Mi hermano, el último fusilado

Nunca pude imaginar que se pudiera sufrir tanto en la vida. Nunca. Durante muchos años, lloraba todas las noches para...

Flor Baena 66 años

Nunca pude imaginar que se pudiera sufrir tanto en la vida. Nunca. Durante muchos años, lloraba todas las noches para poder estar serena durante el día y que los demás no se derrumbaran. Mi hermano Xosé Humberto Baena fue fusilado por el franquismo el 27 de septiembre de 1975. Ahora, me piden que escriba cómo era nuestra vida antes y después de su muerte. Y creo conveniente comenzar por la historia de mis padres.

Mi padre era el cuarto de seis hermanos, de una familia de derechas, en la que había varios militares. Eran de la clase alta de Vigo y se codeaban con lo mejorcito. Él era un chico guapo y le llamaban “el alemán” por su pelo rubio. Fue a la guerra de África y allí fue secretario personal de Millán Astray. En Vigo conoció a mi madre, Estrella. Ella era la mayor también de seis hermanos, pero de una familia completamente opuesta a la de papá. Eran de izquierdas. Ella, de hecho, estuvo huida durante la Guerra Civil y no podía ir a dormir a su casa porque los falangistas aparecían buscándola muchas veces.

A pesar de la oposición de mi abuelo paterno, se casaron y tuvieron tres hijos: Fernando, Humberto y yo. Mi hermano mayor, sin embargo, fue criado con mis tías, con todos los privilegios de su clase; mientras que Humberto, al que a partir de ahora llamaré Pite, y yo lo hicimos con mis padres, mucho más limitados económicamente, pero muy felices.

Vivíamos en una zona llamada Montecastelo, donde la casa más cercana estaba a 1,5 kilómetros. Íbamos al instituto Santa Irene, al que teníamos que llegar andando seis kilómetros. Pite y yo estábamos siempre juntos. Creo que una anécdota que lo define muy bien es la siguiente: un día de invierno que llovía mucho, llegó con unas zapatillas rotas y empapadas. Mamá le preguntó por sus zapatos, y él dijo que se los había dado al limpiabotas de la calle Príncipe (Manolo), porque él era joven y podía estar con los pies mojados, pero el hombre era mayor y los necesitaba más.

Cuando Pite terminó el bachillerato, con muy buenas notas y una beca, se fue a estudiar a Santiago. Estando allí, se produjo una sentada en las escaleras de la Facultad. Detuvieron a unos 200 chicos, entre ellos a Pite. Para poder salir bajo fianza, le pidieron a mi padre 15.000 pesetas. Él no las tenía, pero pagó una de mis tías y, gracias a esto, a los dos meses salió en libertad. El juicio no se celebró hasta dos años después y fue absuelto. A pesar de ello, le quedaron antecedentes penales que le impidieron entrar a trabajar en empresas como Citroën, Santo Domingo y Barreras. Consiguió entrar como peón de fundición en Fumensa.

Durante ese tiempo participó en algunas manifestaciones y tiradas de panfletos en defensa de los trabajadores. Él era galeguista, no independentista. Llegó el 1 de mayo de 1975. Durante el transcurso de la manifestación, un guardia civil de paisano dispara “al aire” y mata a Manuel Montenegro, un trabajador de la empresa Fenosa que estaba viendo la manifestación desde su puesto de trabajo. Al día siguiente, mi hermano y otros 12 amigos decidieron hacer una colecta para una corona de flores y una esquela en El Faro de Vigo. En esa esquela ponía “fallecido por la represión policial”. Al día siguiente, empezaron a ir por las casas de todos los chicos que participaron en la publicación y los detuvieron. A las 6 de la mañana vinieron a buscarlo, pero ya no estaba. Huyó a Madrid.

Estando allí, él y su compañera participan en una manifestación en solidaridad con el pueblo saharaui. Detienen a María y mi hermano tiene que cambiar de casa ayudado por compañeros como Pablo Mayoral y Manuel Blanco Chivite. La noche del 22 de julio nos enteramos por la televisión de que lo habían detenido. Lo acusaban de la muerte de un policía en Madrid. Mi padre sabía que eso era imposible. Había estado con él el día 13 en Portugal y la muerte del policía fue el 14. Los tiempos no cuadraban.

Estuvo dos semanas incomunicado. Pasado ese tiempo, nos permitieron entrar para estar con él a través de unas rejas y un cristal con agujeros, siempre custodiado por un guardia civil con un fusil en la mano. Estaba todo golpeado, con un ojo morado. Le habían sacado una muela. Lo torturaron hasta que consiguieron que firmase un papel, pero no pudo leer lo que firmaba. Íbamos a verlo a Madrid todos los sábados. Oficialmente las visitas eran a las 12:00 h y duraban 20 minutos, aunque esto raramente se cumplía. A veces nos daban las 17.00 h y seguíamos esperando, a pleno sol, para ver un rato a mi hermano.

A principios de septiembre se celebra el consejo de guerra y es condenado a muerte. Fue la primera de las muchas anomalías del proceso, ya que él no era militar y, aun así, fue juzgado por un consejo de guerra. Además, le aplicaron una ley antiterrorista que se había aprobado estando él ya detenido. Tampoco aceptaron la declaración de los testigos de la defensa, ni prueba de balística, ni huellas dactilares, ni ninguna de las decenas de evidencias. Llegaron a expulsar a los abogados de la sala.

De los tres consejos de guerra celebrados por la muerte del policía salieron 11 condenas a muerte. Mi padre insistía en que era imposible que mi hermano estuviera implicado en este asunto. Mi padre escribió al príncipe de Juan Carlos, al ministro de Justicia… No pidiendo clemencia. Solo un juicio justo. Pero de nada sirvió. No hicieron caso. No hicieron nada. No movieron un dedo por la justicia. La verdad, nunca creímos que se atrevieran a matarlos. No podíamos pensar que serían capaces de cometer tamaña injusticia.

El viernes 26 de septiembre el Consejo de Ministros acuerda indultar a seis de los condenados y confirma cinco penas a muerte. Mi hermano estaba entre los que iban a ser fusilados. Nunca supimos cuál fue el criterio para decidir quién se salvaba y quién moría. Lo cierto es que esa misma noche llamó el abogado a mi padre para avisarle de que, si quería ver a Pite con vida por última vez, tenía que estar en Madrid el sábado 27 de septiembre a las 6:00 h. Mi padre y mi hermano cogieron un taxi y viajaron toda la noche. Llegaron a tiempo de darle un último abrazo y estar unos minutos con él. Mi padre le dijo que, si al menos supiera que era culpable tendría algo a lo que agarrarse, pero que siendo inocente no podría soportar la injusticia. Se moría de impotencia. Pite le contestó: “Lo siento papá, no puedo darte ese consuelo. Soy inocente, lo sabes”.

Los llevaron a Hoyo de Manzanares en tres furgones, custodiados por un despliegue policial y militar impresionante. No dejaron entrar a las familias ni a los periodistas. Tuvieron que quedarse abajo. Desde allí escucharon las tres descargas en intervalos de 20 minutos. Cuando los dejaron subir mi padre quería reconocer el cadáver. Fue mi hermano Fernando quien fue a reconocer el cuerpo. No tenía el tiro de gracia.

Lo queríamos traer a Vigo, pero mi padre decidió esperar unos días para que las cosas se calmaran y evitar más muertes. Sabíamos que se estaban preparando manifestaciones y protestas para cuando llegase el cuerpo a la ciudad. Habló con los militares y les dijo que en una semana lo traeríamos para Vigo. El enterrador de Hoyo de Manzanares se negó a enterrarlos. Decía que no quería participar en eso. Entonces mi hermano Fernando y dos militares se pusieron a cavar y les dieron sepultura.

El fin de semana siguiente mi padre y mi hermano volvieron a Madrid para preparar el traslado del cuerpo. Lo dejaron todo acordado y volvieron a Galicia, ya que el proceso tardaría un par de días. Quedaron en verse con el conductor del coche fúnebre dos días después en Puxeiros a las 12 horas para poder velarlo con la familia en privado y enterrarlo sin jaleo. Sin embargo, el día acordado, mi tía Carlota se cruzó con un coche fúnebre con matrícula de Madrid escoltado por la Policía. ¿Quién podía ser si no era mi hermano? Mi tía fue corriendo a buscar a mi padre y se fueron directos al cementerio.

Cuando llegaron al cementerio se lo encontraron tomado por la Policía. Mi padre se volvió loco de dolor pensando que incluso muerto se lo volvían a robar. Se puso a gritar que tendrían que matarlo para impedirle entrar a enterrar a su hijo. Le dejaron pasar, pero ya estaba enterrado en el panteón familiar. Mi padre siempre se quedó con la duda de si realmente era él al que habían traído.

Recibimos el apoyo de muchos vecinos, amigos y personas anónimas. Incluso del extranjero. Tenían que venir a escondidas porque siempre estábamos vigilados. Durante los dos años siguientes, por ejemplo, yo no saludaba a ninguno de los amigos de mi hermano cuando me los cruzaba. No era por rencor o algo similar. Es que no quería que los ficharan. Siempre tenía un par de policías siguiéndome a todas partes.

A los pocos meses de la muerte de Pite, papá recibió una carta de una mujer de Madrid, Carmen, en la que le contaba que fue testigo de la muerte del policía de cuya muerte culparon a mi hermano y que había ido a comisaría para decirles que la persona acusada no era la correcta. Nunca le hicieron caso. Pero con esa carta y las declaraciones de otros testigos se fue a Madrid. No le admitieron la documentación.

Dos semanas después, alguien vino a nuestra casa cuando no estábamos, mató de cuatro tiros a nuestro perro pastor alemán y le prendió fuego a todo. Se perdió casi toda la documentación, las cartas de mi hermano, sus poesías... Papá denunció los hechos en el cuartel de Barreiro, pero nunca dieron respuesta.

Mi madre no volvió a cantar nunca más, era lo que más le gustaba. Siempre estaba llorando y nosotros intentábamos disimular nuestra pena para no hacerle más daño. Papá aguantó siete años más, después murió con la  tristeza por no poder demostrar la inocencia de su hijo. Durante todo ese tiempo, mi hermano Fernando nunca habló de nada. Él era militar y recibía presiones y, como yo hablaba del tema, lo amenazaban con quitarme de en medio a mí y a mis hijos. Él estaba muy preocupado por mí y me pidió por favor que no siguiera.

He recurrido a todas las instancias judiciales posibles. De España a Europa y en ningún lado he encontrado justicia. En ninguno. Ahora seguimos luchando en Argentina. No sé en qué quedará todo, creo que hasta que no pase otra generación no se conseguirá nada. Hace unos años tuve una operación importante y, mientras iba para quirófano, pensaba en que no podía morirme como mi padre sin estar segura de que el que estaba enterrado en el nicho familiar era realmente él. En cuanto salí del hospital, pedí los permisos. La mañana del 5 de julio de 2011 volví a ver después de 36 años a mi querido hermano. Sí, era él. Tenía cinco tiros en el tórax y otro en el codo derecho. No tenía tiro de gracia.