La universidad pública, motor de cambio
La universidad pública defendió ser espacio para la reflexión y la creación de una opinión formada. Aún más con el empuje de la clase trabajadora que, en muchos casos, accedían por primera vez a un entorno académico reservado a los ricos.
El número masivo de estudiantes universitarios en Francia no fue casualidad. Cuando la Segunda Guerra Mundial finalizó, el Estado se convirtió en Europa en el principal responsable de la educación y los servicios públicos. El acceso a la universidad dejó de estar restringido a las élites, aunque sus formas de acceso eran bastante rígidas, y el origen era determinante una vez dentro de la academia. Aún así se pasó de 175.000 estudiantes matriculados en 1958 a cerca de 500.000 en 1968. Le Monde Diplomatique se hacía eco de que ningún país de Europa había absorbido tal cantidad y el historiador Cremieux- Brilhac exponía que Francia tenía tantos universitarios como Alemania e Inglaterra juntas.
Fue el paso de una universidad de élite a una universidad de masas, pero a la vez era incapaz de absorber las ansias de participación y democratización de sus estudiantes. El alumnado llegaba ávido de conocimiento y se encontraba con una estructura férrea, vertical, autoritaria y centralista. Aquella desazón invadía otras partes del mundo mezclado con una profunda crítica de la realidad social. A Francia se sumaron las voces de otros universitarios de Berkeley, Tokio, México o Roma. En todos, como base, el debate político, la descolonización, el antimperialismo y la capacidad de rebelarse como sujetos activos. No querían solo entrar a clases para tomar notas y estudiar, sino que exigían un pensamiento crítico frente a un pensamiento único.
La universidad pública defendió ser espacio para la reflexión y la creación de una opinión formada. Aún más con el empuje de la clase trabajadora que, en muchos casos, accedían por primera vez a un entorno académico reservado a los ricos. Era el mensaje de la igualdad de oportunidades y el ascensor social que muchos esperaban. “Se permitió que las capas de clase trabajadora accediéramos a ese conocimiento y España tuvo un impacto brutal en las mujeres, sobre todo a partir de los años 80”, comenta Rocío Anguita, profesora de Pedagogía de la Universidad de Valladolid.
Los movimientos del 68 debatieron qué era la universidad y hacia dónde iba. No era solo el aprendizaje en las aulas, también el compartir conocimiento entre el alumnado. Aún más en países como España, donde la universidad tenía un espacio casi clandestino, como zona de intercambio de libros censurados. La universidad se democratizó y para impulsar la democracia fue imprescindible la universidad. Para ello debía defenderse su función social pública, una conciencia ética, un espíritu crítico y un compromiso con su ciudadanía. La idea de una universidad transformadora y motor de cambio. A ello también se sumó la creación de universidades en línea.
“La de los 70 es también la década en la que algunos estados europeos, no así Francia, crean universidades a distancia para ampliar el acceso a la educación supe- rior a personas que, por motivos diferentes, fundamentalmente trabajadoras, habían quedado excluidas. Con esta voluntad se crea la UNED en el 72 y, veinte años más tarde, la UOC”, comenta Pastora Martínez, vicerrectora de Globalización y Cooperación de la Universitat Oberta de Catalunya. Esa ha sido la finalidad de la academia en todo nuestro contexto, pero no siempre ha resultado posible como institución dominada y modificada desde las políticas neoliberales. El capitalismo desmovilizó a una comunidad universitaria que alejó el debate político algunos años. Así lo mostraba la socióloga francesa Guénaëlle Gault, en su libro Pour en finir avec la politique à Papa, en 2007. Apuntaba a los universitarios egresados en Europa, cerca de los treinta años, y señalaba que en este grupo “existía un optimismo individual pero un pesimismo colectivo”.
Los últimos recortes sociales, en cambio, han impulsado entre la academia y su alumnado espacios de reflexión política y de denuncia. Y, como gran tema de debate, se sitúa el de una universidad asfixiada con menor inversión en su funcionamiento corriente interno, disminución de becas, aumento de tasas, mayor precariedad entre el profesorado, menos personal de administración y reducción presupuestaria a la investigación. Recortes que no son casuales, sino producto de un contexto de crisis económica donde lo público es una oportunidad para rentabilizar.
A ello se suma un interés, en todos los niveles educativos, por eliminar asignaturas de humanidades, imprescindibles para una actitud crítica. Una realidad que deja poco margen al desarrollo de un pensamiento plural, con un alumnado y profesorado más angustiados por cumplir con unas exi- gencias que dificultan una excelencia académica saturada por pasos burocrá- ticos. Y, además, muestra la cara más caprichosa de la historia, que vuelve a posicionar a la universidad como un espacio restringido, cada vez más, a una élite. A pesar de todo, la universidad pública sigue siendo tabla de salvación para las mujeres, sobre todo. Ellas “apuestan con más empeño porque les ofrece cierta equidad competitiva con hombres que tienen menos formación, que a ellas se les exige para acceder al mercado laboral”, confirma Anguita.