Opinión

En el infierno de Dante

Guillén del Barrio BlancoEnfermero de las urgencias del Hospital Universitario La Paz de Madrid

23 de junio de 2020

Cuando empezaron a llegar los primeros casos de coronavirus a las urgencias del hospital La Paz en la que trabajo como enfermero, nuestra reacción no fue de alarma sino de incertidumbre. Llegaban noticias de China y del colapso de las UVIs en Italia. Pero muchos de nosotros no pensábamos que iba a ocurrir lo mismo aquí ni que nos enfrentábamos a la peor pandemia en 100 años. Con el paso de los días, se cruzaban informaciones contradictorias sobre lo contagioso y letal que era el virus, y del equipo de protección que era necesario para atender a estos pacientes. Inicialmente se tomaban precauciones con los pacientes provenientes de la región china de Wuhan que presentasen síntomas respiratorios, luego con los de otras provincias chinas y algunos días después con quienes hubiesen viajado a Italia. Empecé a tomar conciencia de lo grave del problema el 5 de marzo.

Esa tarde estaba haciendo labores sindicales por el hospital, y al recorrer mi servicio, las compañeras iban a toda prisa y la supervisora corría por los pasillos hablando por teléfono. La primera sala habilitada para pacientes covid se había llenado antes de lo esperado y había que vaciar inmediatamente la siguiente sala que se pondría en uso.

Autor: Mikel Jaso
Autor: Mikel Jaso

Eran las 7 de la tarde y faltaban manos. Me puse el pijama para trabajar el resto de la tarde. Salí de allí a las 8 de la mañana del día siguiente. Para entrar a atender a los pacientes trasladados a la nueva sala nos enfundamos el traje de protección. Un primer par de guantes largos, fijados con cinta americana para que no se escurran y dejen la piel al descubierto. Un capuz que cubre cabeza y cuello y encima una bata impermeable. Mientras sujetas los bordes del capuz con la boca, una compañera te coloca la mascarilla y las gafas vigilando que cubran la cara completamente. Un segundo par de guantes. Estás casi totalmente cubierto por tejido impermeable. Lo más difícil es la primera hora. Tienes que moverte lentamente mientras tu cuerpo se acostumbra a aspirar el aire a través de la mascarilla, al calor corporal que se acumula y al sudor que no puedes evaporar. Bebes medio litro de agua antes de vestirte para que el mareo sea soportable, respiras profundamente. Y sacas adelante el trabajo.

En las sesiones de entrenamiento, llevar este traje durante 10 minutos nos resultaba agobiante. En estas semanas, tener que llevarlo durante dos horas seguidas era una suerte y a menudo fueron cuatro. Con el paso de los días, cada vez más espacios de las urgencias pasaron a albergar pacientes covid. Pero seguían llegando. Tuvieron que vaciar el gimnasio, un espacio de 300 metros cuadrados aledaño a las urgencias y dedicado a los tratamientos de fisioterapia. Se instalaron allí 20 sillones. Al no tener instalación de oxígeno, se trajeron botellas, pero había que cambiarlas cada pocas horas. Cada noche que llegaba a trabajar la situación era más penosa. El gimnasio acabó albergando a 75 pacientes en sillones y a 10 en camas. A los pocos días, la sala de espera pasó a contener 45 pacientes covid en sillones. Esa sala también se llenó. Llegaban refuerzos continuamente, pero al final no quedaba personal sanitario al que contratar.

Una de aquellas noches, solo en el puesto de triaje, empecé el turno con varias decenas de pacientes pendientes de valorar. Tras asignarles médico, la espera para ser atendidos en las consultas era tan grande que tuve que recorrer la sala de espera tomando de nuevo la temperatura y la saturación de oxígeno a los pacientes, repartiendo antitérmicos y botellas de oxígeno. Más tarde contrataron a estudiantes de último curso de enfermería para acompañarnos en el puesto de triaje en el turno de noche y que pudiésemos salir a cenar o ir al baño sin dejar vacío el puesto. Llegó un momento en el que sentí que mi imaginación no daba de sí para prever lo que encontraría al día siguiente. Aún fue necesario instalar 26 sillones más en la sala de terapia ocupacional, y una carpa en el aparcamiento de ambulancias que sustituyera a la sala de espera. En aquel momento, las urgencias habían doblado su capacidad. Quedaba una sala con 13 camas y una consulta para pacientes sin indicios de coronavirus.

Pasadas tres semanas de continuo empeoramiento y por efecto del confinamiento, el virus empezó a retroceder. Como una inundación, dejó una marca del punto máximo de la gravedad de lo que había ocurrido: las camas de UVI instaladas en la biblioteca del hospital Gregorio Marañón y en los quirófanos del Clínico, nuestro gimnasio con 85 pacientes, camas en el polideportivo de la universidad de Alcalá de Henares.

¿Por qué vivimos escenas propias de uno de los círculos del infierno que Dante describía? Por la avaricia, el fraude y la traición. La sanidad pública lleva años sufriendo recortes y privatizaciones. Una catástrofe natural como esta supera todas las previsiones, pero los daños no son los mismos si la afronta un sistema sanitario robusto y bien dotado que si lo hace una sanidad debilitada. Es fácil ver el desastre que suponen los recortes, la falta de camas y personal. Pero también debe quedar claro lo nociva que es la privatización. Es en los servicios privatizados, generalmente no sanitarios como limpieza y celadores, donde la falta de protección de los trabajadores ha sido más grave. Y muy especialmente en las residencias de ancianos, el 90% de las cuales están en manos privadas. Todos conocemos las tragedias que se han vivido allí.

Cada vez que pasemos por delante del gimnasio, recordaremos hasta dónde llegaron las consecuencias de maltratar un servicio público esencial, orgullo y patrimonio de toda la ciudadanía.

Lee el especial completo  '...Y llegó la pandemia'  en este enlace

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