Opinión

Nacer en tierra hueca

Aitana Castaño DíazPeriodista

26 de diciembre de 2022

Cuando me preguntan "¿cómo son las cuencas ahora que no hay minas?", miro al cielo y respondo: "No hay minas? ¿Serán gigantes eso que veo?". La respuesta es "sí". En las cuencas mineras tenemos gigantes y los que vivimos aquí los vemos cada día. Tanto que nuestras mentes los asimilan como algo más del horizonte y tiene que venir un atardecer con sus destellos, sus nieblas y sus lloviznas perpetuas a iluminarlos para que nos demos cuenta. Será la visión de un puente, un castillete o una tolva lo que haga que el peso de la tierra ahuecada a tus pies provoque una reacción inmediata en tu cuerpo. Y te das cuenta de dónde estás. Y te das cuenta, sobre todo, de lo que eso te puede aportar.

Porque algunos de estos mastodontes de fierro que salpican los valles mineros de arriba abajo tienen tantas historias detrás (debajo) que dan para muchos libros, ensayos y especiales. Sólo hay que escucharlas. La contemplación de la decadencia del día en pleno cambio de era (por no llamarlo también decadencia, claro) te enseña que el vacío bajo tus pies se puede llenar con toda una narrativa. Como dice el profesor Benigno Delmiro Coto, "la literatura es el único pozo que no cierra en las cuencas".

Me encantaría que pudieseis sentir esa emoción tan particular de ser de una tierra hueca a la que, a priori, nadie calificaría de "hipnotizante" y que sin embargo lo es. Tanto, que a veces duele. El mejor de los momentos para la experiencia sería, como ya habéis podido deducir, una tarde tranquila de otoño, en uno de estos días farragosos que ha incluido, encima, una discusión en Twitter (que ya sabe todo el mundo que en Twitter no discutes porque no te lo permite la Constitución, pero que no has podido evitarlo y a los dos minutos ya estabas arrepentida).

Sería un paseo en esa hora temprana a la que llega el atardecer a estas alturas del año y junto al río al que las últimas lluvias hacen capaz de reflejar el verde de los castaños rodeándole y un pedazo de cielo que torna a morado, como casi siempre en las últimas semanas. Durante el paseo, así sin más, uno de los gigantes de hierro de los que te hablaba al principio aparecerá en tu escena para aportarte esa belleza hipnótica que no te esperabas encontrar entre óxidos y musgos, junto a maderas que empiezan a sucumbir al paso de las lluvias. Será justo ahí donde tengas además la certeza de que lo que ves es precioso por lo que fue, por todos los hombres y mujeres que, a todas horas, cada uno con sus planes, sus sueños y sus miserias, lo caminaban como ahora lo haces tú. Si te paras a pensarlo, todo se convierte en inspiración, en estética.

Cruzarás un montón de casas abandonadas por sus dueños, vías del tren que ahora están levantadas, obras interminables que ya ni recuerdas por qué hacían falta, un rebaño de ovejas y dos colonias de gatos a los que se ve a gusto, casi siempre dormitando. También habrá en tu paso un par de barriadas donde aún quedan niños, pocos, que a veces hasta juegan en la calle. Y preadolescentes que llevan el móvil en la mano con esa actitud de saber perfectamente a dónde van a grandes zancadas.

En algunas calles, porque ya es casi invierno, ha desaparecido el sol. Ya no volverá hasta finales de enero. Coincidirá en la recta del Pozu María Luisa con el cumpleaños de mi amiga Elisabet. Ha tardado tanto en llegar el frío y aún quedan miles de hojas por caer de los árboles. Verás el bus parar junto a la iglesia. Viene de alguna ciudad. Se bajan estudiantes, curritos y dos abuelos que llevan todo el día cuidando a los nietos. Han decidido que antes de "encuevarse", van a tomar un "culete". "Si hay fútbol, al bar no me lleves, José Luis". "Venga, muyer, nun seas repunante y toma una botellina". Irán sin mucha más discusión al chigre. Seguramente habrá fútbol.

Ya se está haciendo de noche, verás que en el paseo junto al río van menguando los caminantes. Y si tienes "suerte" (ahora entenderéis las comillas) hasta te puedes encontrar a cuatro jabalíes intentando cruzar todo el valle con sus dos carreteras, su río y su senda peatonal, sus edificios, comercios, bares, columpios. Ellos también creen que somos salvajes aquí.

Hay muchas maneras de vivir en las cuencas y todas tienen una parte de nostalgia. Esto es así y en general nos gusta. Es imposible que la melancolía no dé señales en nosotros porque se nos inoculó al nacer el gen de la añoranza. Hay que asumirlo. Otros dirán que como Obélix cuando era niño, nos caímos en una marmita llena de señaldá, morriña para los gallegos. Pero si algo nos enseñó la película El hombre que mató a Liberty Valance es que cuando existe la leyenda es una tontería contar la realidad. No os echéis las manos a la cabeza. No tiene por qué ser malo. Como todo, en su justa medida y con alegría, porque como decía Almudena Grandes, "...es un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento".