La 'Güelgona' de 1962: un silencio de libertad

Las cuencas mineras asturianas lograron poner en jaque la dictadura franquista, hace ahora 60 años, sin una voz más alta que la otra e innovando en los métodos de lucha.

Héctor González

En las cuencas mineras asturianas se gritaba, y se grita, mucho. Da igual que sea para comunicarse a distancia o para discutir en lo que aquí llamamos chigre y que en el resto del país conocen como sidrería. Forma parte del ser de la zona desde siempre. Pero hubo un tiempo, a partir de 1937, cuando el franquismo se impuso en Asturias, en que para gritar había que estar en silencio. Al menos para hablar de política y, sobre todo, para hacer huelgas. A mediados de los años 60 comenzó a hablarse de nuevo y ya en la década siguiente algunos se atrevían a hablar a voces o, como se dice aquí, gritar al altu la lleva, como mandan las costumbres del lugar. Pero para que esto pudiera pasar tuvo que suceder un episodio fundamental: las huelgas de la primavera de 1962, que desarrolladas sin una voz más alta que otra, fueron un grito de libertad. Un hito que marcó un antes y un después para la clase trabajadora española y que condicionó la conflictividad posterior, tanto en las cuencas como en el resto de España. En este 2022 se han cumplido 60 años de estos hechos históricos.

A principios de los años 60 el malestar de los mineros estaba a flor de piel. El sector sufría las consecuencias del Plan de Estabilización adoptado por la dictadura en 1959, así como de la falta de inversión de los empresarios mineros en sus propias explotaciones. Los sueldos, escasos, eran insuficientes para hacer frente a la carestía de la vida; la seguridad y la higiene brillaban por su ausencia, tanto dentro de los pozos mineros como en unos vestuarios con ventanas rotas y sin agua caliente; la organización del trabajo, muy deficiente, era fuente de constantes problemas y encontronazos con las jefaturas de las minas. Pero el malestar también era político. Las cuencas mineras eran un territorio históricamente hostil al franquismo. Hasta 1952, quince años después del final de la guerra en Asturias, sus montes habían albergado resistencia armada. Los fugaos habían resistido gracias al apoyo de unos vecinos que daban pan y refugio a los guerrilleros antifranquistas. Como resume Anita Sirgo, histórica militante comunista de Langreo y una de las personas claves en la extensión de las huelgas del 62, "tábemos fartucos de luchar y pelear desde guajes". Y es que muchos de los que van a participar en las huelgas eran hijos de represaliados y se habían educado en un ambiente familiar marcado por la conciencia de clase y el antifranquismo.

Manifestación en Bruselas en solidaridad con los mineros asturianos durante las huelgas de 1962.- FOTO FACILITADA POR LA FUNDACIÓN ZAPICO

Con anterioridad a 1962 ya habían tenido lugar algunos episodios de movilización obrera que hablan de una corriente subterránea que no había dejado de existir. En 1957 tenía lugar el primer gran conflicto desde el fin de la guerra. Sería en el Pozu María Luisa, de Ciaño, Langreo. Un año después, en 1958, estallaba una nueva huelga, con encierro incluido, que se extendió a otros sectores laborales. Sin embargo, cuando 25 picadores del Pozu Nicolasa, en Mieres, redujeron de forma deliberada el 5 de abril de 1962 su ritmo de trabajo, nada hacía presagiar que ese gesto iba a extenderse como la pólvora, convirtiendo un conflicto puntual en una de las huelgas más importantes de la historia de España.

No hay que olvidar que Asturias ya había protagonizado la huelga revolucionaria de 1934, que desencadenó una violenta represión en la zona por parte de las autoridades republicanas en el bienio Negro, que no dudó en enviar a la legión y al mismísimo Franco a reprimir la intentona. Después, durante la Guerra Civil y tras la caída del Frente del Norte, los asturianos y asturianas volverían a sentir en sus propios cuerpos la violencia del régimen franquista.

Abril de 1962: acción y reacción

Pero volvamos a la primavera de 1962. La huelga estalló por un motivo de trascendencia menor: la remuneración de los picadores de una determinada capa de carbón del Pozu Nicolasa, de Mieres, angosta y de muy difícil extracción. Era el 6 de abril de 1962 cuando les fue comunicado el despido a los picadores y, como protesta, otros compañeros se negaron a trabajar, por lo que todos fueron despedidos. Pero la patronal no estaba midiendo bien lo que estaba sucediendo. A lo largo de la semana siguiente el resto de pozos de la cuenca del Caudal fueron sumándose al movimiento, a la par que en otras industrias, como en la siderúrgica Fábrica de Mieres, comenzaron a producirse paros. El día 23 la huelga saltó de valle y comenzó a extenderse por el Nalón y, días después, por el resto de Asturias. A finales de mes el conflicto llegó a las minas de León, pero también a fábricas de Vizcaya, Guipúzcoa, Barcelona, Madrid o Huelva. Así hasta un total de 300.000 trabajadores se pusieron en huelga en toda España. No hubo una sola asamblea y apenas hubo octavillas. Solo gestos. Solo silencio. Un silencio que gritaba libertad.

El profesor de historia contemporánea de la Universidad de Oviedo Rubén Vega apunta que las huelgas fueron la respuesta de una clase trabajadora hambrienta de mejoras salariales y laborales ante "un desarrollismo económico que ya estaba en marcha". "La gente vio crecimiento económico y quiso participar de él", explica Vega sobre este desafío al poder de la dictadura y de los patronos en empresas de todo el país.

Como cabía esperar, el régimen respondió con represión: despidos, detenciones, encarcelamientos y torturas. Paralelamente se silenció el conflicto en la prensa, que en dos meses no publicó una sola noticia de la huelga, a pesar de que desde el 4 mayo se había decretado el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. Sin embargo, la censura franquista no era infalible y no pudo evitar la circulación de noticias sobre las huelgas del 62. Ya fuera por el boca a boca, por las emisiones clandestinas de Radio España Independiente, la llamada Pirenaica, o por el eco de la amplia cobertura en los medios de comunicación internacionales.

Mineros encarcelados en la prisión provincial de Oviedo

El 6 de mayo de 1962, tras un mes de huelga, una carta colectiva de intelectuales españoles reclamaba al ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, que los medios españoles dejasen de ocultar el conflicto, un secreto a voces que el régimen seguía empeñado en negar. "La prensa y la radio extranjera nos dan cuenta de que en la región minera de Asturias se produce un movimiento huelguístico de vastas proporciones" decía el escrito, encabezado por el catedrático Ramón Menéndez Pidal, director de la Real Academia Española, y en el que aparecían nombres tan dispares en su relación con el franquismo como los de Camilo José Cela, Dionisio Ridruejo, José María Gil Robles, Gabriel Celaya, Alfonso Sastre o Antonio Buero Vallejo. Los intelectuales pedían además "la normalización del sistema de negociación de las reivindicaciones económicas por los medios generalmente practicados en el mundo con renuncia a las maneras autoritarias".

El régimen mueve ficha

La determinación de los mineros, las muestras de solidaridad en España y la repercusión internacional acabaron provocando una situación que nunca, antes o después, volvió a repetirse en el franquismo: el ministro de Trabajo y del Movimiento, José Solís Ruiz, se desplazó a Asturias el 15 de mayo a entrevistarse y a negociar con los huelguistas. Una medida que, como señala Rubén Vega, "no tenía antecedentes dentro del comportamiento del régimen y que no volverá a suceder después. Es la única vez que un jerarca franquista se entrevista con unos huelguistas y lo que es más asombroso: asume sus reivindicaciones". Solís, "la sonrisa del régimen", un falangista enfrentado a los tecnócratas del Opus Dei, y que confiaba en poder reconducir los conflictos laborales dentro de las estructuras sindicales franquistas, se reuniría con unos trabajadores que a ojos de la dictadura eran unos criminales: la huelga estaba prohibida y penada con cárcel. Organizarse al margen del sindicato vertical era ilegal y exigir la libre sindicación y la libertad de reunión era, aparte de un delito, un atentado contra los cimientos mismos del régimen. Pero dio igual. Solís tuvo que reunirse con una comisión de mineros que arrancó notables mejoras en el terreno económico y que fueron firmadas en el Consejo de Ministros el 24 de mayo. No obstante, en una demostración de fuerza (y del ánimo adquirido) los mineros se negaron a volver al trabajo en tanto no se pusiera en libertad y se reincorporara a su puesto de trabajo a los detenidos y encarcelados los dos meses previos. Hasta el día 7 de junio hubo pozos en huelga.

Las conquistas logradas en las huelgas del 62 se extenderían a otros sectores y a otras partes del país. "Incluso en lugares donde no hubo huelgas los patronos cogieron cierto temor a los conflictos y firmaron mejoras en los convenios", señala Vega, que apunta que de las huelgas surgirían también las primeras comisiones obreras de fábrica y de pozo, e incluso una primera coordinación provincial en las fábricas de Vizcaya, donde el movimiento iniciado por los mineros asturianos había tenido un notable eco.

Huelgas en silencio

El conflicto tendría un componente eminentemente espontáneo en su gestación y en los primeros momentos de su extensión, pero no puede entenderse sin la existencia de una comunidad obrera muy articulada. En los pozos no se podía hablar, porque conllevaba un riesgo de despido, detención y tortura muy elevado. Había que fiarse de los compañeros que sobresalían por su profesionalidad, solidaridad y compañerismo. En una situación como aquella, en las que no era posible convocar una asamblea, los dirigentes naturales de los mineros, esos trabajadores de referencia, necesitaban expresarse en código, y sobre todo en silencio, para parar un pozo y llevar a los compañeros a la huelga. El repertorio de señales para iniciar la huelga podía ir desde apoyarse en la pared con gesto indolente al principio del turno, ponerse en los vestuarios a leer el periódico al revés o no bajar la percha de la que colgaba la ropa de trabajo.

A pesar de este carácter espontáneo del conflicto, los militantes del PCE jugarían un papel clave en la organización, sostenimiento y extensión del conflicto, en el que también participarían activamente católicos, algunos socialistas y sobre todo muchos trabajadores sin afiliación. En el caso del PCE, la principal fuerza de la oposición, aunque los dirigentes provinciales del partido estaban en la cárcel tras las grandes caídas de finales de los 50 y principios de los 60, las células y militantes que se mantenían activos se erigieron en el cordón umbilical a través del cual se extendió la protesta pozo por pozo y fábrica por fábrica.

 

Homenaje de CCOO a los protagonistas de las huelgas del 62, Mieres, 2022.- DAVID AGUILAR SÁNCHEZ

Los comunistas del valle del Nalón, al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en el vecino valle del Caudal, zona cero del conflicto, decidieron conectar con sus compañeros de esta cuenca para informarse de la situación y ver cómo podían extender la huelga en su espacio geográfico. Para ello comenzaron a convocar pequeñas asambleas de militantes en los montes, a fin de distribuir el trabajo, es decir, quién se encargaría de parar cada pozo con los medios a su alcance: el ejemplo personal, hablar con gente de confianza... o el maíz.

El maíz, ese alimento que nos equipara a las gallinas. El maíz esparcido a las puertas del pozo minero o de la siderúrgica Fábrica de Moreda en Gijón, interpela al trabajador que duda si secundar o no el paro diciéndole literalmente que "le faltan cojones" si no se atreve a ir a huelga. Ese maíz lo esparcen grupos de mujeres militantes, como Anita Sirgo, que recuerda cómo fueron las comunistas las que inventaron ese recurso: "En el partido las mujeres ya habíamos decidido todo lo que íbamos a hacer: llevar maíz para echarlo delante de los esquiroles y llamarles gallinas". No hacía falta decir una palabra, aunque "también llevamos unos tochos por si alguno se nos enfrentaba".

La réplica del terremoto

La primavera del 62 no fue el final de la historia, ni mucho menos. Aunque corresponde a otro capítulo de la Asturias rebelde, dos meses después la huelga volvía a estallar en las cuencas. Los mineros tenían la moral muy alta por el conflicto de primavera y la patronal estaba deseando tomarse la revancha. Los paros duraron tres semanas. 126 trabajadores, identificados como cabecillas del movimiento huelguístico, fueron detenidos y deportados a diferentes puntos del territorio español. De Lugo a Huelva, pasando por Soria y otros destinos. Uno de ellos, Vicente Gutiérrez Solís, recuerda aquella inesperada represalia: "Nos detuvieron y nos llevaron pa Oviedo, sin decirnos una palabra, y al día siguiente nos montaron en un camión sin informarnos pa dónde íbamos. Nos dejaron en Soria, de noche, sin un duro, sin saber qué hacer y sin decir nada a nuestras familias". Esta deportación colectiva provocó que durante todo el año 1963 hubiera huelgas constantes en toda la minería. A pesar del descabezamiento del movimiento obrero, surgirían nuevos liderazgos, y las comisiones de solidaridad con los despedidos y sus familias facilitarían este relevo. Rubén Vega apunta de nuevo el papel clave de las mujeres en organizar la solidaridad con los deportados, hasta el punto de que se llegaría a barajar la deportación de las mujeres de los mineros, al haberse convertido en "un símbolo andante de la represión franquista en las poblaciones mineras".

Los castigados pasarían a engrosar las listas negras que impedirían a los trabajadores más significados recuperar sus puestos de empleo hasta la amnistía laboral de 1977. El régimen no solo castigaba con la cárcel, las detenciones y las torturas, sino también con el desempleo y la precariedad.

Los años posteriores no fueron diferentes y los conflictos fueron convirtiéndose en unos hechos tan disruptores como cotidianos en la minería y en las cuencas, formando un continuo que se extiende, por lo menos, hasta finales de los años 90, aunque las diferencias fueran notables. Las perchas que no bajaban dieron paso a las asambleas y éstas a las manifestaciones, los piquetes y, posteriormente, las barricadas y las batallas campales con la policía. Dieron paso también a las libertades democráticas de reunión, manifestación, sindicación y huelga, aunque para ello hubo que pasar muchas detenciones, no pocas torturas y muchos, muchos despidos.