La voz a nosotras debida
Resistencias a los estereotipos asociados a la voz femenina
Seguramente, muchos lectores conocen el contenido de La sirenita por la película de Disney (1989): la sirena Ariel se enamora de un joven príncipe y, para vivir con él en el mundo humano, le ruega a la bruja marina Úrsula (parecida a Medusa) que le conceda unas piernas (aunque podría haber pedido unas branquias para el jovencito). A cambio, la bruja le reclama su voz.
Ante las reticencias de Ariel, Úrsula responde que sin voz gustará aún más a su amado, pues "los hombres no te buscan si les hablas/No creo que los quieras aburrir/Allá arriba es preferido/Que las damas no conversen/A no ser que no te quieras divertir/Verás que no logras nada conversando/Al menos que los pienses ahuyentar/Admirada tú serás si callada siempre estás/ ¡Sujeta bien tu lengua ¡y triunfarás, Ariel!". Es una versión mucho más dura que la del cuento de Andersen, que tampoco se queda corta:
- "Pero, si me quitas la voz, ¿qué me queda?, preguntó la sirena.
- Tu bella figura, respondió la bruja, tu paso cimbreante y tus ojos expresivos. Con todo esto puedes turbar el corazón de un hombre".
La sirenita lleva al formato cuento figuras terribles de la mitología: la de Filomena, a la que su cuñado cortó la lengua para que no le denunciase por violarla, o la de la ninfa Eco, que perdió su voz por ayudar a Zeus a hacer sus fechorías. Son mujeres sin voz y sin capacidad de discurso. Pero la anulación de la voz femenina es tan antigua como la propia cultura occidental.
Recordemos las palabras de San Pablo en Corintios, 14: 33-35: "las mujeres guarden silencio en las iglesias, porque no les es permitido hablar […]. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos […]". El silencio y la obediencia, transmutados en discreción, se convierten en las mayores virtudes de la mujer. De hecho, las mujeres que cantan (como las sirenas de Ulises) o hablan demasiado (como Casandra) son tomadas por peligrosas, locas o ambas cosas.
La filósofa italiana Adriana Cavarero afirma a este respecto que la noción de logos (razón, discurso) solo es atribuida a los hombres, mientras que las mujeres quedan reducidas al phonos (sonido): no importa qué dicen, sino cómo lo dicen. Esta división está de plena actualidad, tal como comprobamos con la sustitución de la voz de la actriz Samantha Morton por la de Scarlett Johansson en la película Her (Spike Jonze, 2013). Mientras que Morton tenía una voz aguda (y, por lo que sabemos, su interpretación tenía un toque histriónico), Johansson optó por una voz susurrante, más grave. Este paradigma de voz grave-sexy viene de Lauren Bacall, que aprendió a hablar por debajo de su rango vocal a instancias de Howard Hawks. En nuestros días, por cierto, existe un síndrome de fatiga vocal que lleva su nombre.
La relación entre tener una voz grave y ser sexy se encontraba ya en Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen (1952). El personaje de Lina Lamont (Jean Hagen) no solo tiene una voz fea, sino que se muestra como una mujer gritona a medio camino entre lo tonto y lo perverso, no como sus colegas varones o como Kathy Selden (Debbie Reynolds), su "rival" por el amor de Don Lockwood (Gene Kelly), que es guapa, lista… y tiene buena voz. A cambio, mostrar el componente sexualizado de la voz puede ser muy peligroso: el Happy Birthday de Marilyn Monroe en el cumpleaños de John Fitzgerald Kennedy en 1962, que interpreta casi a modo de gemido, fue el preludio (y quizá parte de la causa) de su muerte unos meses después.
Por su parte, la ópera es una de las expresiones más radicales del problema del phonos femenino, tal como ha estudiado la filósofa Catherine Clément. Para los personajes representados por sopranos, el clímax llega con su sentencia de muerte o de locura (como ocurre en Lucia di Lammermoor de Donizetti, estrenada en 1835), a menudo decretada por un hombre. Frente a las sopranos se sitúan las mezzo-sopranos a quienes, como a la Carmen de Bizet, se les atribuyen valores masculinos como la libertad (especialmente la sexual) y la oposición al poder. Dos buenos ejemplos son Azucena en Il Trovatore (1853) y Eleanor Quickly en Falstaff (1893), ambas de Verdi. Por último, las contralto son las protectoras y consejeras de las sopranos. Igual que las voces masculinas graves, suelen representar la experiencia y la sabiduría. Lo grave es menos emocional. En la ópera, el registro (el phonos) configura la expresión y el contenido (el logos).
"La tensión entre el phonos y el logos, como vemos, es una tendencia permanente: la voz femenina siempre se acota a los deseos y exigencias del oído masculino"
La tensión entre el phonos y el logos, como vemos, es una tendencia permanente: la voz femenina siempre se acota a los deseos y exigencias del oído masculino. También las adaptaciones vocales a la expectativa social se hacen atendiendo al estándar masculino. Según explica Anne Karpf, las mujeres tienden a poner voz de bebé, a aniñarse, cuando hablan a sus parejas, mientras que, en el ámbito profesional, suprimen la frecuencia aguda para "masculinizar" su voz. De hecho, la voz aguda de las mujeres fue el motivo principal de su exclusión de los medios de comunicación hasta que, debido a la II Guerra Mundial, no quedaron hombres suficientes para cubrir todas las emisiones.
Asimismo, en Occidente asociamos la voz femenina a más volumen y más emoción, aunque esta conexión no esté demostrada. La canción de Billie Eilish Bad Guy (2019) es una apropiación determinada y crítica de estos estereotipos. Eilish mantiene un registro grave, con poco movimiento melódico y casi murmurado. Imita a un "malote", expresado de manera climática en el "duh" con el que arranca el riff característico de la canción. Cuando el estereotipo se muestra casi desnudo, se exhiben también sus costuras.
La experimentación con lo fonético a través de la producción musical se vuelve crítica tácita a la expulsión de las mujeres del logos, del discurso. Como si dijeran: "si no nos dejan decir nada, seamos crípticas". Un buen ejemplo es Badagada de Pamela Z (1988), que explora la sonoridad de esta ciudad india con notas sueltas y pequeños melismas cantados con voz lírica. Pero también lo encontramos en casos hipermediáticos como Motomami de Rosalía y Renaissance de Beyoncé (2022).
A la catalana se la ha criticado en numerosas ocasiones porque no canta (o canta menos) en su nuevo disco, y porque su dicción dificulta entender las letras. Saoko es un buen ejemplo. Empieza diciendo "Chica, ¿qué dices?" (algo que alude, irónicamente, a los críticos de su forma de hablar) y tiene partes casi declamadas. Otra canción, Candy, está plagada de chops y de autotune, el gran enemigo, para algunos, de la pureza de la voz. Beyoncé hace lo mismo en I’m That Girl, donde prácticamente solo canta a partir del estribillo. El sample que la acompaña prácticamente en toda la canción solo dice "Please, motherfuckers ain't stopping mе" ("por favor, estos hijos de puta no van a pararme").
Esta dificultad para "entender lo que dicen" puede pensarse como crítica de la dominación masculina del discurso. Por ejemplo, Chicken Teriyaki es puro phonos, para horror de los lingüistas y críticos que llevan tiempo cuestionando la simplicidad de sus rimas. Sin embargo, no les pasó lo mismo con Yonaguni de Bad Bunny, donde escuchamos una estrofa similar: "Y yo te compro un Banshee/ Gucci, Givenchy/Un poodle, un frenchie/El pasto, lo 'munchie'/Te canto un mariachi/Me convierto en Itachi".
Holly Herndon va un paso más allá en Interference (2015), que es una pieza que se interrumpe a sí misma como una "bandera rota" (como sugiere el propio videoclip). Es una suerte de autosabotaje para dificultar la comprensión y la atención que le ha sido históricamente negada a las mujeres. En esto comparte lugar con Cuarto poema, de María Salgado y Fran MM Cabeza de Vaca (2020), donde la voz de Salgado experimenta una doble interferencia: la del ruido que se aplica a su voz en directo y la del poema que se superpone.
Las mujeres también se resisten con sus voces a las expectativas que genera su cuerpo. A veces, lo hacen convirtiéndose en cuerpos casi-cyborg (como imaginó Dona Haraway). Es el caso de I Feel Love de Donna Summer (1977), donde su voz aguda suena sobre la música casi exclusivamente electrónica de Giorgio Moroder. La letra, que escasamente dice "siento amor/es tan bueno/ enamorada y libre/tú y yo", no se sabe a quién le habla. Al contrario que los instrumentos habituales, su voz aparece como un fantasma en mitad de un entramado tecnológico, casi como anticipo del humano-máquina de Kraftwerk (Die Mensch-Maschine, 1978). Frente a la máquina, el cuerpo humano se vuelve extraño, sobre todo el cuerpo que siente amor.
En 1982, Laurie Anderson radicalizó la maquinización de los cuerpos femeninos en O Superman (1982). Anderson se convierte a sí misma en narradora-contestador automático (pasando su voz por el vocoder) sobre el fondo de un loop que apenas dice "ha". Este recurso aparece una vez más en Motomami. En Diablo, Rosalía crea personajes a través de la modificación-producción de su voz, lo cual le ha generado un torrente de críticas. No es difícil imaginarse la evidente artificialidad de las voces que emplea como una crítica a la esterilidad de sus críticos puristas de la voz femenina.
Cabría dibujar una última línea en este tratamiento de la voz femenina contra su construcción cultural. Es el grito, tan valorado para los hombres en el heavy metal, pero casi prohibido para las mujeres. Ellas son "relegadas" a ser "divas", lo cual, como muestra Silvia Martínez, es diferente de ser "gritonas" (un adjetivo que tiene, por cierto, mucho recorrido, desde las "histéricas" a las vecinas de patio, pasando por las fans). Hay mujeres que proponen resistir gritando o explorando el registro gutural, haciendo fuerza contra los valores occidentales sobre la belleza. Se encuentran en esta línea cantantes como Sainkho Namtchylak, Sofia Raykova, Laura Nichol o Alissa White-Gluz. Como dice Clarice Lispector, "porque existe el derecho al grito. Entonces grito. Grito puro, sin pedir limosna".