El racismo del ‘blackface’: pintar de negro a personas blancas

"En lugar de abordar el problema con humildad y como una vulneración de derechos se perpetúan los estereotipos"

Cuando llega la Navidad, el calendario se llena de fiestas y celebraciones. Son momentos de alegría y reúnen a un gran número de ciudadanos y ciudadanas. Una de ellas, seguramente la más importante y que se celebra en la mayoría de municipios de Catalunya, es la cabalgata de los Reyes Magos. Una fiesta que, desde hace unos años, es motivo de controversia. Por una razón: el blackface.

El blackface es una práctica racista que tiene su origen en el siglo XVIII. Consiste en que una persona se pinta la cara de negro para simular ser una persona negra. Se popularizó en el siglo XIX, y ya en el siglo XX fue prohibido en Estados Unidos, gracias a la lucha del Movimiento por los Derechos Civiles. Originariamente, el objetivo de aquella caracterización no era otro que ser una burla hacia la población negra, reforzando los estereotipos hacia el colectivo. A las personas negras se las representaba como personas infantiles, risueñas y con una capacidad intelectual limitada. Todo aquello provocaba la asimilación en el imaginario colectivo de que las personas negras eran inferiores.

Desde entonces –y hasta convertirse en un problema estructural–, el racismo ha perpetuado este y otros estereotipos de diversas maneras. Y el blackface continúa siendo una de ellas. Cuando se aborda la problemática suelen pasar dos cosas: o bien las personas blancas alegan que su intención no es racista, o bien justifican que las fiestas, entre ellas la cabalgata de los Reyes Magos, son una tradición, y que esta debe respetarse tal como es.

Esta banalización responde a la cosmovisión eurocéntrica y racista que hace que estas prácticas, incluso las más cotidianas –las que identificamos como racismo sutil–, pasen desapercibidas, porque cuentan con un apoyo social e institucional que las legitima, ya que a menudo se llevan a cabo en celebraciones organizadas por los Ayuntamientos. También porque la voluntad de querer mantener unas tradiciones racistas choca frontalmente con la revisión de privilegios que el antirracismo plantea y, por tanto, es más fácil justificarlas con cualquier excusa que hacer la deconstrucción adecuada y eliminarlas.

Un ejemplo de esta banalización ocurrió hace unos meses en el programa Els Matins, de TV3, en el que se hablaba alegremente del disfraz del primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, cuando se difundió una fotografía suya en la que aparecía caracterizado de persona negra. Y aquí está el problema. A menudo –por desgracia demasiado a menudo–, este tema se trata desde la más absoluta ignorancia acerca de la historia y las discriminaciones sufridas por el colectivo, en lugar de abordar la problemática desde una posición de humildad y de revisión de las vulneraciones de derechos. En lugar de eso, se continúan perpetuando esos estereotipos.

Es responsabilidad de todas denunciar y exigir el fin de esta práctica racista para que no se vuelva a repetir en nuestro entorno. Y, en paralelo, es preciso ir a la raíz del problema y no conformarnos con un parche que no entienda que esta práctica es parte del entramado estructural del racismo.