista para competir en quién sería la primera en divisar a su padre entre los árboles. Al llegar por fin a su encuentro, le lanzaban besos desde el suelo y Queta le miraba apretando los dientes tras santiguarse.

Solo durante aquellos momentos, Benigno era el protagonista del conjunto escultórico dedicado a José Tartiere, querido empresario asturiano al que los ovetenses levantaron un gran monumento. La estatua de Tartiere, de bronce, estaba custodiada por cuatro forzudos hombres de piedra. Benigno había sido el modelo que utilizó el escultor para realizar los musculosos cuerpos de las cuatro estatuas e incluso su cara para una de ellas. Era a él a quien lanzaban besos las niñas y a quien dirigía la mirada Queta. Aquella viuda solo tenía esta forma de hacer que sus pequeñas no olvidasen a su padre, del que apenas conservaba unas pocas y minúsculas fotografías y que había caído en la guerra.

Esta historia, que bien podría ser el inicio de una bonita novela, resulta que es la de mis abuelos, mi madre y mi tía. Caí en la cuenta de su fuerza hace dos años, cuando en una visita a Oviedo me acerqué a contemplar la escultura de la que siempre nos había hablado nuestra madre y que tan interiorizada tenemos en la familia. Desde Madrid, aquellas cosas del pasado nos resultaban ajenas, tanto por tiempo como por distancia. Pero algo pasó aquel día, cuando por primera vez “conocí” a mi abuelo en lo alto de un pedestal.

Beningno y Manolita paseando.
Beningno y Manolita paseando.

Imaginé a las tres humildes supervivientes en el mismo lugar en que yo estaba, muchos años antes, en los húmedos y hambrientos días del Oviedo de la posguerra. Estaba ante la escultura más emblemática de Oviedo y resultaba que era mi abuelo. Que me aspen si no les dije a dos o tres familias que la contemplaban que aquellos cuatro hombres eran en realidad mi abuelo, que fue boxeador, y que gracias a su musculoso cuerpo el escultor lo había usado como modelo. ¿Qué hacía yo sacando pecho de aquel hombre por el que nunca me había interesado?

Llevado por la emoción, llamé a mi madre para que me refrescase la historia de su padre. Era como estar en el escenario de una película, o mejor, como viajar en el tiempo y acompañar a mi madre cuando era niña, reconociendo lugares que solo había imaginado. Hasta ese día, el relato familiar sobre Benigno era que no quería saber nada de política y no había combatido, pero que al tener cuñados rojos fueron a por él y tuvo que “echarse al monte”. La última vez que lo vieron llevaba un brazo colgando y cuando le dieron caza lo metieron en un tren lleno de presos rojos con destino al País Vasco. Alguien les dio el chivatazo de que los iban a matar, así que unos cuantos saltaron como pudieron, pero Benigno, por algún honorable motivo, no lo hizo y aquel tren resultó incendiado en un túnel con sus desgraciados ocupantes. Del destino de Benigno o su cuerpo nunca más se supo.

A mi regreso a Madrid, me puse a investigar acerca del paradero de mi abuelo. Nadie, ni siquiera mi madre ni sus difuntas madre y hermana, había tratado de averiguar algo sobre su destino. ¿Tan poderoso fue el miedo durante el largo régimen, que incluso ya bien avanzada la democracia se habían borrado hasta las ganas de saber? Lo primero que hice fue buscar información sobre aquel tren. Un hecho así no podía pasar desapercibido por los medios de entonces. Pero tras rastrear por todo internet no hallé rastro alguno del famoso tren.

Me puse entonces a investigar a partir de su nombre y apellidos: Benigno Fernández Valdés. Eureka, en un primer contacto con el Archivo Histórico de Asturias me comunican dos informaciones determinantes sobre Benigno: primero, no consta su nombre en base de datos alguna de prisiones ni consejos de guerra. Y segundo, sí que consta en la base de datos del equipo de identificación de fosas de la Guerra Civil de la Universidad de Oviedo. Además, me facilitan los datos que tienen y que desconocíamos. Entre otros, su fecha de nacimiento (12-02-1906), de defunción (14-08-1937), como causa de muerte “la pasada guerra de liberación” y, lo más importante, en el concepto se indica “Acción de guerra”. “Acción de guerra”.

Me sobresalto al leerlo y retumba en mi cabeza como un obús. Significa que sí ha combatido. Además, no figura como prisionero, así que parece claro que no lo arrestaron, que no hubo tren y que efectivamente combatió y murió durante la contienda. La versión familiar se empezaba a desmoronar. Paralelamente había escrito al Centro Documental de Memoria Histórica de Salamanca, donde me concretan más información: “Se ha encontrado una referencia relativa a Benigno Fernández Valdés, como soldado desaparecido del Batallón de Infantería 216 del Ejército del Norte”.

Se confirma entonces no solo que combatió, sino que lo hizo con los republicanos. También se menciona que está desaparecido y no necesariamente fallecido. Solicito reproducción del documento original y semanas después lo recibo en mi domicilio. Se trata del Justificante de Revista del Batallón de Infantería 216 perteneciente al mes de agosto de 1937. En él figura un listado de 36 nombres de soldados con sus sueldos (310 pesetas). En la columna “Presente” todos están marcados excepto el último de la lista, Benigno Fernández Valdés, que figura como desaparecido. Combatió en la guerra y tengo el documento que lo acredita. Fin del relato familiar.

Benigno.- ARCHIVO FAMILIAR
Benigno.- ARCHIVO FAMILIAR

Hasta aquí llegan a fecha de hoy las pesquisas sobre mi abuelo Benigno, aún sin saber qué pasó con él, si sobrevivió, si lo mataron, si desertó o cualquier final imaginable. Lo único cierto es que mi abuela Queta, viuda de un combatiente de los perdedores, con la casa medio derruida y con dos pequeñas, tuvo que buscarse la vida como pudo. Esto explica el relato que tuvo que inventarse, en primer lugar, para endulzar en lo posible la muerte de su padre a sus dos hijas; y en segundo, para sobrevivir en un territorio tan hostil, dándose la paradoja de que terminó trabajando interna para las poderosas hermanas Aza González Escalada, copropietarias del diario Región, de línea conservadora y afín al régimen.

Mi abuela murió en 1994, a los 86 años, llevándose con ella todas las respuestas. Casi sesenta años manteniendo silencio sobre la realidad de su marido. Un silencio vitalicio que explicaba el carácter serio y agrio con el que la recuerdo. Sin embargo, aquello que hacía con sus hijas cada domingo la ha convertido para mí en una tierna e ingeniosa madre. Ojalá encontremos a Benigno y cerremos su historia para hacerles justicia, aunque sea poética.