Opinión
Yo, precaria pero teñida
2 de octubre de 2018
He empezado a escribir este artículo unas cuantas veces. En mi cabeza al menos. El otro día, sin ir más lejos, mientras iba en el tren de Cercanías hasta Alcobendas para hacer unas de esas deliciosas gestiones burocráticas en mi nueva vida como autónoma. Llevaba, como casi siempre, el ordenador en el bolso, junto con un par de sándwiches de mortadela para los críos, una crema de manos que huele a limón, las llaves de casa, la cartera, un libro de casi 600 páginas, un pintalabios rojo...
Como la empollona que fui y que sigo siendo, estuve a punto de sacar el ordenador varias veces. “Tienes que aprovechar el viaje de ida y de vuelta, que a este paso vas a entregar el artículo fuera de tiempo, que tienes demasiadas carpetas abiertas en el cerebro”, me dije a mí misma. Al final, ni siquiera abrí el libro. Me puse a mirar por la ventana y pensé en lo mucho que echo de menos el silencio, en el ruido que me rodea, así que aparté la mochila que llevaba y contemplé el paisaje; un paisaje plagado de escombros, un campus universitario, pisos demasiado iguales.
Viajé en una línea ferroviaria parecida a la que termina en Parla y que cojo siempre que voy a casa. Porque casa sigue siendo donde vivían mis padres en Getafe. Casa sigue siendo el teléfono fijo que tengo memorizado en el móvil pero que lleva dado de baja desde hace un año y medio. Yo, con una memoria prodigiosa para las cosas inútiles pero que ni siquiera sé cuál es el de la casa en la que vivo desde hace casi 16 años. Casa es Getafe. Casa son los padres. Casa es donde fuimos felices, cuando no nos dolía nada.
También he estado a punto de escribir este artículo en el bar al que voy casi a diario, la parroquia laica en la que ahogo mis penas con un vino blanco al que siempre acompañan esos aperitivos que no me como. Porque esa tarea la hacen divinamente mis dos hijos, los que pierden los modales cuando aparecen las patatas alioli, o las bravas, que pican pero “solo un poquito”. Quién necesita gimnasio cuando se les tiene a ellos. Al carajo la dieta.
El otro día lo intenté (lo del artículo, no ponerme a régimen) tras ponerles la merienda en casa. Les amenacé de muerte si se peleaban y no me dejaban concentrarme. Imposible, y no por ellos. Empecé a pensar que no había sacado nada del congelador. Y a ver qué demonios hago yo de cena. Luego me llamaron por teléfono para encargarme un trabajo. “Es cosa de poco, no más de ocho páginas”. En mi cabeza apareció el sudoku que nunca logro resolver. Dije que sí. Nunca se sabe, que hace mucho frío ahí fuera, a ver si no van a llamarme en un tiempo, que la vida del autónomo se parece mucho a la del funambulista. “A ver si puede estar el miércoles”, me dijeron.
Mis hijos protestaron porque les pedí bajar el volumen de la televisión. Entonces volví a 1998, cuando con otra pareja y con otro color de pelo me preguntaron si tenía previsto casarme y tener hijos como única condición para hacerme mi primer contrato serio de trabajo. Volví a recordar que contesté de inmediato que no, como si eso no fuera conmigo, como si me hubieran preguntado si me apetecía apuntarme a una secta satánica los fines de semana. Volví a recordar que encima me quedé sin trabajo. Es obvio que no le hice caso a aquel redactor jefe.
Años después, con otro pelo, un marido y un anillo en mi dedo anular, alguien que después fue imputado me dijo algo parecido: “Veo que llevas un anillo de casada muy nuevo. ¿Estás pensando en tener hijos pronto? Porque este cargo requiere de mucha responsabilidad…”. En esta ocasión dije que no lo sabía. Una respuesta tibia pero que a mí me supo a valiente, con la actitud que tenemos algunas, ésa de ir casi pidiendo perdón por hacernos un hueco donde sea. Tampoco conseguí ese trabajo. Menos mal.
Volvió a sonar el teléfono en mi casa. Antes de que quien me llamó dijera nada me excusé. No la había felicitado por su santo, esa cosa tan antigua pero para mí tan importante, esa cosa tan fundamental de demostrarle al otro que estás pendiente, que también tienes una carpeta en el cerebro con su nombre. Ya saben, los detalles. Con la verborrea que me caracteriza aproveché para confesar que no me había dado tiempo a ir a ver a mi madre a la residencia. Cosa que hago a diario, cosa que cuido a diario como un ritual, como lavarse los dientes, como besar a los míos antes de dormir. “Tranquila, si solo llamaba para saber cómo estabas”, me dijo mi interlocutora, amiga, casi hermana y uno de los mejores e hidratados hombros en los que apoyarse.
No me dio tiempo a acabar este texto. Me fui a la cocina, abrí dos botes de garbanzos. Piqué tomate, cebolla y eché una lata de sardinas en escabeche. Salí airosa de la cena. “Y si se quedan con hambre, hay un montón de fruta”, pensé. Mientras aliñaba esa ensalada escuchaba la radio. La misma radio en la que he pasado el verano, en la que me he hecho un hueco (y sin pedir perdón) en una tertulia. Por eso algunas cosas han cambiado. Por eso cada martes el padre de mis hijos ha ido a recogerles al campamento, por eso cada martes he externalizado la tarea de hacer la cena. Cambié esa carpeta del cerebro y la sustituí por la de 'preparar temas para la tertulia'.
Aunque volví a tener esa sensación de no hacer nada al 100%. El quiero y no puedo de una mujer que trabaja dentro, fuera de casa y en otras casas cuando se tercia. Aunque esa actitud me acompañe en cada una de las estaciones del año, como los lunares que pueblan mi cuerpo. Al menos, y al fin, he terminado este artículo. Y he acertado con mi color de pelo.