Annie Ernaux en el momento de recoger el premio Nobel de Literatura.- AFP Annie Ernaux en el momento de recoger el premio Nobel de Literatura.- AFP

El retrato de la mujer desagradable

La ficción contemporánea ha hecho un hueco a las voces de mujeres un tanto abyectas, aunque la cuestión de la likeability ("gustabilidad", cualidad de agradar a otros) siempre pesa sobre los arquetipos femeninos.

Begoña Gómez UrzaizPeriodista. Autora de 'Las abandonadoras' (Destino, 2022)

-Pero, ¿cómo puede ser tan bruta?

-Es que es burrísima.

-Es la mejor.

No son los términos que suelen usarse para hablar de la obra de un premio Nobel de literatura, pero tampoco Annie Ernaux es una Nobel estándar. El reconocimiento de la Academia sueca ha servido para visibilizar un fandom muy particular, que llevaba unos años gestándose, formado en gran parte por lectoras, algunas muy jóvenes, que valoran en Ernaux sus ejercicios testimoniales, su posicionamiento político nada ambiguo, la cualidad destilada de su literatura, incluso la brevedad de sus libros, que explica gran parte del fenómeno: no se leen, se coleccionan. Pero también algo más, algo casi visceral.

Estas lectoras ven en la autora francesa un referente, una mujer que ha dejado por escrito lo mucho que ha llegado a perder los papeles (por deseo, por los hombres, por la vida misma). No ya como una reivindicación de la neurodivergencia a lo Kate Millett, sino como la expresión de una mujer real. En el chat que citaba arriba a Annie Ernaux se la calificaría, con toda la admiración y precisión técnica, como una "loca del coño". La misma que en La ocupación (Cabaret Voltaire, 2022) fantasea con descubrir el teléfono de la nueva amante de su ex y llamarle diciéndole: "¿Qué tal, tía?, ¿cómo llevas esa vesícula de mierda?"

La literatura contemporánea está llena de hijas de Ernaux, de mujeres ariscas, con juicios poco impecables, a veces nada sororas, obcecadas, egoístas y un punto narcisistas, de mujeres que han decidido permitirse el rango de emociones humanas que había estado siempre disponible para los hombres. Rachel Cusk, rendida admiradora de Ernaux, ha vivido en carne propia ese ensanchamiento del hueco que reserva la cultura para las mujeres que no se esfuerzan por caer bien. Cuando hace veinte años publicó A Life’s Work, su libro sobre su primera experiencia con la maternidad, la reacción fue virulenta en el mundo anglosajón y nadie se anduvo con muchas distinciones entre el autor y la voz narrativa. Se la condenó a ella, de lleno, como mala persona y peor madre. "Si todo el mundo leyera este libro, cesaría la propagación de la raza humana, lo que sería una lástima", decía la primera reseña que se publicó y que Cusk recordaba años después en un artículo. "Leerlo fue una pura tragedia", escribió otra.

En el prólogo de la edición española, Un trabajo para toda la vida (Libros del Asteroide, 2023), Cusk encara así aquella polémica: "A los periodistas que me acusaron de ser una madre inepta y poco cariñosa, a los detractores que emplean mi nombre como sinónimo de odio a los niños, a los lectores para quienes la sinceridad es equiparable a la blasfemia porque su religión es la de la maternidad, únicamente puedo sugerirles que se lo tomen un poco menos en serio". Aunque el episodio la dejó tocada, Cusk volvió a enfrentarse al juicio público narrando su divorcio en Despojos (Libros del Asteroide, 2020). El material era demasiado bueno para dejarlo ahí. También la tensa relación con sus padres y con su origen social privilegiado, de las que habla en Coventry (no traducida en España). Pero la recepción ha ido cambiando con el tiempo. Ni siquiera en Reino Unido, donde la crítica cultural puede ser feroz y muy tribal, se espera de ella que se muestre humilde, agradecida, insegura de su talento.

En 2013, Claire Messud publicó la novela La mujer de arriba (Galaxia Gutenberg, 2021). Es la historia de Nora, una mujer de mediana edad que vive marinando un resentimiento lógico y poco disimulado, y que queda fascinada por la familia encantadora y plurinacional que le alquila un piso. Como todas la novelas de Messud, es compleja, implacable y calladamente brillante. Al promocionarla, la autora se encontró con una pregunta extraña en una entrevista con Publisher’s Weekly, revista que se considera la biblia del sector editorial. La periodista, Annasue McCleave Wilson, preguntó a Clare Messud:

-"Yo no sería amiga de Nora, ¿y usted? Su visión de la vida es insoportablemente negativa".

A lo que Messud contestó con una de las mejores respuestas de la década (y hay que reconocer a McCleave Wilson el mérito de transcribirla tal cual, registrando lo que viene a ser un derechazo dirigido contra ella):

-"Por amor de dios, ¿qué clase de pregunta es esa?, ¿Querría ser amiga de Humbert Humbert?, ¿querría ser amiga de Mickey Sabbath?, ¿Saleem Sinai?, ¿Hamlet?, ¿Krapp?, ¿Edipo?, ¿Oscar Wao?, ¿Antígona?, ¿Raskolnikov?, ¿cualquiera de los personajes de Las correcciones?, ¿cualquiera de los personajes de La broma infinita?, ¿alguno de los personajes que haya escrito jamás Pynchon?, ¿o Martin Amis?, ¿Orhan Pamuk?, ¿o Alice Munro, ya que nos ponemos? Si está usted leyendo para buscar amigos, tiene usted un grave problema".

Aunque parezca inverosímil, Messud se pasó el resto de su ciclo de promoción explicando que sí, que había cometido la osadía de colocar en el centro de su novela a una mujer con resentimientos ocasionales que podría no ser la alegría de cualquier fiesta. En la década que ha transcurrido desde ese incidente, que dio pie a una larga conversación sobre la "gustabilidad" (likeability) de las voces narrativas femeninas (y por extensión, de las propias autoras), la situación ha cambiado. Los personajes ligeramente insufribles, como los de Sally Rooney, o directamente repugnantes, como los de Ottessa Moshfegh, han tomado la ficción y las memorias, liberando a sus autoras de la obligación de seducir con humildad (también cuando escriben).

Por supuesto, tenían precedentes. Las confesiones ásperas de Jean Rhys, los personajes de Clarice Lispector, las criaturas moralmente turbias de Mercè Rodoreda, todo lo que salió de la cabeza de Doris Lessing y Marguerite Duras. Pero hay algo en parte de la ficción contemporánea escrita por mujeres que tiene todo el aspecto de ser una reacción a ese mandamiento de las décadas inmediatamente anteriores que exigía decoro a los personajes femeninos (y de paso también a sus autoras).

Este movimiento del péndulo no se circunscribe a la literatura. En el libro Unlikeable Female Characters (Personajes femeninos desagradables), que se publicará en breve en Estados Unidos, Anna Bogutskaya, crítica de cine y parte del colectivo The Final Girls, se ha propuesto hacer la lista de las "mujeres que la cultura popular quiere que odiemos" desde antes del Código Hays hasta ahora. Bogustkaya se detiene en figuras como Shannon Doherty y en cómo la percepción sobre la actriz se mezcló con la de su personaje en Sensación de vivir (Brenda). También dedica capítulos a Atracción fatal (1987) y al género del thriller erótico de los noventa, que multiplicó las posibilidades de detestar a un personaje femenino (con variantes como la mujer manipuladora y promiscua, manipuladora y lesbiana, manipuladora y ambiciosa, o una combinación de las tres).

En la estela de lo que han escrito críticas como Emily Nussbaum, Bogustkaya muestra hasta qué punto la primera era de la televisión de calidad en las plataformas, desde los noventa hasta la primera década de los dosmiles, se cimentó en la idea de que la ambigüedad moral era una característica sexual masculina. Los espectadores de las series de AMC, Showtime y HBO estaban dispuestos a ver a Tony Soprano reventarle el cráneo a alguien y en la escena siguiente emocionarse con un caniche. Podían comprender instintivamente el chiaroscuro del alma humana, pero la misma capacidad no les alcanzaba para asimilar el solipsismo de un personaje como Samantha Jones en Sexo en Nueva York.

La disparidad era aún más evidente en Breaking Bad. En 2013, tras cinco temporadas interpretando al personaje de Skyler White, la actriz Anna Gunn escribió un artículo en The New York Times tratando de encontrar las raíces del odio visceral que recibía su personaje. Era Walter White, su marido en la serie, interpretado por Bryan Cranston, quien descendía cada vez más en una espiral de crímenes y decisiones moralmente reprensibles, pero era ella a quien los espectadores de la serie dedicaban grupos de Facebook llamados "Odio a Skyler White" y paneles enteros de discusión concebidos para desahogarse contra esa "puta esposa", esa "harpía hipócrita y estridente" que "no merece la vida que tiene". En el artículo, Gunn mencionaba que otras esposas televisivas, como Carmela Soprano y Betty Draper, eran también objeto de un desprecio colectivo y visceral, y que nada de eso era casualidad.

Desde entonces, medio millón de títulos de televisión de calidad más tarde, las cosas se han movido sustancialmente. En la última década, obras como Fleabag, Killing Eve, I May Destroy You o Crazy Ex Girlfriend (también Succession, en la que Shiv Roy es tan despreciable y egoísta como sus hermanos), han abierto hueco para series hechas por mujeres que permiten a sus personajes ir un poco más allá del estereotipo de la treintañera desastrito, que ya estaba homologado, y ser un tanto abyectas si es necesario. Por ejemplo, en Killing Eve incluso se invita al espectador a shippear, a fantasear con una relación entre una asesina sin escrúpulos, pero con excelente vestuario, y una investigadora que se permite ser desagradable con su majísimo marido, crimen este que ha sido tradicionalmente más reprobable que el asesinato.

Pero, por supuesto, la vieja costumbre de torcer el gesto ante un personaje femenino desagradable no se ha perdido. Cuando los productores de la serie Not Okay, que se estrenó en Disney+ el pasado verano, probaron los primeros capítulos con audiencias, se encontraron con tantas respuestas que no entendían por qué a alguien se le ocurría hacer una ficción sobre una influencer mentirosa y trepa que incorporaron esa reacción al guion como chiste. Antes del primer capítulo incluyeron un "aviso de contenido" como los que utiliza la plataforma para avisar a los padres de que las películas infantiles antiguas contienen ciertas dosis de racismo y tabaquismo, y escribieron: "Atención, el siguiente programa incluye luces rápidas, temas traumáticos y un personaje femenino desagradable. El espectador queda avisado". La serie termina sin dar a la protagonista, Dani, un arco de redención ni aliviar su narcisismo. ¿Cómo puede ser tan mala? Es la peor.