Opinión

Repensando las viejas preguntas

Marina SubiratsFilósofa y socióloga

29 de mayo de 2018

Más allá de la inolvidable fiesta que fue, aquel mayo remoto del 68 planteó una serie de cuestiones que todavía resuenan en nuestros cerebros. Cuestiones distintas a las que teníamos en mente los estudiantes, formuladas todavía en clave de planteamientos anteriores: el capital y el trabajo, la explotación, la burguesía, la lucha obrera... Nada de todo ello fue resuelto, antes al contrario, estamos hoy inmersos en una fase del capitalismo de una dureza que en aquel momento ni siquiera sospechábamos. Pero en torno a aquel núcleo de viejas consignas surgieron otros temas, otras reivindicaciones. Otros sujetos políticos. Que, estos sí, lograron cambios que todavía perduran.

Hubo, de hecho, una disociación: estudiantes y jóvenes profesionales andábamos cargados de lecturas y conceptos revolucionarios. La librería Maspero nos suministraba puntualmente la información de todos los conatos de liberación que se producían en el tercer mundo, del maoísmo a las gestas cubanas, pasando por la oposición a la guerra del Vietnam. La Unión Soviética ya no era un modelo, por supuesto, pero la esperanza en un mundo igualitario y libre seguía viva, parecía todavía una utopía posible.

Y al mismo tiempo, la opresión inmediata, para los estudiantes, era la encorsetada sociedad francesa, jerárquica, conservadora, sometida a unas rigideces académicas, sexuales, familiares, que ya no tenían sentido en la Europa de los sesenta. Una opresión que habíamos descubierto en los textos más a la moda en aquellos momentos, El hombre unidimensional, entre otros, de Marcuse, o los libros de Foucault. Heredero a la vez de Marx y de Freud, sintetizador de los trabajos de la Escuela de Frankfurt, Marcuse desvelaba la opresión que se ejerce sobre las personas a través de un conjunto de mecanismos sociales y políticos que nos condicionan hasta  impedir todo vestigio de libertad. Ya no se trata únicamente de explota- ción, de imposición violenta, sino de crear las condiciones para que el  sujeto mismo sea quien acepta la dominación porque su panorama mental  ha sido configurado de tal modo que no puede hacer otra cosa. Y evidente- mente, uno de los ámbitos en los que se ejerce tal presión es la sexualidad.  Foucault, a su vez, describía minuciosamente las formas de este condicio- namiento, en el Nacimiento de la clínica, la Historia de la locura en la época  clásica, etc, obras a través de las cuales, como hará más tarde en Vigilar y castigar, desvela los mecanismos ocultos, de los hospitales a las escuelas, utilizados para conseguir disciplinar nuestro comportamiento a través de la violencia simbólica.

Todo ello estaba en el aire. Y más. ¡La píldora acababa de liberar la sexualidad! ¿Por qué seguir entonces con las estrechas convenciones católicas? ¿Por qué no destruir, de una vez, las hipocresías, las jerarquías formales? ¿Por qué no someterlo todo a un análisis riguroso, que nos permitiera decir que el rey estaba desnudo? Llegamos así al cruce de dos tipos de reivindicaciones: gritábamos “revolución” pero no teníamos estrategia revolucionaria ninguna; PCF y PSF, que si la tenían, abogaban por la vía electoral, y dejaron que se consumiera el estallido joven. Surgieron algunos esbozos de lo que podría ser una nueva sociedad: descartada la conquista del estado, el cambio desde arriba, claramente imposible, se pensó en el cambio desde abajo: ocupar las empresas, las escuelas, las universidades; cambiar su funcionamiento desde dentro. La Policía acabó desalojando a los más resistentes.

Así que lo que hicimos no fue la revolución, sino la subversión, la contestación, como se llamó entonces, una crítica feroz al mundo que estábamos heredando, con sus imposiciones y sus falsedades; fue la impugnación a la totalidad, por así decir. Y ello dio lugar a la liberación de la palabra, del debate, del deseo reprimido; dio lugar a la hermosa fiesta que aun recordamos, en la que los jóvenes fuimos dueños de las calles, de las universidades, de los teatros, de la ciudad. Dueños del futuro, por unos días.

Apareció así, de pronto, en la escena universal un nuevo sujeto político: una juventud ilustrada capaz de discutir palmo a palmo la racionalidad de nuestras sociedades. Capaz de denunciarlas, de mostrar la doblez que habita los discursos y las grandes palabras. Pero también capaz, como el tiempo ha demostrado, de ser fácilmente comprada por unos poderes que utilizan sus habilidades para hacer que todo cambie para que nada cambie.

Sigue así la pregunta que ya nos formulamos entonces: ¿existe hoy un sujeto político capaz de enfrentar un capitalismo corrosivo y tóxico como el actual? Destruidas las bases que sostuvieron el proyecto revolucionario de la clase trabajadora, ¿es esta nueva clase media, sometida hoy en gran parte al empobrecimiento, capaz de concebir un nuevo proyecto, una nueva forma de habitar el mundo? ¿podrá ir más allá de la revuelta, de la subversión, de la protesta?

Una pregunta que, cincuenta años más tarde, sigue abierta, y cuya respuesta es cada día más urgente y a la vez más problemática.