Rebarrializar los barrios
Fue en 1999. Un buen día pusieron todo patas arriba. Llegaron trabajadores con casco y chaleco amarillo que se pasaban...
Fue en 1999. Un buen día pusieron todo patas arriba. Llegaron trabajadores con casco y chaleco amarillo que se pasaban horas haciendo que el suelo temblara bajo sus taladros gigantes. Fracturaron la carretera y las aceras. Abrieron la tierra y la llenaron de galerías. Querían ponernos metro en el sur de Madrid. En el sur que nunca existía, el que estaba lejos, el que estaba fuera, el que malcontaban, el que no contaba.
Salíamos poco en la tele y aún hoy, qué narices, no salimos. Nuestras narrativas están amordazadas en los grandes medios. Los barrios se han explicado desde la criminalidad; desde el folclore choni que idealiza y ridiculiza a partes iguales; desde la extrañeza y la “otrorización”. Ahora bien, fundamentalmente, desde lejos y desde arriba, convirtiendo la información en un relato descriptivo propio del National “Ghettographic” (atención a las dos “tes”). Y el problema no es que sea mentira lo que se narra, que en demasiadas ocasiones no es 100% verdad, sino que apenas se informa de ciertas zonas y cuando lo hacen casi siempre es en clave negativa, limitando el imaginario colectivo a cuatro lugares comunes. Cuando no encajamos en esa construcción, se nos tilda de diferentes o especiales, sin caer en la cuenta de que quizá no existe una sola manera de ser. Pero cómo saberlo si únicamente nos permiten colarnos por las rendijas de esa montaña de prejuicios para expresarnos. No solo somos de la periferia, sino que estamos “periferizadas”, nos dejan fuera, no es algo que escogimos, es el espacio en el que nos han confinado, más allá de los kilómetros que nos separan del centro, que a veces, no son tantos.
Tomar conciencia de lo que implica ser de barrio puede ser el resultado de la emergencia diaria que obliga a apagar fuegos. No obstante, si todo el mundo alrededor es bombero, no siempre se cae en la cuenta de lo que significa que haya incendios, simplemente, tratan de extinguirse como algo cotidiano y mecánico. Hay veces que con prisa; otras, con rabia, especialmente cuando se conocen algunos de los porqués de una situación sistémica. Sin embargo, independientemente de que la posición económica de un hogar periférico sea relativamente buena o, al menos, no mala, ser de barrio puede generar estigma tan pronto como se abandona. Moverse por la jurisdicción conocida no te enfrenta a tu diferencia, es al salir cuando se entiende cómo se lee ser de un sitio o de otro, cómo cala el discurso mediático citado con anterioridad, cómo sales desnuda de casa y vuelves vestida de etiquetas de los pies a la cabeza. Y ahí es cuando entiendes la carga que conlleva ser de barrio y abres los ojos y te blindas con orgullo, te mueres de vergüenza o sientes las dos cosas al mismo tiempo. Dependiendo del momento.
El caso es que tardaron cuatro años en concluir las obras del MetroSur y cuando inauguraron, pensamos que, tal y como rezaba el eslogan que inundó las vallas publicitarias, volaríamos y, de paso, podríamos superar el ostracismo que soportaba el extrarradio, figurado y literal, claro. El mismo que provocaba que tardáramos en llegar al centro los mismos minutos que quien venía de otras provincias, pese a estar mucho más cerca. Fueron tiempos felices, de habitar quimeras y amueblar espejismos. Los pisos se volvieron más caros, nos frotamos las manos, le ganamos horas al día, tranquilidad y, quizá, calidad de vida pero nos olvidamos de quiénes éramos y de que la vivienda jamás debería ser un lujo sino un derecho inalienable. Expulsamos sin quererlo, pero sin haberlo pensado antes, inflados por la codicia y demasiado despreocupadas, a parte de quienes denominaban a nuestro trocito del planeta hogar. Les echamos debido a que, aunque lo deseaban, no podían permanecer en las casas situadas en los escenarios de sus recuerdos ya que no las podían pagar y nos subimos sin despeinarnos al carro de la burbuja inmobiliaria hasta que la vimos explotar.
Las periferias, contenedores de gente
Así que llegaron otros, del centro, porque querían piscina y parque interior para que sus hijas e hijos pudieran jugar. Y bien, que las periferias son contendedores de gente que se suma y suma. Pero en las viviendas nuevas los vecinos dejaron de hablar, de debatir o de luchar, si toca. El barrio se desbarrializó. Se perdieron los valores que nos convertían en únicos, que nos conferían una identidad que partía, quizá, de la carencia pero también de la imaginación, del hacer con poco, del juntarse con muchas, del crecer a pesar de que nos hicieran sentir pequeñas, de, en el caso de la capital, el orgullo de no ser "gatas" sino mil leches, bien mezcladas. El objetivo es recuperarlos y queda esperanza.
¿Y cuáles son esos valores específicos? Considero que tienen quever, fundamentalmente, con lo que implica sentirse de un sitio pequeño, aunque ya no lo sea tanto. De hecho, utilizo la palabra barrio, pese a que resido en un municipio de casi 200.000 habitantes, debido a que, para mí, llamarlo así tiene que ver más que con cualquier división territorial, con los afectos, con los cuidados, con el apoyo y con una forma de relacionarse que ha pasado de ser generalizada a correr el riesgo de desaparecer.
El apoyo al comercio local, podría ser el primer ejemplo de eso intangible que sería bueno recuperar, porque son vecinas y vecinos quienes están detrás de los mostradores, porque les conocemos y nos conocen, porque han estado en el mismo sitio toda la vida y, en algunos casos nos han visto crecer y/o envejecer, porque son expertos en la mercancía que venden o porque siempre tienen tiempo para aconsejarnos. Algunas de estas tiendas están en el interior de los escasos mercados que todavía quedan abiertos. Muchos de ellos respiran agonizantes, entre pasillos vacíos en los que sorprende ver puestos abiertos y clientes. Sin embargo, a pesar de su escaso éxito actual, el producto es bueno y los tenderos no te preguntan qué quieres sino que –directamente porque saben cuáles son tus preferencias– te lo dan.
El mercado conecta con los tiempos en los que había tiempo, cuando las jornadas laborales todavía eran humanas, muchas mujeres aún no trabajaban fuera de sus casas y usaban las mañanas para ir a comprar. En esta lista, estarían también aquellos comercios que, en esta época de consumo frenético, ya no se estilan, las mercerías, en las que además de disponer de bovinas de hilo, medias o retales, también hacen arreglos y las zapaterías. Son establecimientos en donde se apuesta por reparar lo que se adquiere una vez, en lugar de por comprar muchas veces objetos que se rompen enseguida.
Los bares con solera, los que son sitio de encuentro y apoyo, a la par que consultorio, también estarían incluidos aquí, obvio, y por supuesto, y ya que hablamos de comer, también las hamburgueserías y pizzerías antiguas, nada fast y desde luego, bastante más food que las grandes cadenas. Las que sirven filete ruso o sándwich mixto y en las que todavía hoy, se celebran cumpleaños sin piscinas de bolas pero con mediasnoches, banderillas, panchitos, amistades, padres, madres, abuelos y abuelas.
La identidad propia sería otro de los aspectos a tener en cuenta y fortalecer. Es el producto resultante de una realidad pretérita que por omisión, amnesia consciente o una transmisión oral amputada, da la sensación que nunca existió. Así las cosas, la historia local queda fagocitada por los grandes nombres de personalidades que aparecen en los letreros de las calles pero que casi nunca pasearon o vivieron en las vías “traseras”. No obstante, resulta fundamental conocer lo que fue para entender el presente y dar el lugar que merecen a los mortales que sí han contribuido, de una manera u otra, a edificarlo. En el caso de las periferias de las grandes ciudades, en ocasiones, pareciera que solo son las márgenes de un río, que se llenaron de grava arrastrada desde otros lados y ya. Sin embargo, también existen los ocho apellidos de barrio, los que estuvieron antes de que sus rinconcitos se llenaran de gente de millones de localizaciones.
Precisamente, los que un día llegaron de otras provincias y/o del ámbito rural y jugaron un rol importante creando los vecindarios del sacrificio. Los levantaron con sus propias manos, en su escasísimo tiempo de asueto y, a menudo, codo con codo, junto a otras mujeres y hombres, forjando sin pensarlo, sin quererlo y, a veces, sin saberlo, las bases de la lucha y el abrazo vecinal. ¡Claro que sí, también abrazo! Tras asegurarse un techo, continuaron imparables librando otras batallas para no quedarse sin básicos como el alumbrado, el alcantarillado, el transporte, los ambulatorios o las escuelas.
Todo público, por supuesto, y he ahí otro valor. Los mínimos del presente nacieron del esfuerzo común anterior, de las reuniones a la intemperie o en los descampados, de la determinación de hacer digno el espacio habitado y eso merece no solo un recuerdo, sino también un reconocimiento que permita tener referentes cercanos, aprender de las gestas y no conformarse, para seguir avanzando. Pero hay más, es vital, en los tiempos que corren, el señalamiento a los que recién arriban y a los disidentes de lo que se supone que es ser español y buen ciudadano, ser conscientes del lugar que ocupamos, con el fin de no culpar nunca de nuestros males actuales a quienes están más abajo y así no crear un nosotras y un vosotras. Unidas, recuerden, siempre mejor, al fin y al cabo, estamos en el mismo bando.
El 'churrimerinerismo' es el barrio y aprendernos es un valor. También lo es querernos, ganar autoestima grupal por saber quiénes somos. Querernos es no avergonzarnos de nuestros barrios, de nuestra jerga propia, de un lenguaje ocurrente e infinito que no es incompatible con expresarse a la perfección ni con escribir 'palabros' esdrújulos, si toca. Se llama tener un registro amplio. Querernos es enorgullecernos de haber sido felices con poco, entre bloques feos de ladrillo coronados con pararrayos, parques de arena gruesa y muros en mitad de la nada y resignificarlos, dado que son el hábitat de nuestros recuerdos gloriosos, no por su excepcionalidad, sino debido a que nos pertenecen. Querernos es celebrarnos en las fiestas varias que nos atraviesan por nuestros orígenes popurrí, con conjuntos de música tocando en las plazas Chiquilla, de Seguridad Social, o escuchando sevillanas durante la Feria de Abril local o comiendo patatas asadas muy de aquí o patacones tan de allá, o en las que montemos nosotras autogestionadas (y con las canciones que escojamos, por supuestísimo). Querernos es mantener el espíritu de quienes nos precedieron y aspirar a más, como lógico legado, no por ambición sino por justicia y continuación.
Con todo, si hay un valor que destaco entre todos es el de la vecindad y aquí empieza lo mejor, puesto que ya no hablamos de contextos sino de personas. Frente al anonimato obstinado, a no saber quién vive al lado, a no poner nombre ni rostro a la persona con la que compartes pared, apelemos a la charla, a preguntar qué tal no como una fórmula de cortesía sino de verdad, a recuperar los descansillos para descansar pero sobre todo, para conversar. Aboguemos por los recados que se convierten en gestas porque se tarda el triple de lo esperado ya que, con esta predisposición, será más fácil toparse con gente y quedarse un rato a hablar. Apostemos por los vecinos familia, de los que ayudan y a los que se ayuda, de los que se tiene las llaves, a los que se riegan las plantas, a los que se cuida, a quienes se pide arroz “que estaba haciendo la paella y resulta que se me ha acabado”, a los que se traen imanes de las vacaciones y perrunillas o calabacines, si hemos pasado el fin de semana en el pueblo, a los que se tiene cariño y con los que hay confianza.
Y luego están los lugares públicos que siento que poco a poco se han vaciado. Si nos juntamos en ellos, los henchimos de vidas, de actividades, de petanca y exclamaciones, de gritos pueriles en los columpios y también de palabras. Aún hay bancos que podemos ocupar, en los que comer pipas para después quitarnos la sed con agua o con flash y, sobre todo, conversar, para hacer del barrio el espacio que queremos. Sin idealismos, sin nostalgias petardas, un barrio nuestro, un barrio real.