.- GLORIA MOLERO GALVAÑ

Tamara: "Que me exploten, no"

Tamara tiene 34 años y nació y se crio en Elche, en una ‘familia del calzado’. Pese a que apostaban...

Gloria Molero Galvañ

Tamara tiene 34 años y nació y se crio en Elche, en una ‘familia del calzado’. Pese a que apostaban por otro futuro para ella, ahora, casi 15 años después de su primer trabajo como peluquera, trabaja en la envasa de una fábrica familiar: "Mi padre es montador y mi madre trabaja en la envasa, llevan toda la vida en el calzado. Ellos siempre querían algo mejor para mí, que estudiara. Por eso me metí en peluquería".

Madre, padre, tías, primos... los zapatos son la principal forma de vida que conoce su familia, aunque ahora muchos de sus parientes hayan ‘desertado’ a otros sectores debido a las condiciones: la falta de trabajo, la precariedad y la dureza que requiere, tanto física como mental.

Hay un adjetivo en especial que Tamara asocia a la industria: "El calzado puede ser muy esclavo. Yo veía que Elche era el zapato, porque es la industria de aquí. Pensaba que te machacaban, porque hay fábricas en las que no puedes levantar la cabeza, moverte o hablar. Mis padres han pasado por eso, han estado en muchas".

Lo que no sabía era que la industria de su familia y de su ciudad iban a estar tan entretejidas en su historia, que acabaría trabajando en el calzado y que, para ella, sería prácticamente la única salida en un contexto social que convierte la búsqueda de trabajo para las mujeres (especialmente con hijos) en una odisea laboral repleta de precariedad.

La cultura del trabajo está impresa en el ADN de Elche: para medrar, tienes que echar horas. Esto era algo que ella había visto en la industria por parte de su familia, el no pisar la casa de mañana a tarde porque, al final, el dinero compensaba (antes de la crisis). Por supuesto, en la industria del calzado, al igual que en muchas otras, la conciliación con la maternidad es prácticamente imposible. Tamara no conoce a muchas chicas de su edad que trabajen en fábricas para comparar, pero lo vivió en su propia infancia: "En el calzado les da igual. O trabajas las horas o te buscas otra cosa. Y es así en todas partes, que lo ha sufrido mi madre. He tenido que quedarme sola en casa con mi hermano y ella no podía decir que se iba antes. Me dejaba con abuelas, tías, una prima suya... pero no podía hacer otra cosa, tenía que trabajar".

Tamara tuvo que renunciar a su trabajo en la peluquería por cosas como la explotación, la no cotización y las horas mal pagadas, y por la imposibilidad de criar un hijo de una manera digna: "Pensé que cuando tuviera a mi hijo no tendría tiempo para estar con él, trabajando de lunes a sábado, y cuantas más fiestas y más bodas y comuniones más trabajaría".

Lo que no sabía era que, en la peluquería en la que trabajó diez años antes de empezar en el calzado, viviría condiciones tan precarias como las de muchas de las personas que trabajan haciendo zapatos en el mercado post-crisis: "Cobraba muy mal y mi contrato... yo hacía ocho horas y media todos los días, y los viernes hacía once del tirón porque no salíamos, comíamos allí. También íbamos los sábados. El único día libre era el lunes por la tarde, porque por la mañana también trabajábamos. Y mi contrato era de dos horas. Estuve así diez años".

Haciendo cuentas, Tamara trabajaba prácticamente 60 horas en total: "Me pasé todo el tiempo con el mismo contrato, no lo modificaban porque no querían o no podían. Hablaba muchas veces con la dueña y le decía que me tenía que subir las horas, que el día de mañana no tendría nada cotizado, que sería como si no hubiera trabajado. Y no cobraba bien. Empecé con 380 euros y cuando me fui cobraba 800. Cada dos años me iba subiendo 50 euros...".

Su contrato solo dejó de ser de dos horas en una ocasión: "La única vez que lo tuve a cuatro horas fue porque iba a pedir el préstamo para mi casa y necesitaba más de dos horas reflejadas. Me lo puso a cuatro. Y me dijo ‘¿Prefieres que te pague un poco más o el contrato a cuatro horas?’, poniéndome contra la espada y la pared. Luego me lo volvió a cambiar a dos". Nunca más, en esa peluquería, consiguió aumentar la cotización de su jornada.

Además, ahí donde las inspecciones son comunes en las fábricas, no lo son tanto en las peluquerías, y menos aún de barrio. Mientras en las fábricas de calzado se conocen todo tipo de triquiñuelas para ahuyentar o escapar de la fiscalía, en otros sectores son más clásicos a la hora de mentir para no tener a los trabajadores ‘en regla’: "A mí sí me pedían que mintiera. Me decían: ‘Si viene una inspección, tú di que acabas de entrar, haces tus dos horas y te vas’. Si hubiesen venido, a lo mejor les habrían obligado a pagarme todas las horas que no me habían pagado y a ponerme como deberían, de horas y de dinero".

Tamara no sabe si su experiencia es la norma en la peluquería, o si es una práctica extendida por toda la ciudad, tan acostumbrada a la economía sumergida que hay en la industria del calzado que afecta a otros sectores. Sabe que, desde luego, esa peluquería a la que dedicó diez años de su vida no era la única con malas prácticas.

Cuando se despidió estuvo en el paro dos años y luego pidió la ayuda familiar, que le cubrió durante otros dos años. Entró a ayudar en la fábrica de su suegro en enero de 2020, pero con la pandemia todo tuvo que cerrar, y ella no volvió a pisar el calzado hasta 2022. En la fábrica en la que trabaja actualmente tiene horario flexible, de media jornada, y tiempo libre para poder cuidar de su hijo: "Puedo llevarle al colegio o recogerlo, y cobro casi lo mismo que los últimos años de la peluquería". Está dada de alta, pero sigue preocupada por su cotización. Esos diez años con un contrato de dos horas a la semana no reflejan mínimamente su realidad.

Es consciente de que su experiencia en el calzado no es la habitual, a ella la fábrica le ha dado la seguridad y ese tiempo que tanto necesitaba: "Aquí, al ser una fábrica familiar me dan las horas que quiero y estoy muy a gusto. Pero no todas son iguales... de hecho, yo creo que pocas. Sé que tiene que ver con que la fábrica sea de mi suegro".

Y, aún así, para ella, el calzado era la última opción. Pese a que ella ha tenido suerte de trabajar en una fábrica en la que todo se hace bajo la norma, lo que había visto y oído le hacía huir en dirección contraria. Antes de empezar en la fábrica buscó en otros sectores, pero ya decían a chicas más jóvenes que ella que eran ‘demasiado mayores’ para trabajar cara al público, como dependientas: "Lo tenemos complicado, entre que dicen que somos más mayores y los hijos... ¿Dónde nos metemos las mujeres de esta edad? ¿Dónde buscamos? ¿Dónde trabajamos?".

No se atreve a volver a la peluquería, otro trabajo feminizado y con malas condiciones, porque sabe que es otro ‘trabajo esclavo’: "Yo evitaba el calzado por lo que decían mis padres, que se trabajaba muchas horas, pero fíjate: ellos trabajan hasta el viernes y yo antes incluso hacía fines de semana. Peluquería, por mucho que me guste... no sé si volvería. No tengo la edad que tenía antes. Que me exploten, no".