Fotografía: Seguidores de la extrema derecha polaca sostienen banderas y encienden bengalas en el centro de Varsovia para conmemorar el Día de la Independencia del país, el 11 de noviembre de 2020.- WOJTEK RADWANSKI / AFP

La democracia en los márgenes

Jairo Vargas

Es difícil saber cuándo empezó a formarse la ola que ahora moja nuestros pies y ha llenado de fango la cocina. El viento y las corrientes la moldean en alta mar y ella, testaruda e incierta, se abre paso ya por gran parte de Europa. En Italia ha despejado totalmente la playa para que caminen de la mano los herederos del fascismo en solitario, sin ninguna piedra en el camino. En Francia todavía aguanta la rompiente, quién sabe por cuánto tiempo, porque Le Pen ya ha sido la alternativa en dos segundas vueltas. En Finlandia, la marejada ha desbancado a una joven líder progresista para aupar a la derecha y a los ultras en coalición.

La derecha radical reina en Hungría y Polonia, donde se estrangula el Estado de derecho, se criminaliza al movimiento LGTBI+ y se bloquean urgentes decisiones europeas. En Grecia, que metió en la cárcel a los líderes neonazis de Amanecer Dorado, la ultraderecha regresa al Parlamento con tres partidos distintos. Hasta en Portugal, donde menos se
esperaba, hay once escaños ocupados por la extrema derecha.

España se acostó antes de ayer con el bipartidismo en crisis y amaneció de repente con Vox como tercera fuerza política y un discurso antisistema beligerante, corrosivo y muy amplificado. Tras cuatro años de odio y mentiras en el plató del Congreso, ahora tienen el poder de vetar películas y obras de teatro, de retirar las banderas del Orgullo de las fachadas, de exigir que se niegue la violencia machista en los acuerdos de gobiernos regionales. De ser un problema a la hora de pactar con el PP, ha pasado a tener garantizados ministerios si fuera necesario para gobernar.

“Las minorías ultraderechistas, lo sabemos, solo constituyen un problema cuando su discurso se naturaliza desde las tribunas públicas”, recuerda el filósofo Santiago Alba Rico. Y tanto se ha normalizado, que un joven envalentonado se atreve a escalar al balcón del consistorio y arrancar la bandera LGTBI+, con la cara descubierta, porque ya no hay vergüenza si los alcaldes hacen algo parecido. Ocurrió en Albaida, un pueblo de València. Hace unos años sería un síntoma, pero ahora constituye todo un diagnóstico: el odio llena
cada vez más urnas, cada vez más estómagos. Ya estaba ahí, solo había que saber usarlo y, en eso, la nueva extrema derecha ha depurado las técnicas con precisión.

Infografía: PABLO DEL AMO / SANTIAGO BARÁ
Infografía: PABLO DEL AMO / SANTIAGO BARÁ

Pero el odio es solo una herramienta, el cincel con el que tallan realidades paralelas, con el que moldean un malestar social atávico, indefinido, que no encuentra una diana clara contra la que explotar. “Los problemas políticos y económicos actuales resultan cada vez más incomprensibles para el ciudadano medio: globalización, desindustrialización, crisis climática, migratoria y energética que amenazan modos de vida”, apunta Nere Basabe, politóloga y Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid.

Ante estos problemas, resume, la única propuesta de la ultraderecha es negarlos, y para millones de votantes parece la solución más cómoda. Solo hay que oponerse a todo,  destruir consensos, incluso los científicos. Ridiculizarlos bajo la etiqueta de “progre”. Fabricar un enemigo, o varios, siempre lejanos, siempre de otra pasta. Edulcorar un supuesto pasado mejor, regresar a valores culturales tradicionales y poner la nación por encima de sus propios habitantes. Ha sido la receta de la extrema derecha, desde Donald Trump en EEUU a Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por el triunfo del brexit en Reino Unido.

“Necesitamos localizar el poder en alguna parte y atribuirle rasgos más o menos definidos. La izquierda, que simplifica menos y trata de analizar las fuerzas en concurso, no es capaz de proporcionar un enemigo tangible. La derecha acusa a los inmigrantes, a las feministas y al lobby homosexual. Eso es fácil de entender. Frente al desconcierto semántico, insiste en llamar “las cosas por su nombre”: hombre es hombre, mujer es mujer, España es España. Frente a esas respuestas sencillas y ancestrales todo es ideología: ideología de género, ideología de los derechos humanos”, apunta Alba Rico.

Esta es la Europa de nuestros años veinte, con ciertos paralelismos con la del siglo pasado, cuando los totalitarismos emergieron de las crisis con un lenguaje y una estrategia
similares. “Hay que ir con cautela con los paralelismos históricos, pero el periodo de entreguerras estuvo marcado por una crisis económica, una alta inflación, un sentimiento de derrota profundo y un gran desapego a las instituciones políticas”, señala Basabe. Alba Rico ve, sobre todo, uno “terrible: la normalidad con que entonces y ahora vivimos la  ascensión de fuerzas antidemocráticas y potencialmente destructivas”, advierte.

“Hitler solo fue Hitler retrospectivamente, después de una guerra mundial y un Holocausto. En 1933 era una opción razonable que no daba demasiado miedo a nadie, ni siquiera a  las izquierdas”, resume. Pero también señala grandes diferencias históricas. “Hoy hay bombas atómicas y nuevas tecnologías y falta, sobre todo, la confrontación entre dos revoluciones, una fascista y otra comunista, que caracterizó los años 20 y 30 del siglo pasado. Hoy el comunismo no existe y, frente a la única revolución, que es la neoliberal, la ultraderecha no es menos violenta pero sí mucho más conservadora”, considera el filósofo.

Y, sin embargo, la ola reaccionaria avanza sin que haya razones objetivas. La economía crece tras una dura pandemia, el desempleo marca mínimos históricos, la inflación está entre las más bajas de Europa, igual que el precio de la energía. Frente a los recortes sociales de la anterior crisis, de la que bebió el primer auge ultra en Europa, la respuesta a esta ha sido más gasto público. “El problema es que la derecha y la ultraderecha están siendo capaces de imponer sus marcos. Si hay un problema de acceso a la vivienda, ellos hablan de okupas; si faltan servicios públicos, ellos culpan a los migrantes. No quieren hablar de política o de economía, se centran más en la emoción que en la gestión. Es un rasgo propio del populismo”, considera Basabe, que apunta a los medios de comunicación como parte responsable de la polarización política y social que atraviesa España.

En este clima, Alba Rico cita a Gramsci: “El fascismo es siempre el resultado de una revolución fallida”. Y la más reciente fue el auge del primer Podemos. “Sin duda la derecha se radicaliza frente a Podemos, pero lo cierto es que su fracaso, cualquiera que sea su causa, radicaliza aún más a la derecha y franquea el paso a Vox”, opina. Una doble derrota que ha instalado de nuevo la despolitización de gran parte de la sociedad tras la eclosión del 15M. El resultado, considera el filósofo, es la muerte de la democracia desde un punto de vista antropológico, entendida como esa ficción en la que es posible persuadir y ser persuadido por el otro. “El voto legítimo a Ayuso o a Abascal revela que la mayor parte de la
población vive ya al margen de la democracia, en una estructura mental parapolítica que es la condición de cualquier deriva autoritaria o antidemocrática”, asevera. “Sus votantes
no les votan engañados, sino porque señalan algo que odiar, alguien a quien no quieren parecerse. Vivimos ya en un marco social en el que no importa lo que se dice sino quién lo
dice. Un mundo, si se quiere, típicamente oral, primitivo. Solo nos interesan los conocidos y odiamos a todos los demás”, resume.

Pero las olas siempre son efímeras. Tarde o temprano se acaban retirando. Quizás el riesgo de esta mar picada no es tanto la fuerza o la altura del manto de agua revuelta. Lo
preocupante es el sedimento, el poso de fango que deje en la orilla y los muebles que no se salven del salitre y la humedad. Es en este contexto en el que llegan las elecciones del 23 de julio a España. Unas elecciones que, dicen, marcarán una nueva época en la política española: el regreso del Partido Popular a La Moncloa acompañado de una extrema  derecha que, por primera vez, desde la Transición, tocaría el poder central, o la renovación de un Gobierno de coalición progresista que tendrá que luchar contra viento y marea contra un entorno y un contexto internacional hostil. La batalla se adivina complicada, pero si algo ha demostrado la política española es que en una campaña electoral  absolutamente todo es posible.

Infografía: PABLO DEL AMO / SANTIAGO BARÁ