Sabemos lo importante que es, pero muchas veces olvidamos hasta qué extremo. La electricidad, simplemente, mueve nuestro mundo. Hay incontables debates y disputas sobre las fuentes de energía, pero a menudo ignoramos cómo esa energía llega hasta nuestros hogares, trabajos y escuelas. Hasta cada recoveco del mundo desarrollado, o no tan desarrollado, por ejemplo para que tú puedas estar leyéndome ahora mismo mediante estas máquinas que funcionan a base de… eso, electricidad.
Sí, sabemos que hay grandes torres eléctricas por ahí. Y cables de todo tipo pasando por todas partes. Algunos nos fijamos en las subestaciones eléctricas al pasar. O nos quedamos mirando las centrales que las producen, desde las nucleares hasta los embalses o los molinos de viento, que ya tienen poco que ver con aquellos contra los que cargó Don Quijote. Pero la interconexión de todo eso para que tengamos corriente todas las horas del día, todos los días del año, año tras año –bueno, salvo cuando hay un apagón– es una complejísima trama que constituye, en gran parte, las arterias que mantienen vivas nuestras sociedades. Como esa trama es la que da vida a todo lo que veremos en esta serie, vamos a comenzar con ella. Con la manera como conseguimos que la energía eléctrica llegue hasta al último rincón.
Los corazones de la energía.
Prácticamente sólo queda un ámbito de la tecnología de uso común que genere su propia energía sobre la marcha: los vehículos, y no todos. La mayoría de los coches, autobuses, camiones, barcos y aviones cargan litros y más litros de combustibles fósiles –gasolina, gasóleo, queroseno– para producir la energía que los mueve. Más allá de esos vehículos y de algunas aplicaciones industriales autónomas, ya todo se mueve con electricidad. Sin embargo, incluso estos vehículos y equipos autónomos dependen de las refinerías para obtener estos combustibles, y las refinerías requieren grandes cantidades de electricidad. Aunque algunas cuentan con centrales térmicas incorporadas para producirse la suya propia, si se interrumpiese el suministro eléctrico incluso estos combustibles comenzarían a escasear rápidamente. El resto del mundo se habría parado ya y estaríamos precipitándonos hacia una pesadilla decimonónica anterior a la electrificación.
Convencionalmente, la electricidad se genera… en los lugares donde se puede generar, bien porque es práctico hacerlo ahí o porque no se puede producir en ningún otro sitio. El caso extremo es la energía hidroeléctrica, o geotérmica, que sólo puede obtenerse donde están los embalses o se dan las características geológicas necesarias, respectivamente. Incluso los generadores eólicos y solares son más eficaces… bien, pues donde hay más viento y sol, claro. Las centrales de carbón tienden a instalarse cerca de donde hay carbón o de los puertos y vías férreas capaces de manejarlo, porque es caro trasladarlo a lugares remotos sin ton ni son. Con las de gasoil o gas pasa lo mismo, dependiendo de los oleoductos, gasoductos y plantas de regasificación. Sólo las nucleares se pueden plantar un poco donde te dé la gana… pero suelen ponerse en sitios apartados por razones de seguridad y presión del público.
De hecho, la misma expresión central eléctrica ya nos sugiere el hecho de que la electricidad se produce normalmente en unos centros y luego debe ser distribuida. Incluso la energía eólica y solar tiende a producirse en parques eólicos o granjas solares… lo que viene a parecerse mucho a una central. Únicamente la autoproducción para el autoconsumo más estricto se realiza de manera genuinamente local y no requiere de transporte alguno. Pero los modelos de autoproducción y autoconsumo compartido ya requieren transporte eléctrico, y en muchos casos todavía más complejo que las redes de distribución convencionales, para coordinar todos esos pequeños generadores situados por todas partes. Al final de la carrera, siempre nos va a hacer falta transportar y distribuir la electricidad.
Las arterias de la electricidad.
En nuestro estado actual de la tecnología, la electricidad sólo se puede transportar y distribuir eficazmente en grandes cantidades mediante cables conductores. Los intentos de transmitir potencia eléctrica sin cables, suficiente como para mover ciudades, polígonos industriales o incluso tu lavadora, quedaron en el limbo de las cosas que no son posibles por el momento. Quizás en algún futuro, quién sabe. Pero ahora mismo, si quieres transmitir electricidad a gran escala, necesitas cables. Muchos cables. O sea, líneas eléctricas.
Para complicar la cosa todavía más, no es tan sencillo como generar energía a 220 o 380 voltios en tu central y lanzarla así, tal cual, a la otra punta del país. O al país de al lado. Los cables, las líneas eléctricas, tienen pérdidas. Para reducir estas pérdidas al mínimo, hay que aumentar el voltaje, y no poco: a decenas, cientos de miles de voltios. En algunos casos, hasta un millón de voltios o más. Y claro, no vas a meterle a la gente en casa un enchufe de, digamos, medio millón de voltios. Las fritangas podrían ser espectaculares. Esto obliga a crear líneas de alta tensión para el transporte a gran escala, de media tensión para el transporte más local y de baja tensión para distribuírsela a la inmensa mayoría de los usuarios finales: 220-240 o 380-400 voltios en la mayor parte de los casos.
Ricemos el rizo aún más. No es muy fiable alimentar un lugar importante, como por ejemplo una gran ciudad, con una única línea. Más que nada porque si a esa línea le pasa algo, el lugar entero se queda a oscuras hasta que lo consigas reparar. Y encima, la electricidad no se puede almacenar fácilmente. No hay gigantescas baterías en ningún sitio que se puedan ir cargando y descargando para mantener encendida una ciudad. Tiene que producirse y transmitirse al mismo ritmo que se consume, con un margen de error muy pequeño. De lo contrario, nada de todo esto funcionaría.
Todas estas exigencias y unas cuantas más obligan a crear una complicada trama densamente interconectada entre sí a la que llamamos la red eléctrica. La red eléctrica es la que consigue que, cada vez que le das al interruptor, se encienda la luz. Salvo apagón, cada vez menos frecuentes en los países desarrollados precisamente porque esa red se ha vuelto enormemente densa y compleja. En España, los responsables de que el asunto funcione como debe, o tanto como sea posible, son un ente semipúblico en gran parte privatizado que se llama Red Eléctrica de España o REE. Desde el Centro de Control de la Red Eléctrica de España (CECOEL) situado en Alcobendas, a las afueras de Madrid, sus operadores se encargan de que la energía te llegue en tiempo y forma sin parar.
Para conseguirlo, entre otras muchas cosas, estos operadores necesitan de otros elementos básicos: las subestaciones eléctricas y los centros de transformación. Subestaciones eléctricas y centros de transformación constituyen los nudos de la red, que transforman la electricidad de unos voltajes a otros y la envían adonde tiene que ir a parar. Por ello, uno de sus componentes más esenciales son los transformadores. A las potencias y con las exigencias de que estamos hablando, estos nudos de transformación resultan sumamente críticos. Para instalarlos, REE se apoya en otras corporaciones como las propias compañías eléctricas, que a su vez suelen subcontratárselo a empresas especializadas; por ejemplo, FCC Industrial.
Y ahora vamos a ver cómo es posible hacer funcionar un sistema tan complejo sin que reviente por las costuras a la primera de cambio. La clave de la jugada es la predicción de la demanda. Esto es fundamental. Dado que como te decía antes la electricidad no se puede almacenar fácilmente, y hay que producirla y transportarla conforme se consume, la red eléctrica necesita unos adivinos que son en realidad aplicaciones informáticas para predecir cuánta demanda va a haber en base a muchísimos años de experiencia acumulada y unos algoritmos curiosos. Se puede decir que nos tienen calados. Así pues, en principio, el centro de control de la red eléctrica instruye a las compañías generadoras y prepara los sistemas de transmisión y distribución para atender a esta demanda prevista. Si todo va como tiene que ir, la electricidad fluirá estupendamente entre productores y consumidores al ritmo adecuado, con variaciones muy pequeñas, y el asunto funcionará de lo más bien.
Ahí viene cuando empiezan los problemas. Como las averías, por ejemplo. O igual, pese a lo que decían los informes meteorológicos, va y resulta que no sopla una gota de viento en los parques eólicos. O se le ha petado un gran generador a una central importante. O un rayo ha partido alguna instalación crítica. Lo que sea. Entonces, producción y consumo empiezan a desfasarse. Con ello, se desfasa también la electricidad. O sea, que su frecuencia –los famosos cincuenta hertzios– comienza a irse. Si se va mucho, podría dañar todo el sistema, incluyendo todos los aparatitos que tienes en casa (aunque antes de que eso ocurra, el sistema cortará la corriente y tendremos un apagón.) El riesgo es que esto provoque una avalancha de fallos en cadena, causando así uno de esos grandes apagones con los que luego hacen pelis en Hollywood.
Precisamente para impedirlo están todas esas interconexiones, todas esas redundancias y todos esos sistemas automáticos que inmediatamente van a ordenar el arranque o parada de otros generadores, derivar electricidad a o desde otros sitios y en general restablecer el equilibrio entre producción y consumo. Cuanto más densa e interconectada esté la red, cuanto más mallada sea, más fácil es compensar un problema de estos de tal modo que el usuario ni lo note. Por ejemplo, en la España peninsular es más fácil de resolver, porque existen incontables recursos que reasignar aquí y allá e incluso importar o exportar energía con los países de alrededor. En redes más aisladas y menos malladas, como las insulares, no es tan fácil y pueden producirse apagones con más facilidad.
Y así es como va. Las grandes redes eléctricas son las que permiten que los países funcionen con normalidad un día tras otro. Sin fallasen, retrocederíamos un par de siglos en un plis. Puede que a alguien le suene romántico, pero créeme, tú no quieres vivir en el mundo anterior a la electrificación. Y si tienes hijos, ni en broma. La red eléctrica no sólo mantiene encendidas nuestras ciudades, nuestros trabajos nuestras escuelas y nuestra sociedad entera en general, sino que además también permite la creación y el funcionamiento de grandes infraestructuras como las que veremos a continuación, con las que nuestros antepasados no podían ni soñar.
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