Encarnación López: "Llevo 50 años pegada a una máquina de coser y no voy a tener pensión"
Entrevista a Encarnación López
Encarnación López comenzó a coser zapatos cuando tenía 11 años. Salía del colegio y se iba directa a casa de una vecina a ver cómo trabajaba y a aprender. Le gustaba el oficio, le gustaba la responsabilidad y quería llevar dinero a casa. Ser útil. Ayudar a la precaria economía familiar. A los 13, su madre, Manuela Martín, le compró su primera máquina de coser. Ahí ya dejó la escuela. Se quedaba en casa cosiendo y cosiendo zapatos. El mismo hombre que llevaba zapatos a la vecina comenzó a llevárselos a ella también. ¿Los primeros salarios? "Unas mil pesetas a la semana", dice. Hablamos del año 1972. Franco tenía 80 y acababa de dejar la presidencia del Gobierno en manos del almirante Carrero Blanco.
Desde entonces hasta 2020 Encarnación no ha hecho otra cosa, en términos laborales, que coser zapatos y zapatos. Lo hizo en casa de su madre, primero, después en la fábrica conocida como Yukal, donde entró con 14 años con contrato de aprendiz y un horario de lunes a viernes de 8 a 13 y de 15 a 21, los sábados, se trabajaba de 7 a 14 horas. De esa época recuerda que el par de zapatos lo facturaba a 1,50 pesetas aproximadamente. Pero duró poco. A los 17 años se quedó embarazada de su primer hijo, Manuel. Ahí se llevó la máquina de coser a casa de su suegra y siguió cosiendo. Sin permiso maternal. Sin derechos. "No tenía con quién dejar a mi hijo".
Poco tiempo después, su marido y ella consiguieron reunir el dinero para comprar una casa. Era en el barrio de Carrús, el barrio que no paraba de crecer y crecer al calor de la emigración, en su mayoría andaluza, que llegaba para trabajar en la industria zapatera. En esa misma casa tuvo al segundo de sus hijos, seis años después del primero. Su nombre fue Albano y, curiosamente, otros seis años después tuvo al tercero, Alejandro, el mismo que firma este artículo. Todo este tiempo Encarnación estuvo trabajando en casa. Sin contrato. Sin derechos. Venía el hombre del calzado, le dejaba una bolsa y después venía a recogerla. "Entre zapato y zapato, llevaba a los niños al colegio, arreglaba la casa, hacía la comida, ponía las lavadoras, tendía la ropa, recogía a los niños, preparaba las meriendas y las cenas", cuenta.
Sus tres hijos crecieron y se educaron alrededor de la máquina de coser. Encarnación cosía y cosía mientras sus hijos jugaban alrededor de la máquina. Encarnación los vigilaba con un ojo, mientras el otro iba al pespunte del zapato. Llegaban las largas tardes, con la radio siempre puesta, en las que Encarnación jugaba al veo-veo con sus hijos. Les ayudaba a las sumas, restas, divisiones y multiplicaciones que llegaban como deberes del colegio. Entre medias, el estrés porque ‘el pajarillo’, que así llamaban al hombre de la faena, estaba a punto de llegar y la faena estaba sin acabar. A veces había que rebajarla, otras veces ponerle su forro, un broche o unir la pala y el talón. En otras ocasiones, Encarnación hacía partícipe a sus hijos de la faena. Ellos también querían ser útiles. Querían ayudar. Cortar los hilos que unían los diferentes pares era una tarea que sí podían asumir. Mientras tanto, Encarnación se preocupaba del olor a pegamento. Es un olor difícil de olvidar. Recuerdo sus peleas para que no nos acercáramos a la cola que pega los zapatos, las ventanas abiertas en invierno para "airear" y las 300 veces por día que nos repetía que no nos acercáramos al motor.
Así continuó hasta que el pequeño de sus hijos cumplió 10 años. La faenaque llegaba a casa comenzó a escasear. Ya no queda más remedio que salir a un taller a trabajar. Había tenido ofertas antes. Le habían ofrecido incluso ser encargada de un taller, pero tuvo que rechazar la oferta. "Alguien se tenía que quedar con los niños", dice. Así que Encarnación volvió a salir de casa. Eligió un taller que estaba cerca de casa. Era solamente una persiana a medio bajar y un timbre. Desde fuera se escuchaba el trajín, las máquinas y la música alta que intenta disimular el ruido de una industria escondida. Cuando la puerta se abría, había mujeres, mujeres y mujeres trabajando. Aparando. En negro. Sin contrato. Con solo 15 días de vacaciones que no estaban pagadas. Invisibles para todo el mundo.
En este periodo la rutina era trabajar desde las 8 de la mañana a las 13.30 h y de las 15.30 a las 21.00 h. En sus breves descansos para almorzar y merendar pasaba por casa. En el del almuerzo, para limpiar los trastos del desayuno y hacer las camas. En el de la tarde, para asegurarse de que todo iba bien por casa en su ausencia. Pero en el taller tampoco había contrato. Ni derechos. Encarnación recuerda que un jefe les dijo que si aparecían inspectores tenían que repetir que llevaban solo 15 días. Y así sucedió. Un día llegaron al taller dos inspectores. Repitieron la consigna que les habían enseñado, pero de poco sirvió. Era el año 2012. "Las inspectoras eran dos mujeres. Entraron rápidamente y comenzaron a contar. Recuerdo que éramos más de 20 mujeres y creo que ninguna estaba dada de alta", señala.
El taller cerró poco tiempo después, pero poco cambió. El mismo hombre que regentaba aquel taller abrió el mismo en otra zona y con otro nombre. "El jefe hizo borrón y cuenta nueva. Nos llevó a un nuevo taller. Ahí comenzamos a tener contratos. Rellenábamos una ficha de control horario que nunca se cumplía, ya que trabajábamos más horas de las legales y cuando no había faena nos mandaban al paro", señala Encarnación.
Así, tras casi 50 años aparando, llegó el mes de diciembre de 2019. Encarnación, que entonces tenía 61 años, se paró a mirar su vida laboral y los años que necesitaba de cotización para tener una pensión. Los datos eran dolorosos. Insultantes. Según sus propias cuentas, y al ritmo de contratos que tenía en el último taller, necesitaba seguir trabajando hasta los 73 años para conseguir la pensión. Así que decidió colgar el hilo y las tijeras. Jubilarse aunque fuera de manera oficiosa. No podía más. "Tengo una hernia discal, las lumbares fastidiadas, artrosis, las caderas se me están descalcificando, las manos torcidas, con dolor de huesos, y la vista cada vez peor", se queja.
Ahora Encarnación López depende totalmente de la pensión que cobra su marido, también trabajador en una fábrica de calzado, pero que sí cotizaba. Los dos tienen que apañarse con algo más de mil euros. Su trabajo, su vida dedicada al calzado, a la máquina de coser y al cuidado de sus hijos no es reconocido por nadie. Por eso se ha apuntado a la Asociación de Aparadoras de Elche. Quiere que el Gobierno reconozca todos los años que trabajó en negro. Guarda como oro en paño toda la documentación que ha preservado. Libretas donde anotaba a cuánto se pagaba cada par que aparaba, recibís con salarios en negro y listas y listas con las muestras que cosió. Todo para optar a un derecho.
"Yo nunca decidí trabajar en negro. Nunca. No me dieron otra oportunidad. Eran lentejas. O lo tomabas o lo dejabas y yo tenía que alimentar a tres bocas y no tenía otra opción. Ahora escucho a alguna gente que dice que si las aparadoras trabajábamos en negro era por cobrar más. No, señores, no. Si hemos trabajado en negro es porque no había otra salida y ahora queremos una solución. No podemos seguir siendo invisibles para el mundo", sentencia Encarnación.