Opinión

Las batas

Leonor DíazDirectora de arte de la película 'Espíritu sagrado'.

3 de mayo de 2022

Las batas de las aparadoras traen recuerdos de verano. En junio algunos tenían la suerte de largarse a la playa mientras los demás nos quedábamos en el pueblo y por las mañanas nos despertaba el sonido de las máquinas de aparar por el patio de luz. En esos mismos patios colgaban las batas recién lavadas. La bata de verano no tiene mangas. En Elche hace mucho calor y las 12 horas o más de trabajo sentadas en esas máquinas tampoco ayudan.

La bata clásica es azul y blanca con rayas verticales, el babi, que recuerda a los uniformes de la guardería o de la cárcel. Por la mañana las madres se levantaban muy temprano y preparaban la comida antes de sentarse y no levantarse hasta el mediodía, con la bata mojada de sudor hasta la rabadilla. Como no había clase, nosotros hacíamos los mandados que ellas nos indicaban: "Ve y compra pollo, embutido y unas cuantas lonchas del jamón que le gusta a tu padre". Preparar la comida, comer, recoger y de nuevo a trabajar toda la tarde, oyendo la radio, cortando hilos, dando cola, contando los pares. La bata se llenaba enseguida de esas pelotillas pegajosas enganchadas al tejido que nunca se iban del todo, ni pasando por la lavadora. Por las tardes siempre te liaban para que las ayudaras, ya estuvieras en tu casa, en casa de tu tía o en casa de tu amigo: "Corta estos hilos y luego os vais", "refina estos cortes y podéis ir a jugar", "ayúdame que viene el Paco a llevarse la faena y no acabo". Y, mientras tanto, la música en la radio y las canciones dedicadas.

La máquina siempre estaba en la galería o en el salón, donde poder trabajar mientras los demás ven la tele porque esta faena es "de prisa" y tiene que salir mañana temprano, cuando traen otro saco con mil cortes que también son "de prisa" y que se llevarán por la tarde. Y oye, mejor, porque... "menos mal que hay faena". Siempre me he preguntado, y desde que me independicé mucho más, cómo era posible que estas heroínas tuvieran tiempo para tener sus casas limpias y ordenadas. Esas casas obreras, normales, con muebles normales, con su recibidor normal en la entrada, con una colcha encima del sofá para que no se estropee, algunas con salón para las visitas separado de esa salita-taller donde estaba la máquina, los retales, los hilos, los sacos de faena y el olor a cola; esas casas siempre listas para ser visitadas, aunque el que más venía era el de la faena, incluso dos veces al día.

En mi calle, muy estrecha y sin tráfico, todas las tardes de verano a la hora de la siesta se escuchaba un timbre y el mismo mensaje: "Paqui, me llevo la faena, te dejo tres partidas". También estaban "los localicos", una especie de garaje en una planta baja donde muchas aparadoras tenían la máquina, un sofá, una tele, una mesa camilla y a veces una pequeña cocina. Muchos compañeros de colegio tenían uno y sólo subían a su casa para dormir. Era una forma de conciliar trabajo y maternidad, de tener a tus hijos siempre a la vista, con sitio para jugar o estudiar, que daba a la calle y tenía luz. Otras aparadoras trabajaban en talleres, con horario y compañía, pero no menos clandestinos que las que lo hacían en solitario desde casa. Normalmente los talleres tenían los cristales de la puerta pintados de blanco o forrados con pósters o cartones para que no se viera ese interior del que provenía la música de una radio a todo volumen para poder oírla por encima del traquetear de las máquinas y puede que para disimular ese mismo traqueteo.

En los talleres las aparadoras salían a por el café y el almuerzo con la bata puesta y aprovechaban el descanso para llamar a la radio y dedicarse canciones de un taller a otro. Se forjaron pequeños núcleos de compañerismo que no eran accesibles para las "aparadoras de interior", eufemismo para denominar a las que trabajaban en casa. Estas no tenían acceso a la fortaleza negociadora que otorga el formar parte de una asociación a la hora de reivindicar derechos; se las privaba de la comunidad para que no se contaran entre ellas lo del dolor del codo, el mareo continuo por el olor de la cola, lo de las hernias discales por las eternas malas posturas, sobre la operación del túnel metacarpiano de Paqui y qué casualidad que Pepita tenía el mismo problema.

Una aparadora me contó que si su trabajo estuviera bien pagado, protegido legalmente, con sus riesgos laborales al día y con unas horas determinadas sería una hermosa labor de artesanía. Hacen falta años para dominar el arte del aparado y esa pericia debe ser recompensada con condiciones dignas. Pero la feminización del trabajo implica el trato a las trabajadoras como entes de segunda clase. Ojalá veamos pronto esas batas como banderas que simbolicen la lucha de unas mujeres que han conseguido un trato justo para su labor artesanal, imprescindible en la industria del calzado. ¡Viva la bata!