Opinión

Cuando lo virtual se hizo político

Virginia P. AlonsoDirectora de 'Público'

12 de mayo de 2021

Hubo un tiempo en que soñamos que Internet y el trabajo en red, colaborativo, distribuido y descentralizado, habían venido para mejorar nuestras democracias, para construir un mundo mejor, más justo, más libre. Hubo un tiempo en que lo soñamos, lo creímos e incluso nos pusimos manos a la obra para hacer de ello una realidad. Aún faltaban dos años para que floreciera el 15-M. La crisis de 2008 comenzaba ya a dejar cadáveres en las cunetas del capitalismo y a levantar un muro aún por derribar y contra el que sigue chocando una sociedad española a la que se le hizo creer que pertenecía a una clase media privilegiada.

Con sus salarios precarios, sí, pero también con sus hipotecas concedidas en una suerte de barra libre y sus tarjetas de crédito a modo de pasaporte hacia una vida acorde con la imaginada, en la que las deudas eran lo de menos porque hasta la deuda era una mercancía que cotizaba en los mercados de valores (quién se acuerda ya de la prima de riesgo).

En medio de este corrimiento de tierras, impulsado a golpe de máquinas bulldozer por una Unión Europea despiadada y cruel, la ciudadanía fue tomando conciencia de que la crisis iba a ser pagada por los de siempre (todos nosotros) mientras que las elites de verdad seguirían viviendo a cuerpo de rey y espetando al común de los mortales que la responsabilidad de lo sucedido era suya por haber vivido por encima de sus posibilidades.

Esa conciencia, y sus subsecuentes indignación y malestar, encontraron un vehículo sensacional a través del cual viajar, expandirse y canalizarse. Internet y unas jovencísimas redes sociales (Facebook había nacido en 2004, Twitter en 2006) pronto se convirtieron no solo en el mar de lágrimas de una ciudadanía golpeada (de desigual manera en todo el mundo, pero
golpeada, al fin y al cabo), sino sobre todo en un espacio para la acción y la reacción organizadas.

A ese binomio habría que sumar en 2007 el nacimiento del teléfono inteligente (el iPhone y sus réplicas posteriores), cuya masiva incorporación a la vida cotidiana permitió disponer en cada esquina de testigos de distintas realidades que eran distribuidas a través de estos nuevos canales. Estábamos ante una revolución comunicativa de una magnitud equiparable a la del nacimiento de la imprenta de Gutenberg.

Este era el marco en el que en diciembre de 2009 se llevó a cabo la primera acción organizada de protesta a través de la red que trascendió las fronteras de lo virtual y tuvo consecuencias en la vida ‘real’. Un grupo de periodistas relevantes y personas involucradas de diferentes maneras en el entorno digital (“personalidades del mundo de Internet”, nos llamaron) escribimos
de manera colaborativa y en red un manifiesto de protesta contra la Ley Sinde, y acordamos su difusión sincronizada en nuestros blogs, medios, redes sociales y plataformas. Protestábamos contra la Ley Sinde porque pretendía socavar precisamente esa Internet democrática, libre y sin injerencias que ansiábamos.

A las horas de su publicación, la entonces ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, nos reunía en el ministerio a los promotores de la iniciativa. Acababa de romperse una barrera invisible: lo virtual también era político y llegaba a los despachos del Gobierno. Y no había un líder, ni un cabecilla, ni una organización detrás.

Meses después, en febrero de 2010, la Ley Sinde era aprobada con los votos de PP, PSOE y CiU. Algunos de los impulsores del anterior manifiesto, lanzan entonces en redes sociales la iniciativa #nolesvotes y un nuevo documento que propone no votar a los partidos que habían apoyado dicha ley. La enorme repercusión de esta campaña supera pronto su motivación original y comienza a adquirir una perspectiva mucho más global.

Apenas un año después nace en Facebook el grupo DemocraciaRealYa, bebiendo en buena parte de #nolesvotes y pidiendo su apoyo para las protestas que estaban convocando para el 15 de mayo de 2011. En paralelo, Juventud Sin Futuro acababa de ver la luz y ya llamaba a los jóvenes a las calles, en una especie de calentamiento de lo que acabaría siendo el 15-M de las plazas, las asambleas, las manos en alto, la esperanza, la ilusión y, después, también, el desencanto.

Diez años después, apenas quedan los rescoldos de aquella Internet que queríamos defender. Los algoritmos no son mecanismos inocentes; su manera de filtrar, posicionar y ofrecer la información condiciona la propia percepción de la misma.

La capacidad de las redes sociales para canalizar el descontento social y la movilización se ha visto sustituida por la manipulación que llevan a cabo conglomerados de bots que no se reproducen por esporas, sino gracias a las potentes estructuras que tienen detrás (muchas en el espectro de la extrema derecha).

Nada es hoy lo que entonces parecía.

Salvo el 15-M. Hay pocos acontecimientos que mantengan su pureza al echar la vista atrás. El 15-M es uno de ellos. Fue un oasis de ilusión y de esperanza, un rayo de sol que iluminaba sin quemar, un movimiento avanzador, porque logró poner en la agenda política ‘real’ asuntos de extraordinaria relevancia.

Fue una revolución, corta, pero revolución, al fin y al cabo. Porque, en el país de las trincheras, ¿puede haber algo más subversivo que la creación de un espacio de respeto, reconciliación, convivencia, construcción y reflexión?

La revolución era querer un futuro más justo. Con todos y para todos. Ahora toca recordar que un día pareció posible.