A través de mi voz

La autoria vio desde pequeña la violencia machista que su padre biológico ejercía contra su madre. Fue obligada por la Justicia a mantener contacto con su progenitor a través de un Punto de Encuentro. Denuncia que su voz fue escuchada y que la violencia que recibió por parte de su padre se transformó en un maltrato institucional que reproducía los mismos patrones de violencia psicológica.

Patricia Fernández MonteroHija de y víctima de violencia machista. Fundadora de Avanza sin miedo.

Tenía 6 años cuando todo sucedió y 16 cuando me liberé de las cadenas que ese “todo” había representado para mi madre, para mi hermano y para mí hasta entonces. Los eslabones judiciales que durante años convirtieron nuestras vidas en una batalla campal se vierten hoy en tinta. Este negro sobre blanco grita, susurra, entona y canta por todas las veces que aquella niña de 6 años no pudo hacerlo. Por todos los niños y niñas a los que les han robado la voz. Por todas las infancias que, como las nuestras, fueron arrebatadas en nombre del falso Síndrome de Alienación Parental (SAP).

Mi hogar, tal y como yo lo entendía, lo formaban mi madre y mi hermano, aunque en casa también vivía con nosotros nuestro progenitor biológico al que, a partir de este momento, llamaré Fernando. Por un lado, mi madre nos nutría de amor, cariño y afecto. Por otro, las agresiones y el miedo que infligía Fernando hacia nosotros tres y en especial hacia mi madre hacen que hoy siente cátedra sin titubeos: quien maltrata no puede ser jamás un buen padre.

Mi madre decidió denunciar a Fernando tras una brutal agresión en febrero del 2005, a lo que precedió una orden de alejamiento y una doble pena por maltrato después de que él reconociese las agresiones. Sin embargo, el mismo sistema judicial que le condenó interpuso un régimen de visitas en un Punto de Encuentro (PEF) para mi hermano y para mí. Es decir, pese a que era un maltratador, su “derecho como padre” prevaleció sobre nuestros derechos con 6 y 8 años: sobre nuestra seguridad, nuestra vida y nuestra dignidad como personas.

El Punto de Encuentro se convirtió así en una herramienta legal que permitía a Fernando perpetuar el maltrato. “Restablecer la relación entre el padre y los hijos” en casos de violencia de género se puede traducir en “obligar a las víctimas a ver al victimario en pos de perpetuar una relación de maltrato hacia dos menores”.

La coacción y las amenazas a las que los trabajadores del Punto de Encuentro nos sometían a mi hermano y a mí para ver a “nuestro padre” nunca salieron a la luz. Mi voz fue acallada. Mi testimonio puesto en duda. Mi madre criminalizada. Y nuestras infancias convertidas en mercancías de sentencias judiciales.

El maltrato que Fernando ejerció durante años en mi casa se transformó en un maltrato institucional que reproducía los mismos patrones de violencia psicológica, con la salvedad de que esta vez habíamos pedido ayuda y la respuesta había sido ser obligados a ver a nuestro progenitor. El miedo que sentía me provocaba constantes ataques de ansiedad que paralizaban mis músculos y obnubilaban mi mente. Razón por la que no pude asistir en ocasiones a las visitas y que fueron aprovechadas por el PEF y por Fernando para acusar a mi madre de incumplir la sentencia.

En 2008 mi hermano y yo fuimos sometidos a un peritaje en el que el perito cuestionó nuestro relato sobre lo que habíamos vivido junto a Fernando, nos amenazó con hacerle entrar en la sala y nos instó a referirnos a él como “papá”. Tras esto, se celebró un juicio en el que a mi hermano y a mí nos “detectaron” el (falso) Síndrome de Alienación Parental. Es decir, todo el miedo, el terror y las vivencias que habíamos sufrido durante años eran, a ojos del mismo sistema judicial que había condenado a Fernando por violencia de género, una invención debido a la supuesta manipulación de nuestra madre.

Nos arrancaron de nuestra madre y de nuestro entorno para obligarnos a convivir con la persona que nos había maltratado y con la que debíamos “reestablecer la relación”. No nos creyeron entonces, nuestras voces fueron silenciadas y nuestras infancias terminaron aquel junio de 2008. El cambio de custodia, que finalmente duró tres meses, fue en un principio indefinido.

¿La cura para el falso síndrome? La Terapia de la Amenaza. Durante aquel verano mi hermano, Fernando y yo acudíamos un día a la semana a Aldeas Infantiles para revisar la “evolución de la relación”. Una vez allí, Fernando se sentaba entre mi hermano y yo y, frente a nosotros, dos psicólogos más. Ellos mismos nos explicaron que grabarían las sesiones con una cámara situada en la esquina izquierda del cuarto y, tras un espejo, otros dos psicólogos observaban. “Ocho ojos ven más que dos”, me dijeron el primer día.

Cada semana debíamos contarles cómo era la convivencia. Sin embargo, con él presente, jamás me atreví a contar los duros episodios a los que nos sometió durante aquel verano. En primer lugar, porque durante años no nos habían creído y, seguidamente, por miedo a las represalias que pudiese tomar Fernando después. Tras la charla en grupo, nos dejaban a los tres a solas “para ver cómo nos comportábamos”.

El dolor, el miedo y la desprotección que sentí en aquellas sesiones y en aquellos tres meses estaban amparados por una sentencia judicial que nos obligaba a estar allí y a la que Fernando hacía referencia constantemente: “Es lo que toca”. Cada día era una lucha, pero esta vez, a diferencia de tres años atrás, no había salida y, si la había, estaba bloqueada. Fernando nos había maltratado y lo seguía haciendo, pero a ojos de la Justicia y de la sociedad él era la víctima y mi hermano y yo productos de la manipulación.

Tres meses después mi madre recuperó nuestra custodia y se estableció un nuevo régimen de visitas que se prolongó cinco años más. Mi hermano y yo habíamos quedado destrozados psicológicamente tras el cambio de custodia.

Nuestro miedo más oscuro se había hecho realidad: que nos quitasen del lado de nuestra madre. Ese miedo me acompañó durante mi infancia y mi adolescencia. El recuerdo de aquellos tres meses es una cicatriz que no se borra jamás.

Cada quince días pasábamos un fin de semana con Fernando. Es decir, cada quince días el mismo y brutal impacto emocional. Nuestras vidas habían entrado en un nuevo ciclo de menoscabo personal en el que la recuperación se postergaba en aras de prepararnos psicológicamente para revivir las mismas duras experiencias cada dos viernes. Una analogía más sencilla: imagine tener el mismo accidente de tráfico cada dos viernes y ser consciente de que va a suceder.

Con el tiempo comencé a atreverme a decirle a Fernando que no quería estar con él. Su respuesta: “Si no te gusta, habla con el juez, que es quien te ha hecho venir aquí”. Pero el juez nunca nos escuchó y el perito que lo hizo nos acusó de tener el Síndrome de Alienación Parental. La respuesta del sistema judicial fue exponernos ante el mismo peligro del que durante años tratamos de escapar.

La coacción, las amenazas y el dolor cobraron dimensiones que mi mente de 7, 10 y 15 años nunca llegaron a entender. El dolor y el miedo a otra posible retirada de custodia se convirtieron en partes idiosincrásicas de mi ser y no fue hasta que las visitas cesaron definitivamente en el año 2013 que pude deshacerme de aquellos sentimientos.

Durante años mi madre luchó por protegernos para que creciésemos felices y con amor. El precio que pagó fue que le arrancasen a sus hijos de su lado. Pero hoy la niña de 6 años tiene 22 y su voz son estas letras que, si un día fueron lágrimas, hoy son la tinta que denuncia la injusticia.

Ningún ser humano se merece que le arrebaten su derecho a la vida, a la seguridad y a la infancia. Ninguna víctima debe ser puesta en duda, criminalizada y obligada a retomar el contacto con el maltratador. Porque un maltratador jamás es un buen padre. Porque todos los niños y niñas tienen derecho a vivir su infancia libres y felices.