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Cuando pensamos en energías renovables, solemos acordarnos de la solar, los molinos de viento y otras que están en el candelero. No siempre nos viene a la cabeza la energía producida por el movimiento del agua, pese a ser una de las más antiguas, limpias y, hoy por hoy, la más importante de las que no se basan en quemar carbono. El año pasado, las centrales hidroeléctricas de este planeta produjeron el triple de energía que todas las otras renovables juntas y un 34% más que las nucleares. Las cinco centrales más potentes del mundo son hidroeléctricas.
La gracia del agua es que, al igual que el viento, se mueve sola y por tanto tiene energía cinética de manera natural. Y esta energía cinética se puede convertir en otras, como la mecánica o la eléctrica. La ventaja del agua sobre el viento es su densidad, unas ochocientas veces superior a la del aire. Esto hace que incluso corrientes de agua pequeñas y aparentemente débiles contengan una cantidad de energía notable. Quizá hayas observado que, durante las inundaciones, el agua se lleva a la gente, los coches y las casas con una facilidad que ya querrían muchos huracanes. El agua que se mueve tiene mucha fuerza y la entrega fácilmente, para bien o para mal.
Parece ser que los primeros en usar el movimiento del agua como fuente de energía fueron los griegos antiguos, desde al menos los tiempos del molino hidráulico de Perachora, que tiene unos 2.300 años. Precede en al menos dos siglos al órgano actuado por viento que quiso construir Herón de Alejandría y en un milenio a los primeros molinos eólicos verdaderos: los de Panemone, ahora en Irán. A principios de nuestra era, la civilización grecorromana ya estaba usando máquinas movidas por agua para numerosas aplicaciones –desde moler grano hasta la minería– y extendiéndolas por el mundo entonces conocido.
Pero las mejores fuentes de agua en movimiento, o sea los ríos, presentan el mismo problema que el sol o los vientos: son variables. Dependen de las estaciones, las lluvias, la sequía. Para asegurarse un buen chorro en todo momento, resultaría muy conveniente poder almacenar una gran cantidad de agua e ir tirando de ella poco a poco. Y ahí es donde entra otro invento de esta humanidad nuestra (y también de algunos animales, como los castores): los embalses.
Los embalses, pantanos y presas (o represas) son muy, muy antiguos. Seguramente venimos usándolos, en sus formas más sencillas, desde la Prehistoria. Con la llegada de la agricultura, el Neolítico y la sedentarización, se volvieron fundamentales para la irrigación de los campos y el control de las riadas. El más viejo que nos consta es el de Jawa, en Jordania, levantado hace unos cinco milenios. Pocos siglos después los egipcios comenzaron a usarlos en el Nilo, coincidiendo más o menos con la construcción de las grandes pirámides. Para cuando los griegos empezaban con los molinos de agua, en la India había densas tramas de embalses, canales y reservorios. Los romanos convirtieron la construcción de embalses en un arte, o más bien una técnica a escala industrial, plantándolos por todas partes, de muy diversos tipos, con o sin puentes por encima. En Cornalvo (Badajoz) hicieron una presa que seguimos usando 1.900 años después como si tal cosa.
No está claro cuándo se nos ocurrió la idea de unir una máquina movida por agua a uno de estos almacenamientos de agua, pero en el aliviadero romano de Band-e Kaisar (actual Irán) ya lo hacían hace diecisiete siglos para moler grano. Tras la caída del Imperio Romano, los ingenieros persas perfeccionaron la técnica. Hacia la Edad Media, ya había máquinas movidas con el agua de las presas adyacentes por todas partes.
No obstante, estas creaciones extraordinarias tenían la misma limitación que todas las tecnologías energéticas de la Antigüedad: la energía tenía que consumirse donde se producía. No existía ninguna forma práctica de enviarla a una cierta distancia; lo más parecido eran, precisamente, estas estructuras de presas y canales. Para todo lo demás había que transportar leña o carbón con bueyes, o al propio buey, si querías mover algo a algún kilómetro de donde se obtenían. Hubo que esperar hasta finales del siglo XIX para que esa gente que se ocupa de las cosas que no sirven para nada inventara algo totalmente extraño y una de las creaciones más revolucionarias de toda la historia humana: la electricidad y, con ella, la electrificación.
Como vimos en la entrada anterior, la electrificación permite transportar energía de un punto a otro casi sin límites. Pronto, una nueva máquina jamás vista antes comenzó a conectarse a esas ruedas movidas por agua: los generadores eléctricos. El primero se instaló en la mansión de Cragside (Inglaterra) para que un cierto Lord Armstrong pudiera iluminar su galería de arte con una única lámpara de arco. Pero enseguida empezaron a aparecer generadores hidroeléctricos más potentes, conectados a una red de distribución. Hacia mediados del siglo XX ya había toda clase de presas, grandes y pequeñas, repartidas por todo el mundo; casi todas ellas, con sus correspondientes generadores para producir energía eléctrica y transmitirla a grandes distancias.
Hoy en día hay miles, por el mundo entero, desde cosas gigantescas como la conocida Presa de las Tres Gargantas en China o la de Itaipú entre Brasil y Paraguay hasta pequeñas construcciones para irrigación y autoconsumo local. Los embalses, con su capacidad para mejorar la irrigación de los cultivos, garantizar el abastecimiento de aguas potables, controlar las riadas y producir grandes cantidades de electricidad son una característica de nuestro mundo desde hace ya mucho y algunos se cuentan entre las mayores obras de todos los tiempos, y las más difíciles. No es exactamente sencillo contener decenas de kilómetros cúbicos de agua con inmensas construcciones a menudo levantadas en gargantas escarpadas de difícil acceso.
Sin llegar a esos extremos, veamos por ejemplo la presa de Casasola (Málaga) que FCC levantó a finales del siglo pasado. Se encuentra en el río Campanillas, un afluente del Guadalhorce; ríos traicioneros de estos que tenemos por el Mediterráneo, que normalmente no llevan un gran caudal pero de vez en cuando se vuelven locos y baja una tromba de mil pares. En el otoño de 1989, veinticinco días de lluvias torrenciales provocaron once inundaciones consecutivas con ocho muertos y daños de todo tipo valorados en decenas de miles de millones de las pesetas de entonces. No era la primera vez, ni fue la última.
Como parte de las medidas para paliar esta situación, construyeron Casasola. La presa de Casasola no produce electricidad; su función principal es laminar las avenidas. O sea, reducir la probabilidad de que una riada arramble con todo. Por ello se suele mantener llena hasta la mitad aproximadamente, de tal modo que la otra mitad queda disponible para amortiguar la tromba e ir descargando el agua poco a poco. De paso, contribuye al abastecimiento de aguas potables. El río es tan traicionero que durante la construcción sufrieron tres avenidas. El embalse de Casasola no es una varita mágica que por sí sola impida totalmente las inundaciones en Málaga –en 2012 ocurrió otra–, pero sin ella serían más probables y más peligrosas. Es una presa de arco-gravedad (una de esas cosas que inventaron los romanos), que se alza unos setenta metros sobre el cauce del río, con una longitud de 240 metros. Sólo al verla, y ver dónde está, se comprende fácilmente que incluso una presa menor como esta no es precisamente fácil de construir:
El problema con las presas es que, dependiendo de dónde y cómo se hagan, pueden alterar la ecología local y obligar al abandono de localidades que vayan a quedar inundadas por la cola del embalse. La monumental Tres Gargantas, por ejemplo, exigió la evacuación de más de un millón de personas. Aquí en Valencia, por poner otro ejemplo, la construcción del embalse de Loriguilla en 1965 hizo necesario reubicar dos pueblos enteros. Sin embargo, como contraejemplo, Casasola no precisó evacuar a nadie ni causó daños ecológicos de importancia al entorno.
Venimos haciendo presas desde antes de la historia. Para todos los seres que vivimos en la Tierra, el agua es fundamental y los humanos no somos una excepción. Los humanos, además, necesitamos controlar el agua, y específicamente el agua dulce –o sea, la que podemos beber o con la que podemos regar– para tener algo parecido a una civilización. Todas las grandes civilizaciones surgieron en torno a ríos y se extendieron a lo largo de los ríos. Nos hizo falta dominar el agua hasta donde fuese posible para empezar a alzarnos sobre el barro, y las presas fueron nuestra herramienta. Una herramienta que sigue viva hoy.
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