Las violencias machistas no solo se ejercen en contextos de exclusión

"Necesitamos deconstruir todas las formas de violencia y darnos cuenta de que su origen está en la desigualdad entre quienes ostentan el poder y los que sufren sus consecuencias"

Mi amigo Ignasi, sociólogo y vecino de L’Hospitalet de Llobregat, dice siempre que el gueto está en Pedralbes... y tiene razón. A las que somos de barrio, se nos inocula desde niñas la idea de que en la periferia se crean guetos endogámicos y aislados de la sociedad, y tardamos mucho en percatarnos de que quienes viven fuera de la realidad mayoritaria, en su burbuja aséptica, son aquellos y aquellas que no conocen las líneas del metro de su ciudad –y no miro a nadie–, porque no usan el transporte público; aquellos que piensan que Barcelona se acaba en la Sagrada Família, que creen que Vallbona es solo un pueblo de la comarca del Urgell y que lo único que conocen del Baix Llobregat es el aeropuerto.

Ahora lo veo claro, pero, a pesar de ello, en los barrios también somos víctimas de esa colonización de las mentes que nos dice que todo lo malo emerge en los márgenes y en medio de la precariedad. Y, en lugar de aprehender esa precariedad, enorgullecernos de nuestro origen, como en el poema de Maria-Mercè Marçal, y agradecer el "tèrbol atzur de ser tres voltes rebel" –o cuatro o cinco o las que haga falta–, nos empequeñecemos. Y, en una suerte de canibalismo, nos subimos al carro de la aporofobia, del pobre contra el pobre, de la trabajadora precarizada contra la trabajadora aún más precarizada. Así sucede también respecto a la violencia machista, porque es exactamente en este punto en el que nace el mito de que esta es patrimonio de contextos de exclusión, con poco acceso a la educación y bajos recursos. Aquí cabe distinguir varias cosas.

Por un lado, es imprescindible dejar claro que las mujeres pobres, al igual que las racializadas o las trans, por ejemplo, añaden a la discriminación por razón de género otros ejes de exclusión que tienen que ver con distintos sistemas de opresión, como el neoliberalismo, el racismo o la transfobia. Imaginad ahora que esas identidades se entrecruzan... ¡Eureka! A eso nos referimos algunas feministas cuando hablamos de interseccionalidad: a esa amalgama de violencias que muchas mujeres sufren a diario y que tantas veces quedan invisibilizadas por discursos institucionales grandilocuentes y homogeneizadores. Y es que no todas somos iguales, ni partimos del mismo punto, ni contamos con el mismo bagaje, ni gozamos de los mismos privilegios.

Esto no es incompatible con desmontar la estigmatización de las poblaciones vulnerabilizadas como naturalmente más violentas que el resto. Pobreza y maldad. Ya tenemos listo el binomio que criminaliza a la mayoría y enaltece a la minoría acomodada. Me parece importante precisar esto, ya que hay mujeres a las que ya no les cabe en el cuerpo tanto menosprecio y tanta violencia y que viven en sus carnes y en su día a día la feminización de la pobreza mientras otras se dedican a teorizar desde las atalayas del gueto de alguna universidad. (Y, mientras escribo esto, volteo la cabeza y vuelvo a ver la frase que tengo colgada en el corcho y de la que desconozco la autoría: "Las prácticas deben pensarse a sí mismas para que no las piensen los teóricos").

Por ello, necesitamos acercarnos a las desigualdades desde abajo y desde la izquierda, desde esa mirada amplia e interseccional que nos permita ver y deconstruir todas las formas de violencia y darnos cuenta de que el origen de todas ellas está en la desigualdad de poder entre aquellos –y algunas aquellas– que lo ostentan y aquellos y aquellas que sufren sus consecuencias.

De no ser así, seguiremos creando guetos físicos y mentales que convierten la utopía de la sororidad y de las sinergias entre movimientos sociales en una quimera que nada tiene que ver con nuestras prácticas. Y aquí es donde rescato la denuncia que realiza bell hooks en su libro El feminismo es para todo el mundo: "La traición más profunda ha sido la ausencia de una lucha feminista masiva [...] frente al desmantelamiento del sistema de bienestar social. Las mujeres privilegiadas, muchas de las cuales se autodenominan feministas, simplemente se han retirado de la lucha contra la feminización de la pobreza".

No permitamos pues que –parafraseando a Eduardo Galeano y su derecho a soñar–el feminismo se convierta en sí mismo en el privilegio de quienes puedan pagarlo.